Por Pascual Albanese.-
Hace ya muchos años Joao Manuel Serrat inmortalizó una frase digna de Perón: “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. En términos políticos, la renuncia de Martín Guzmán, que mejor cabría interpretar como caída, precedida meses atrás por la remoción de Matías Kulfas, constituyó el fin del gobierno de Alberto Fernández, aunque no necesariamente de su apariencia presidencial. Por encima de cualquier consideración puntual, Guzmán cayó porque el actual sistema de poder hace imposible implementar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que en ausencia de otro horizonte es la única hoja de ruta de la gestión gubernamental.
La designación de Silvina Batakis, con independencia de toda injusta descalificación personal o profesional, y aunque sea el prólogo de una previsible reestructuración más amplia del gabinete nacional, revela la incapacidad gubernamental para enfrentar la causa de la crisis y agrava el problema que pretende resolver. El segundo semestre, ese mítico espacio del almanaque en su momento esperanzadamente esperado por los funcionarios del gobierno de Mauricio Macri y hoy tan temido por sus sucesores, acaba de empezar a tambor batiente. Pero en lugar de esa “lluvia de inversiones” que nunca llegó, las expectativas están puestas en la inminencia del ciclón.
El metafórico interrogante sobre “¿quién ganó el último partido de truco al borde del Titanic?” sirve nuevamente para relativizar la trascendencia de las múltiples elucubraciones sobre las pujas dentro de la coalición gubernamental, mientras la nave del gobierno avanza decididamente en dirección a un iceberg que está cada vez más a la vista, el sillón del comandante aparece vacío y una parte de la tripulación amaga con tirarse por la borda. La situación exige quitar la atención en la presunta voluntad de los protagonistas para focalizarla en los resultados de sus actos. Porque en los hechos la designación de Batakis echó por tierra la estrategia de diferenciación política ensayada infructuosamente por Cristina Kirchner para eludir su manifiesta responsabilidad en el fracaso de la gestión presidencial y la expone a padecer directamente los efectos negativos del inevitable y próximo cimbronazo.
En esta cadena en permanente retroalimentación, el creciente vacío de poder agrava la situación económica, profundiza la crisis política y torna cada vez más distantes las perspectivas electorales de 2023. Esto ocurre, paradójicamente, cuando el nuevo escenario internacional ofrece una extraordinaria oportunidad histórica para la Argentina. Ese contraste entre las posibilidades abiertas por un panorama global favorable y la debilidad del poder político representa el desafío a enfrentar en las próximas semanas, en una carrera contra el tiempo cuya definición no podrá demorarse hasta a las elecciones presidenciales de 2023.
Hoy adquiere renovada vigencia una vieja advertencia de Lenin: “una chispa puede encender la pradera”. Resulta por supuesto imposible determinar con antelación el origen de esa chispa, que puede ser incluso un incidente de menor cuantía, pero sí prever la alta probabilidad del incendio. La extrema fragilidad del poder político lo hace inerme ante cualquier estallido. La percepción generalizada de ese fenómeno incrementa el riesgo e incentiva la histórica propensión a la acción directa de los distintos actores de la vida pública, desde los movimientos sociales hasta los transportistas castigados por el desabastecimiento de gas oil, las protestas del sector rural o las movilizaciones sindicales. El verdadero “riesgo país” de la Argentina es la incertidumbre de orden interno y supera largamente los 2.500 puntos que marca el mercado financiero internacional.
Las asimetrías en las respectivas responsabilidades institucionales provocan que este panorama, que obviamente afecta a la totalidad del sistema político, golpee con más virulencia al oficialismo que a la oposición. En vez de soluciones, que no tiene, el gobierno busca culpables. En un patético intento de mantener a toda costa la unidad de la coalición gubernamental, Fernández embiste contra Mauricio Macri y la “derecha maldita”. La vicepresidente, en cambio, concentra sus ataques en los “funcionarios que no funcionan”, una denominación que, bajo el eufemismo del uso de la “lapicera”, incluye cada vez más al propio Fernández.
Una particularidad de las situaciones de crisis es que las iniciativas de los protagonistas, dictadas por el estado de necesidad, suelen poner de manifiesto, involuntariamente, ciertas cuestiones de fondo cuya resolución excede de lejos la coyuntura. Por ese motivo no conviene subestimar la trascendencia política de la abierta confrontación desencadenada por la vicepresidenta con los movimientos sociales, un conflicto que abre un horizonte de tormenta en su principal y último bastión político y electoral, que es la Tercera Sección Electoral de la provincia de Buenos Aires, cuyo epicentro es La Matanza.
En el “kirchnerismo” crece la percepción que el oficialismo está casi condenado a perder en las elecciones presidenciales y que ante esa cuasi-certeza es fundamental el “plan B”, consistente en retener el control de la provincia de Buenos Aires como estrategia de supervivencia y base de sustentación para una eventual contraofensiva política contra un futuro gobierno al que adjudican una intrínseca vulnerabilidad. Dicha visión especula con que la elección de gobernador es de una sola vuelta, sin balotaje, y que la corriente liderada por Javier Milei podría cosechar un porcentaje de votos que restaría competitividad electoral a Juntos por el Cambio. Esta variante incluye la alternativa de un inédito desdoblamiento para adelantar la elección bonaerense y separarla de la contienda presidencial, tal cual sucederá en la mayoría de las provincias.
