Por Carlos Tórtora.-

El 1 de marzo pasado empezó una recomposición del esquema de poder que va asentándose con el correr de los días. Cristina Kirchner dejó de ser un poder en las sombras, silenciosa y sólo con apariciones esporádicas, para pasar a ser la voz cantante del gobierno. Alberto Fernández, a su vez, dejó de ser un presidente moderado haciendo equilibrio entre el kirchnerismo y el electorado centrista, para pasar a ser el seguidor incondicional de las líneas que marca su vicepresidenta. Para el presidente, los efectos de este nuevo cuadro pueden ser demoledores. Un país esencialmente presidencialista como es la Argentina difícilmente digiera un presidente que sigue instrucciones de su vice. El deterioro de la figura presidencial puede dificultar la gobernabilidad, ya que los factores de poder están tomando debida cuenta de que deben negociar con ella más que negociar con los dos. No se tiene memoria en la historia nacional de un presidente subordinado a su vice. Sí hay algún ejemplo de un presidente subordinado a un jefe político, como fue el caso de Héctor Cámpora con Juan Domingo Perón en el 73. Pero el experimento fue tan desastroso que a los 60 días de asumir Cámpora tuvo que renunciar para que su vice, Vicente Solano Lima, llamara a elecciones para que finalmente asumiera la presidencia Perón, pasando a coincidir el poder real con el poder formal.

Si en algo coinciden Cámpora con Alberto es que ambos fueron nominados por sus jefes políticos y llegaron al gobierno sin poder propio. Alberto pareció seguir la lógica de la construcción de un poder propio cuando remarcó con insistencia que él escuchaba a Cristina pero tomaba las decisiones por sí solo. Ahora todo ha cambiado y sus ministros deben auscultar lo que piensa ella si quieren saber para qué lado va el gobierno. El presidente no es que coincida con su vicepresidenta en su pensamiento sobre la imposibilidad de pagar la deuda; él adhiere a lo dicho por ella quedando en un papel subordinado.

Con rumbo de colisión

Podría parecer que el nuevo cuadro del poder es óptimo para CFK, ya que la resistencia presidencial ha desaparecido. Sin embargo, la realidad es más compleja. Ella diseñó este esquema pensando en un Alberto fiel ejecutor de las políticas del kirchnerismo. Pero éste se luce por su ineficiencia y su gestión se caracteriza por su falta de resultados de corto plazo y de metas claras de mediano plazo. La rendición del presidente a los dictados de su vice no corrigen en modo alguno la ineficiencia de aquél. En este punto, el kirchnerismo se encuentra entrampado, porque debe cargar con el lastre de un gobierno que funciona a medias. Ahora, con el presidente proclamando a los cuatro vientos que sigue los mandatos de su vice, ésta pasaría a ser la real responsable de lo que pasa en el gobierno. La dirigencia peronista, sin liderazgo propio alguno, le demandará a Cristina que encauce la situación ante la evidencia de encuestas que muestran a un gobierno en baja, mal comienzo para un año electoral. Si la política no tolera el vacío de poder, el peronismo mucho menos aún. Proyectando como están las cosas hoy, la fragilidad del gobierno la obligará a ella, único vestigio de autoridad, a aparecer cada vez más seguido para que haya una voz de mando. Cabe preguntarse entonces si el desgaste de su figura no empezará a sentirse cada vez más fuerte. Después de todo, si el fracaso de AF es estrepitoso, la mayor responsabilidad recaerá en su gran electora, la que lo ungió presidenciable. Aunque haga todo lo posible por despegarse, el fracaso de AF arrastraría a Cristina y el equilibrio actual del poder puede ser insostenible de acá al 2023. Cada vez que él aparece subordinado a ella y su poder disminuye, el gobierno se debilita. Y ella, como gran electora, es la responsable final.

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