Por Jorge Raventos.-

¿Qué influencia puede tener el debate del próximo domingo sobre la elección de segunda vuelta del 22 de noviembre?

A juzgar por distintos estudios demoscópicos de las últimas semanas, alrededor de 9 de cada 10 ciudadanos ya tienen definido su voto, de modo que el público al que deben seducir en el debate Mauricio Macri y Daniel Scioli es apenas ese 10 por ciento de indecisos que todavía aguardan una señal que los fascine para optar.

Como la audiencia que se espera el próximo domingo es muy amplia y no se limita a esos votantes remisos, el riesgo que corren los participantes es sobreactuar los argumentos destinados a convencer a estos y perder, por esa vía, algunos o muchos de los que ya tienen conquistados.

Once años atrás, un asesor de George W. Bush resumía así el problema en plena campaña presidencial en Estados Unidos: “Estamos obligados a hacer debates, pero no es recomendable, en última instancia, ser demasiado bueno en ellos. Porque si se es lírico y se deja llevar, puede soltar palabras cuya trayectoria ya no controla y corre el peligro de perder apoyos ya obtenidos, considerablemente seguros, en el esfuerzo por convencer a los que dudan”.

Aunque difieran en los números, todas las encuestas conocidas sobre el balotaje coinciden en que, al día de hoy, Macri está delante de Daniel Scioli. Todo hace suponer, por eso, que el candidato de Cambiemos adoptará en el debate la posición más tranquila y moderada, basada en la defensa y el contraataque. Dado que se encuentra en ventaja, le alcanza con un empate (y hasta con una caída mínima) para alzarse con la victoria.

Daniel Scioli, en cambio, está apostando mucho al debate: es probablemente su última oportunidad de recuperar terreno y aproximarse al triunfo y eso lo obliga a jugar fuerte pues necesita conquistar no menos del 80 por ciento del paquete de indecisos (claro está: sin que se le escurra por otro costado el capital propio que las encuestas le reconocen). El problema de Scioli es que tiene que seducir a votantes que en la primera vuelta se inclinaron por alguna variante opositora (la mayoría de ellos, por la alianza Sergio Massa-José Manuel De la Sota) sin ofender al cuerpo central de su propio electorado, atado al cristinismo y en buena medida reticente a escuchar discursos que desafinen con el propio.

Scioli está sumando elementos heterogéneos: la fiereza que caracteriza al kirchnerismo (fuertes mandobles destinados a “desenmascarar” a su rival, adjudicando a Macri un programa de retorno a los años ’90 y de ajustes rigurosos); una tonalidad de a ratos más suave (que busca diferenciarlo del tono peleador de la Presidente) y la adopción de algunos puntos del programa de Massa y De la Sota. Esa mezcla todavía no consigue una síntesis; por ahora suena más bien como cantar La Felicidad con la música de La Puñalada.

Quizás la yuxtaposición sirva para seducir a públicos distintos, quizás decepcione a todos. Es un lance de último minuto. Si sale bien, será una proeza: si falla, Macri podría el domingo 22 sobrepasar el 54 por ciento que la señora de Kirchner consiguió cuatro años atrás y que tanto la envanece todavía.

Por cierto, el debate no es el único elemento que incidirá sobre el comportamiento electoral de los ciudadanos. El camino hacia el domingo 22 se despliega en un contexto de creciente inquietud pública, tanto por la naturaleza de la transición como por la herencia inmediata de la que deberá hacerse cargo el triunfador.

El gobierno K empeña sus esfuerzos finales en maniobras de copamiento institucional. La Presidente parece resuelta a decidir a su arbitrio hasta el último minuto, estirando las atribuciones del Ejecutivo hasta el límite (y a menudo más allá) sin atender los mensajes de la realidad. Las urnas de la primera vuelta (sobre todo la derrota en la provincia de Buenos Aires) expresaron un talante colectivo que espera un cambio de conducta.

Entretanto, el dispositivo de poder se vacía y, librado a su propia dinámica, explota en distintos puntos (Merlo, Concepción de Tucumán, Rosario), con ocupaciones, piquetes, agresión y violencia.

Muchas veces el gobierno de la señora de Kirchner desafió el estado de ánimo de la sociedad, pero lo hacía manejando una situación de poder. Esta vez lo hace cuando está a punto de decir adiós y cuando el mando se evapora. Si antes podía eludir (o descargar en otros) las consecuencias de esos desafíos, ahora está apostando a la intemperie.

Si hay tormenta, seguramente terminará empapada.

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