Por Hernán Andrés Kruse.-

La legalización del aborto

Poco antes de partir rumbo a Uruguay para almorzar con Lacalle Pou, presidente oriental, Alberto Fernández se mostró confiado en que su proyecto de legalización del aborto finalmente se convierta en ley. “Frente a la mejora de la situación sanitaria entendí que era el momento de enviar el proyecto y cumplir con mi palabra”. “Me siento el abanderado de este reclamo. Esta vez no habrá un presidente llamando a un gobernador para que sus senadores voten en contra. Haré todos mis esfuerzos para que el proyecto de aborto salga y se convierta en ley”. “Creo que la diferencia con otros tiempos es que, más allá de la enorme lucha del movimiento feminista, me siento el abanderado de este reclamo”. “El aborto no es un problema de dogmas religiosos sino más bien de decisiones personales. Yo soy católico pero tengo que resolver un tema de salud pública” (fuente: Infobae, 19/11/020).

Celebro que el presidente haya tomado la decisión de enviar al Congreso un tema de tanta trascendencia. Desde hace décadas que estoy a favor de la legalización del aborto. La razón es simple y contundente: por año se cuentan por centenares de miles las mujeres que se abortan, por más que el código Penal lo considere un delito. El problema es-la tragedia, en realidad-que la mayoría de las mujeres que deciden abortar son de muy escasos recursos. En consecuencia no tiene más remedio que hacerse atender por una curandera, por ejemplo, que se lo practica en condiciones inhumanas. Ello explica por qué un importante porcentaje de esas mujeres fallece por infección generalizada. Las que sobreviven, además del dolor que les significa haber abortado, quedan estigmatizadas por mucho tiempo por el fanatismo religioso que no tilda en acusarlas de asesinas.

Aquí es donde emerge en toda su magnitud la hipocresía en torno a este drama. Todos sabemos que el aborto es policlasista, es practicado no solo por mujeres pobres sino también por mujeres ricas, lo que les permite abortar en sanatorios o clínicas privadas perfectamente equipadas y provistas de excelentes profesionales. Que yo sepa jamás una mujer acomodada fue escrachada públicamente por haber abortado, fue acusada de asesina por el fundamentalismo religioso. Porque si es abominable el aborto que se practica a una mujer de escasos recursos también lo es el aborto que se practica a una mujer adinerada. Para el fundamentalismo religioso hay, en este sentido, réprobas y elegidas. Sólo las mujeres pobres merecen la condenación eterna. Las mujeres ricas, el perdón misericordioso.

El presidente afirmó que el aborto es una cuestión esencialmente sanitaria. Tiene razón. Pero también es un problema profundamente moral. No debe ser fácil para cualquier mujer tomar una decisión de semejante calibre. Porque al abortar se destruye un ser en potencia, como diría Aristóteles. Pero se trata de una decisión que le incumbe pura y exclusivamente a la mujer. Nadie tiene derecho a juzgarla y mucho menos condenarla. ¿Qué autoridad moral tienen los fundamentalistas religiosos para ensañarse con una mujer que decide abortar? Ya que son tan moralistas sería bueno que condenaran con la misma energía los innumerables casos de pedofilia que sacuden a diario a la Iglesia Católica. Y sería bueno también que inmolaran a las mujeres ricas que se abortan. Porque pareciera ser que el aborto es abominable sólo si la protagonista es una mujer pobre.

Bienvenida, pues, la decisión de Alberto Fernández de enviar al congreso el proyecto que legaliza el aborto. Está confiado en su aprobación. Tengo, al respecto, mis dudas. Porque tendrá como enemiga nada más y nada menos que a la Iglesia Católica o, si se prefiere, al papa Francisco. Nadie duda de su capacidad de movilización y de “persuasión” para “influir” sobre los legisladores indecisos. Ello quedó demostrado en 2018 cuando el entonces presidente Macri envió al congreso un proyecto de esta índole. La pulseada será, qué duda cabe, durísima. Pero estoy seguro de que si finalmente el proyecto del presidente se aprueba se habrá dado un paso fundamental para combatir de verdad un drama profundamente humano.

Un ensayo esclarecedor

A continuación paso a transcribir parte de un excelente trabajo de la doctora Cristina García Pascual (Departamento de Filosofía del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Valencia) titulado Cuestiones de vida y muerte. Los dilemas éticos del aborto” (2006), donde la autora analiza el argumento clásico del fundamentalismo religioso: el aborto es un crimen porque el feto es una persona.