Para avanzar en este “Plan B”, anticipado por la asunción de Máximo Kirchner como presidente del Partido Justicialista bonaerense, resulta esencial la articulación de una alianza entre el gobierno provincial, encabezado por Axel Kiciloff, la estructura territorial de “La Cámpora” y el aparato de los intendentes municipales del conurbano, empezando por La Matanza, el distrito de Fernando Espinosa y la vicegobernadora Verónica Magario, sin olvidar a los tres jefes comunales que integran el gabinete nacional: los ministros de Desarrollo Social, Juan Zabaleta (Hurlingham), de Obras Públicas, Gabriel Katopodis (San Martín), y de Vivienda, Alfredo Ferraresi (Avellaneda).
En esa obligada negociación juega una cuestión de máxima prioridad para todos los intendentes: el manejo de los planes sociales para garantizar su control de las estructuras partidarias locales ante el avance de las organizaciones sociales y, en primer lugar, del Movimiento Evita. Allí reside la razón del ataque lanzado por la vicepresidenta en su discurso del 20 de junio en el acto organizado por la Confederación de Trabajadores Autónomos (CTA), liderada por Hugo Yasky.
Este rumbo de colisión registraba ya un antecedente altamente significativo: la concejal Patricia Cubría, esposa de Emilio Pérsico (Secretario de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social), quien junto con Fernando “Chino” Navarro (Secretario de Relaciones Parlamentarias e Institucionales de la Jefatura de Gabinete) son los dos dirigentes más relevantes del Movimiento Evita, empezó una intensa campaña pública para disputarle la intendencia a Espinosa, quien además preside la Federación Argentina de Municipios (FAM).
Semejante desafío en el centro de gravedad de la Tercera Sección Electoral no es inesperado. En las elecciones de 2021, una lista patrocinada por el Movimiento Evita para participar en las elecciones primarias del Frente de Todos, que sumó el apoyo de un conjunto de dirigentes peronistas opuestos a Espinosa, no pudo competir porque fue inhabilitada por la Junta Electoral y, como respuesta, llamó a votar en blanco en la elección de concejales del distrito. Posteriormente, Pérsico cuestionó la representatividad del PJ bonaerense y denunció que la mitad de su padrón de afiliados es “trucho”.
Pero, más allá de la coyuntura, este conflicto tiene un trasfondo estructural. El incremento de los índices de pobreza y la consiguiente consolidación de grandes bolsones de pobreza estructural y de marginalidad social en el conurbano bonaerense, unidos al crecimiento de la “economía popular”, la presencia de sus dirigentes en importantes resortes del Estado y el apoyo de los sectores de la Iglesia más vinculados con el Papa Francisco, vigorizaron el protagonismo de los movimientos sociales y abrieron un camino hacia su institucionalización como un actor reconocido del sistema de poder. La prueba más acababa de ese fenómeno es su aproximación con la CGT.
No resulta casual que, al día siguiente de los cuestionamientos formulados por Cristina Kirchner, Héctor Daer, el principal de los triunviros de la central sindical, haya salido a reivindicar el rol de contención social que cumplen esas organizaciones. Esta respuesta de Daer tampoco es ajena al hecho de que la vicepresidenta haya elegido como escenario para aquel discurso nada menos que un plenario de la CTA, un nucleamiento sindical que cuestiona abiertamente la representatividad de la CGT. El primer resultado de este conflicto trasciende sus razones originarias: el Movimiento Evita optó por encarar la organización de una estructura partidaria propia que cuestionará en el terreno la representatividad social y política de Cristina Kirchner en su último baluarte electoral.
La manifiesta debilidad presidencial y la comprobada imposibilidad de la vicepresidenta para asumir directamente las riendas del poder (única forma de ejercerlo en plenitud) aceleran el ritmo de los acontecimientos y potencian la reaparición de los gobernadores en la escena nacional y la irrupción de Daniel Scioli, cuya incorporación en el Ministerio de la Producción es sinónimo del lanzamiento de su precandidatura presidencial.
Pero el protagonista más significativo en este escenario, porque a diferencia de los otros actores principales tiene una posible ruta de salida para escapar al naufragio, es Sergio Massa, quien había planteado un virtual ultimátum a Fernández para “repensar el gobierno”, una formulación que movió a imaginar su presencia en la Jefatura de Gabinete con un equipo propio a cargo del área económica y del Banco Central y cuyo rechazo puede abrir la alternativa de una ruptura del Frente Renovador con el gobierno, amenaza cuya materialización alimentaría las hipótesis tremendistas sobre una eventual crisis institucional y la consiguiente convocatoria a una Asamblea Legislativa.
El problema de fondo es que existe una contradicción entre la coalición gubernamental y una estructura de poder real que incluye necesariamente a la oposición parlamentaria, los sectores empresarios, las organizaciones sindicales, los movimientos sociales y, quiérase o no, también al Poder Judicial. La alianza oficialista, expresada en el Frente de Todos, derrotado en las elecciones legislativas de noviembre pasado, es hegemonizada inequívocamente por Cristina Kirchner, pero esa indiscutible hegemonía política no está en condiciones de extenderse al conjunto de esa estructura de poder y menos aún de la sociedad.
Esa limitación estructural, correctamente percibida en mayo de 2019 por Cristina Kirchner, fue precisamente la razón de ser de la candidatura de Fernández, incompatible desde su origen con la tradición presidencialista de la Argentina. El resultado es una crisis de gobernabilidad que era previsible desde el principio de este gobierno, pero que ahora está en pleno desarrollo y al borde del estallido. La única forma de afrontarla exitosamente es a través de una reformulación integral del sistema de poder instaurado el 10 de diciembre de 2019. Se acabó el espacio para los parches y el tiempo que resta es dramáticamente breve.
08/07/2022 a las 10:49 AM
Porque nombran un iceberg!!!!!
Cuando estamos llegando al fondo
Mesopelagico…. Llego el fin de Argentina ahora a comer mierda.