Por Mauricio Ortín.-

En casi todo el siglo XX y en lo que va del presente, el marxismo ha desempeñado un rol mucho más relevante que el de un sistema filosófico. Kant, Descartes, Hume, Leibniz, Ortega y Gasset, por citar algunos, no tienen nada que envidiar a Marx en cuanto a rigor lógico y profundidad filosófica; mas, solo el pensamiento de este último logró concitar la adhesión, voluntaria o no, de cientos o miles de millones en el mundo para convertirse en una suerte de paradigma cultural. En tal sentido, se puede ser marxista o, en un sentido menos estricto, de izquierda sin haber experimentado el esfuerzo intelectual de leer una sola página de la obra de Marx o la de sus discípulos. Basta con abandonarse a la pereza intelectual y dejarse arrastrar por la corriente cultural que ha dominado la última centuria. El marxismo más que un hecho puntual de la cultura, funge como el marco cultural; un horizonte en el que adquieren significado los conceptos aunque estos no tengan un referente en la realidad. En suma, una ideología (en el sentido marxista del término) que oculta o distorsiona lo real. Así, por ejemplo, conceptos tales, como: “lucha de clases”, “plusvalía”, “clase obrera”, “imperialismo”, “clase explotadora”, “criminalización de la protesta” -en la Argentina-, “genocidio”, etcétera, designan entidades fantasmas y situaciones quiméricas. Sí, en cambio, son palpables los horrendos crímenes perpetrados por casi todos los regímenes comunistas. El GULAG, el genocidio liso y llano, la tortura y el trabajo esclavo comunista, sin embargo, no han herido de muerte al credo marxista en Occidente. Desde su trinchera teórica, y aun asumiendo las calamidades producidas por el marxismo, los adalides de la izquierda se justifican con que no es la teoría, sino su aplicación, lo que falla. ¡Pues, bueno sería entonces que renunciaran a su afán de aplicarla! Cien millones de asesinados son razones más que suficientes para terminar con el experimento y con el empaque orgulloso de los experimentadores y sus fans.

El populismo, la manera light de ser de izquierda, no es incompatible con ser millonario. A diferencia de Lenin, Trotsky, Santucho o Fernando Abal Medina, los marxistas Kicillof, Hugo Chávez, León Gieco, Maradona y otros, no encuentran incompatible el vociferar por izquierda y acumular por derecha. La mismísima presidente Cristina, enfáticamente, dijo: “A mi izquierda… la pared” (¿la pared de la bóveda que construyó Néstor?). Son contados con los dedos de una mano los políticos, periodistas, artistas y sacerdotes que se dicen liberales. El hecho de que muchos de éstos se desvivan por fotografiarse con el tirano Fidel Castro y/o callen cobardemente frente a las tropelías que el energúmeno de Maduro esgrime contra su pueblo, muestra a las claras el lugar que dan a los derechos humanos en su orden de prioridad. Párrafo aparte merece la influencia del paradigma marxista-populista en la Argentina. El cual se patentiza en el hecho de que -con las excepciones de rigor- se levantan monumentos, indemnicen, asignen nombres de calles y premien con cargos públicos a señores que en otros tiempos se dedicaban al asesinato de políticos, sindicalistas, empresarios y ciudadanos comunes; y, simultáneamente, se persiga violando elementales normas del Derecho a cualquier militar, policía o empresario que tenga la desgracia de ser denunciado por crimen de lesa humanidad. Lo que se explica porque en el paradigma marxista, los empresarios son, por definición, los culpables del “cochino” capitalismo y, los militares, su brazo armado.

El marxismo es, conceptualmente, una teoría primitiva, plagada de conceptos económicos falsos. Una filosofía que pone como sujeto histórico a la clase social en desmedro de la persona. Que quiere imponer una dictadura sangrienta en reemplazo del sistema republicano. Que, expresamente, fomenta el odio a los empresarios, los militares, la iglesia y, por supuesto (en coincidencia con el fascismo) a los EEUU, precisamente el lugar elegido por Cristina para adquirir lujosos departamentos (en Cuba, ni un ranchito).

Quitarles a los ricos para regalarles a los pobres es un pésimo negocio para los ricos pero, todavía más, para los pobres. Los verdaderos beneficiaros de la “política de Robin Hood” son los que quitan y reparten (se quedan con la mayor parte). La decadencia argentina es culpa, en gran parte, de la cosmovisión estatista-populista-marxista-corrupta que la clase dirigente ha alimentado vía la propaganda y la prebenda. Mas, hay también quien dice: la culpa no es sólo del chancho…

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