EL ABORTO ES INMORAL PORQUE EL FETO ES UNA PERSONA

La afirmación de mayor fuerza argumentativa utilizada por los llamados antiabortistas a la hora de exigir la prohibición de la interrupción del embarazo es, sin duda, la consideración de que el feto y también el embrión son seres humanos. Se trata de un argumento que parece lógicamente conducir a la prohibición del aborto y, desde luego, con muchos más medios y medidas de los que se suelen utilizar en las distintas legislaciones modernas al respecto. Sin embargo, bien porque el legislador excluye este argumento para fundamentar sus limitaciones al aborto, bien porque no lo toma en serio, aunque hipócritamente lo sostenga, es difícil encontrar una regulación de la prohibición del aborto consecuente con un presupuesto de tal fuerza (6). En el plano teórico, la afirmación del estatuto de persona del embrión y del feto hace tambalear muchos argumentos de los “proabortistas” y les obliga a menudo a hacer acopio de conocimientos médicos para intentar contrarrestar esa afirmación utilizada a menudo como dogma incontestable. Una a una las argumentaciones en defensa del aborto se miden con la afirmación de la personalidad del embrión. La libertad de la madre, su estado de necesidad, la preservación de su vida o salud… son afirmaciones que pierden fuerza si nos situamos en un escenario en que nosotros actuamos a modo de tercero entre las partes: una mujer y un niño con intereses contrapuestos. La afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas da lugar a teorías extremadamente radicales, como la del jurista J. Finnis, representativas de toda una línea argumentativa en torno al aborto. Para este conocido profesor de Oxford, la personalidad del feto anula cualquier justificación del aborto. No cabría considerar, por ejemplo, la fragilidad socioeconómica de la mujer, ni su equilibrio psíquico, ni siquiera es valorable que el embarazo sea el producto de una violación o que la continuación del embarazo ponga en peligro la vida de la mujer. Si el feto es una persona, ninguna de estas razones es suficiente para justificar un homicidio. Es decir, parece ya gratuito que nos plantemos la legitimidad del aborto puesto que la prohibición del homicidio se extiende sobre él y da igual que la mujer embarazada haya sido violada o esté en una situación límite… El aborto sería claramente inmoral, tan inmoral como el homicidio y por tanto igualmente punible.

En palabras del propio Finnis, el aborto es “una decisión que no tiene más remedio que caracterizarse como decisión contra la vida (matar)” (7). De manera –dirá– que la “condena del aborto terapéutico no parte de un prejuicio contra las mujeres o en favor de los niños, sino de una recta aplicación de la solución de un caso a otro, sobre la base de que la madre y el niño son igualmente personas en las que debe plasmarse el valor de la vida humana (o el “derecho a la vida” respetado) sin ser atacado” (8). Si la mujer embarazada y el feto son igualmente personas será difícil para un tercero discernir a quién debe salvar y a quién debe dejar morir o, si se quiere, quién debe morir para que el otro viva. En esta situación, el jurista australiano considera que es relevante remarcar la absoluta inocencia del feto y la prohibición bíblica de no matar al inocente ni al justo. El cuadro del embarazo parece así representado como una relación entre dos seres que provisionalmente se encuentran en relación de mutua dependencia. El feto representa, entonces, la parte débil que debe ser protegida por el Estado frente a las agresiones de la otra parte, considerada no como una víctima sino más bien como un agresor o incluso un posible verdugo. De la misma manera que no es admisible sacrificar la vida de un inocente para salvar a otro, no es permisible acabar deliberadamente con la vida del feto para salvar la vida de la madre. Aquí Finnis introduce la llamada teoría del doble efecto (99. Es decir, para ayudar a la mujer gestante cuya vida está en peligro podrían legítimamente realizarse algunas acciones aunque traigan como consecuencia (un mal efecto) la muerte del feto, pero sólo cuando esa muerte, ese efecto previsible, “no se pretenda como medio, ni como fin y por tanto no determine el carácter moral del acto” (10). Desde la teoría del doble efecto no es aceptable, entonces, que en defensa de una vida humana se realicen acciones dirigidas directamente a producir la muerte del feto. La afirmación de que el feto, el embrión o el mismo óvulo fecundado son personas, exige, por tanto, para el profesor de Oxford, ante una situación de peligro para la vida de la madre gestante y en aplicación de la doctrina del doble efecto, una pormenorizada valoración de supuestos y enfermedades encaminada a separar las prácticas morales de las inmorales (11).

