Por Jorge Raventos.-

Ya se abrieron formalmente las gateras y la carrera electoral está oficialmente en marcha: la publicidad de los candidatos invade las pantallas (aunque no llega a emparejar los minutos de propaganda oblicua que el oficialismo despliega en cadenas nacionales y en canales y radios estatales o paragubernamentales), los discursos tienden a hacerse más filosos, cada aspirante raspa la olla para rescatar votantes que serán decisivos a la hora del escrutinio.

La brújula de Cambiemos

Mauricio Macri, en vísperas de reunir a sus tribus porteñas para insuflarles voluntad de pelea, recorrió el norte del país, que le fue esquivo en las primarias.

En diez provincias septentrionales se dirime una quinta parte del total de la elección (casi un 20 por ciento del padrón). En las PASO, la coalición que lidera Macri apenas obtuvo unas centésimas por encima de los 4 puntos: ése fue el magro aporte norteño a los 30 puntos que Cambiemos consiguió en el total nacional.

De hecho, en ninguna de esas 10 provincias (Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Formosa, Misiones, Chaco y Corrientes) la coalición no-peronista consiguió superar su media nacional (a diferencia de la UNA, de Sergio Massa y José Manuel de la Sota, que mejoró en 7 y 9 puntos su performance nacional en las provincias de Jujuy y Salta; y por cierto, del oficialismo que encarna Daniel Scioli, que en todos aquellos diez distritos sobrepasó la marca nacional de 38,4 por ciento. Y en varios casos, largamente).

Es razonable que Macri procure reforzar su acción en el electorado del norte del país. Menos comprensible parece cuando pone el acento en disputar el también escaso capital de UNA en la región (tres puntos y medios del total de votantes del país), en lugar de pelear por parte del caudal que atesoró Scioli (12 puntos del padrón nacional). O cuando sus escuderos convierten a Massa en el enemigo a vencer.

Según los estudios demoscópicos, sólo 1 de cada 5 votantes sostiene la continuidad del modelo kirchnerista mientras uno de cada tres quiere cambiarlo totalmente. Traducido en votos, el primer grupo presumiblemente es el electorado cautivo del oficialismo, mientras el segundo se distribuye entre Macri, Massa y, en menor medida, Margarita Stolbizer. Ahora bien, alrededor de cinco de cada diez se pronuncian por una combinación de continuidad y cambio. Dudan sobre la proporción de cada ingrediente aunque la mayoría está principalmente hastiada del estilo intolerante del sistema K. Están abiertos a oír propuestas y argumentos y a analizar quién les ofrece mayores dosis de confiabilidad para la próxima etapa.

Con su 38,5 por ciento en las PASO, Scioli evidencia que consiguió penetrar en ese amplio campo central del electorado en mayor proporción relativa que sus competidores, aunque en una cuota aún insuficiente para asegurarse el triunfo directo en primera vuelta en las presidenciales de octubre.

Parecería plausible que Macri, el segundo en las primarias, saliera a pescar en ese mar en el que Scioli procura capturar el pequeño porcentaje que le falta para traspasar el 40 por ciento (primera condición para evitarse la segunda vuelta; la otra es sacarle al menos diez puntos de ventajas a su inmediato perseguidor). Cada voto que uno u otro consiga en ese universo de votantes que vacila entre la continuidad y el cambio vale por dos: uno que se suma y otro que se le resta al adversario.

Por ahora, según los estudios, ha sido Sergio Massa, corriendo desde atrás como un “tapado”, el que ha avanzado sobre ese océano de votantes potenciales, pescando de lo que podría ir a Scioli y también de lo que Cambiemos deja caer de sus redes con sus vacilaciones.

El dilema de Scioli

Lo han señalado muchos y reiteradamente: la pesada losa del cristinismo le complica mucho a Daniel Scioli establecer un puente de confianza con el electorado no afecto al kirchnerismo (aunque más no sea, con el pequeño porcentaje de ese sector que él necesita sumar).

Presenta una zona vulnerable a la que, obviamente, le apuntan sus adversarios: a raíz de su decisión de no participar en el debate de candidatos de este domingo 4, debió soportar que lo acusaran de no ir “porque Cristina no lo deja”. Una manera de adjudicarle extrema dependencia de la Casa Rosada.

