Por Carlos Tórtora.-

Cada vez más marcadamente, la política nacional está ingresando en un capítulo prácticamente inédito. Mauricio Macri y Sergio Massa chocaron por la incorporación de éste a un acuerdo legislativo con el PJ y el kirchnerismo para sancionar en Diputados la baja del impuesto a las ganancias. Pero la crisis no se trasladó al territorio bonaerense, donde María Eugenia Vidal se cuidó de romper lanzas con el tigrense, de quien depende en buena medida su gobernabilidad. Los pactos allí siguen firmes y un vidalista puro, Manuel Mosca, se hará cargo de la presidencia de la Cámara de Diputados, secundado por un renovador, Ramiro Gutiérrez. Las conclusiones vienen solas: Macri y Massa pueden confrontar pero Vidal y Massa no. La gobernadora, si lo hiciera, quedaría sujeta a los caprichos del Frente para la Victoria y el jefe de los renovadores perdería los cientos de cargos que su gente ocupa en el gobierno bonaerense y que pasaron a ser la caja número uno del Frente Renovador.

La segunda conclusión es mala para Macri, porque la política bonaerense, eje central de la generación del poder político, se está independizando de la política nacional. El principal damnificado por esta tendencia es el propio Macri, un presidente que fustiga severamente a un opositor que en realidad es su gran sostén en el principal estado que gobierna el PRO. En otras palabras, que lo que cuenta es lo que se teje entre La Plata y Tigre y que el escenario nacional pasó a tener mucho de cortina de humo. De la escaramuza de la ley de ganancias hay consecuencias diversas. Massa demostró una vez más su fibra de astuto oportunista, lo que deja en claro que, si el gobierno queda debilitado, está dispuesto a lanzarse para senador nacional por Buenos Aires a mediados del año que viene. Pero ante la opinión pública independiente, que hoy es mayoría en la clase media, fue el presidente quien quedó mejor parado. Massa volvió a ser el ex jefe de gabinete de CFK, que pacta con el ex ministro de economía de aquella Axel Kicillof, el ex director de la ANSES, Diego Bossio, etc. O sea, reflotó su pasado K. La subsistencia del cristinismo sigue siendo el mejor salvavidas para el PRO y opaca el juego de los gobernadores y la CGT, que olfatean la debilidad macrista pero chocan con la fuerza de las opciones: la inmensa mayoría compara con lo anterior y se queda con esto.

Días atrás, en Chapadmalal, Macri le contestó al díscolo Emilio Monzó reafirmando que el PRO no va a construir una alianza nacional con el peronismo. Pero lo que ocurre en Buenos Aires sería la excepción que confirma la regla. En suma, el PRO no quiere cogobernar con el peronismo pero no puede gobernar sin él y menos aún contra él.

Sea cual fuere el resultado final de la votación de Ganancias en el Senado, el peronismo y Massa le hicieron al gobierno macrista un daño irreparable. Ahora todos los factores de poder, empezando por el establishment local, están convencidos de que la carencia de control sobre el Congreso hace que la Casa Rosada no pueda sustentar en el tiempo una política económica consistente. La última exhortación de Macri a sus funcionarios reclamándoles que reduzcan el gasto público pero evitando costos sociales es todo un mensaje: el PRO no soportaría un clima de agitación social con el Congreso y la CGT en contra.

Desde el 83 a la fecha, de 33 años de democracia, 30 transcurrieron bajo un fuerte hiperpresidencialismo (con Raúl Alfonsín, Carlos Menem y los dos Kirchner) y sólo tres con presidencialismos atenuados, o sea, bajo Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. Ambos salieron del poder a los apurones. Uno, en medio de una revuelta, y el otro porque evaluó que la situación se descontrolaba. En tanto no controle el Congreso y afiance un poder territorial que trascienda Buenos Aires y Capital, Macri parece estar más cerca de Duhalde y De La Rúa que de Alfonsín, Menem y los Kirchner. En este sentido, las elecciones de medio término del año que viene se van convirtiendo en una elección presidencial indirecta. Una derrota del oficialismo precipitaría al PRO a una crisis tal vez sin salida entre los defensores de mantener el espíritu de CAMBIEMOS y los negociadores con el peronismo. Por una expresa decisión de la mesa chica de Macri, el PRO se negó desde el primer día a integrar un gobierno de coalición y sus dos principales aliados, la UCR y sobre todo Elisa Carrió están siempre listos para pasar la factura, sobre todo en un año electoral.

Para el peronismo también se juega mucho

En los despachos de no pocos senadores nacionales del PJ se comenta algo que supuestamente también piensan muchos gobernadores: si el PRO consigue la mayoría en el Congreso el año que viene irán por ellos. O sea, el macrismo estará en condiciones de avanzar sobre las provincias del NOA y el NEA construyendo un aparato político propio que hoy no tiene. Es que muchos dirigentes peronistas locales seguirían los ejemplos del Momo Venegas, Jesús Cariglino y otros, y se afiliarían al PRO ante la evidencia de que Macri puede quedarse hasta el 2023 si estabiliza la economía con un crecimiento aceptable. No es de extrañar, entonces, que el peronismo, aun confundido y disperso, esté empezando a golpear donde más duele. En este terreno resbaladizo se van tejiendo operaciones: por ejemplo, que CFK acepte un rol menos protagónico y no sea candidata a cambio de que los gobernadores la protejan a través de sus legisladores en una especie de amnistía interna. Ella levanta el perfil como un modo de defenderse del asedio judicial, asumiendo el rol de perseguida política, como le aconsejara Rafael Correa. Y esto es explotado mediáticamente por el gobierno identificando al PJ con Cristina. En el nuevo acuerdo, algunos poderosos del PJ harían valer sus influencias en Comodoro Py para que ciertas causas claves, sobre todo las que tienen relación con Lázaro Báez, se tramiten con mayor calma. En el cristinismo sacan una cuenta simple: si el macrismo pierde el año que viene el gobierno entraría en picada y la lucha contra la corrupción K podría pasar al archivo.

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