Ahora bien, Scioli tiene que sumar esos votos “independientes” sin perder su caudal electoral de base, ese 38 por ciento que exhibió en las primarias. Una parte no despreciable de ese conglomerado adhiere al cristinismo por razones ideológicas o se siente atado a él porque considera muy (o, al menos, algo) positiva la etapa identificada con el apellido Kirchner.

El gobernador parecía tener conseguida y afirmada la categoría que lo colocaba en situación de ser reticentemente admitido por el fundamentalismo kirchnerista y al mismo tiempo aparecer ante el no kirchnerismo como un híbrido, diferenciado del mundo y el estilo K y hasta una víctima más de ese “modelo”del que es parte. La expectativa generalizada residía en que, pasadas las primarias, consolidada su candidatura y camino a la fecha de las definiciones, esas diferencias serían subrayadas por el candidato.

Más bien por el contrario, lo que se observa es una ofensiva de la Casa Rosada y sus sectores afines destinada a mostrar que las decisiones principales se toman (y se seguirán tomando) en el círculo que rodea a la señora de Kirchner. La Presidente se apresta a destacarse en la marquesina, ubicándose como “gran estrella invitada” de la campaña de Scioli.

La oficialista jefa de las abuelas de Plaza de Mayo, simuló elogiar al candidato presidencial diciendo que sería “un buen presidente de transición”, es decir: apenas un puente inevitable para permitir el retorno de la señora de Kirchner cuatro años más tarde. Ni el candidato ni los gobernadores peronistas en los que busca respaldo salieron a objetar el diagnóstico de la señora de Carlotto.

Sin duda Scioli se encuentra ante un dilema. ¿Puede ganar si se diferencia del cristinismo? ¿Puede ganar si no se diferencia?

Seguramente en su memoria pesan dos ejemplos que lo inducen a la cautela. El primero es de Al Gore, aquel vicepresidente de Bill Clinton que quiso ser presidente en la elección del año 2000 y terminó cayendo (controvertidamente) ante el republicano George W. Bush. A esa derrota contribuyó el hecho de que Gore despreció a Clinton durante su campaña, evitó hacer actos junto al Presidente, lo mencionó apenas y prohibió que hiciera campaña por su cuenta. El Clinton que se retiraba no era ya el que había sido duramente cuestionado por el affaire Lewinsky, sino un jefe de estado que -quizás porque concluía su ciclo- mantenía altas marcas de imagen positiva. Bush aprovechó la grieta en el partido de gobierno.

Algo comparable ocurrió en Argentina en la elección de 1999: Eduardo Duhalde, gobernador bonaerense, aparecía como un fuerte opositor del presidente Carlos Menem. La atmósfera de fin de ciclo que se vivía, reforzada por las divergencias entre el candidato oficialista y el Presidente que terminaba mandato, determinaron la derrota de Duhalde sin necesidad de segunda vuelta.

Con esos ejemplos en la memoria, el dilema de Scioli se ha hace más acuciante. Las primarias mostraron un piso alto del oficialismo, pero un techo quizás idéntico al piso. Con la fuerza propia no parece bastar, se requiere un poquito más. ¿Puede conseguirse sin correr los riesgos de diferenciarse? Scioli podría hacerlo sin necesidad de ser negativo o agresivo con el ciclo K. De hecho, lo intenta a través de gestos y de voceros como Miguel Bein, Miguel Blejer o Gustavo Marangoni, o de gobernadores como el salteño Juan Manuel Urtubey, que esta semana desplegó ideas para el próximo ciclo en Estados Unidos. La susceptibilidad del círculo presidencial olfatea esos gestos y con sus respuestas suele magnificar la distancia.

Mauricio Macri, escolta en las primarias, podría beneficiarse de las dificultades de Scioli. Parece más preocupado en pelear para afirmar su segundo puesto frente al empuje de Sergio Massa, que avanza con energía en la recta final con la esperanza de prenderse en un ballotage, si llega a haberlo.

Si bien se mira, que haya o no segunda vuelta depende principalmente de Scioli. Pero también de ese vasto sector del electorado que por unas semanas más deshojará la margarita entre el cambio a secas, la continuidad y el “cambio justo”.

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