La casuística se impone, y, sin embargo, los criterios guía para discernir entre acciones morales e inmorales están lejos de ser precisos. Si depende de la intención con la que se realiza la acción en el caso del aborto terapéutico, la muerte del feto bien puede presentarse siempre como una consecuencia indeseada. Finnis nos ofrece mayores precisiones, la acción a realizar en ayuda de la mujer gestante en peligro de muerte tiene que cumplir tres requisitos: (i) se habría tomado igualmente si la víctima (es decir, para Finnis, el feto) no hubiera estado presente. “Si es así, hay base para decir que el mal aspecto de la acción, es decir, sus efectos mortales sobre la víctima (el niño) no se pretenden ni deciden como fin ni como medio, sino que son efectos colaterales completamente accidentales que no tienen por qué determinar el carácter de nuestra acción como (no) respetuosa de la vida humana” (12). Se trata de algo parecido a los famosos efectos colaterales de los conflictos armados, es decir, efectos no queridos pero que se tiene la seguridad de que se van producir en cualquier acción bélica. Como vemos la distinción es verdaderamente sutil puesto que afirmamos que no queremos lo que sin duda va a ser la consecuencia de nuestros actos. En segundo lugar, (ii) la persona que toma la decisión es la que está amenazada por la “víctima”. De lo que se entiende que si la mujer necesita una medicina para salvar su vida que producirá el efecto de matar al feto ésta sólo se administrará a petición de la mujer que podría decidir morir sin que esto para Finnis se pueda considerar un suicidio (13). La vida que, está este momento, parecía un bien indisponible, incluso por su propio titular, se convierte ahora, en la argumentación del profesor de Oxford, en algo renunciable. Digamos que en este complejo entramado de consideraciones para discernir entre lo moral y lo inmoral, donde el sujeto que toma las decisiones no es, en vía de principio, la mujer, en un contexto en que el feto es víctima y la mujer verdugo, el único espacio de decisión que Finnis otorga a las mujeres gestantes es la posible elección de morir.

En tercer lugar, (iii) la acción elegida debe implicar sólo una negación de ayuda y socorro a alguien pero nunca una intervención real que se concrete en un ataque al cuerpo de esa persona (14). Pretensión difícil cuando estamos hablando de una situación en la que la vida de la madre está en peligro y donde una rápida intervención puede favorecer su salvación, frente a una no acción, es decir, una simple espera de la muerte del feto. La lectura de Finnis nos ofrece una imagen del embarazo como una situación en que la mujer constituiría un simple contenedor (15), un cuerpo que contiene a otro cuerpo, de manera ocasional. Una imagen que, ciertamente, no da cuenta de la especialísima relación que se establece entre la madre y el feto. En Finnis, lo que constituye una relación única, en cierta medida simbiótica, irreducible a una unidad y, sin embargo, imposible de deslindar en dos realidades diversas, nos aparece como una relación de intereses contrapuestos, entre una víctima y un verdugo. La intervención del Estado se considera necesaria para proteger a los niños frente a madres desaprensivas. El hilo argumental del profesor australiano plantea muchas dudas pero, sin embargo, si partimos de que el feto es una persona, algunas de sus afirmaciones no son más que la estricta consecuencia de esa premisa. Cabe afirmar que Finnis no desarrolla su discurso hasta sus últimas consecuencias. Es decir, al final no realiza una propuesta de tratamiento jurídico del aborto. Obviamente sus palabras nos llevan hacia una legislación prohibitiva, pero ¿cuál debe ser la pena impuesta a las mujeres por abortar? ¿debe imponerse la misma pena en todos los supuestos, por ejemplo sin hacer diferencias entre abortos tempranos o tardíos? Cuando una mujer embarazada se encuentre en una situación de peligro para su salud ¿quién debe vigilar que se observa la doctrina del doble efecto? ¿Si se prohíbe el aborto de modo general, se permitirá a las nacionales abortar en el extranjero?

Como digo, Finnis no concreta las respuestas a estas cuestiones, no obstante, siendo que considera el aborto inmoral en cuanto que constituye la muerte de una persona, coherentemente podemos deducir que sostendrá un castigo para el aborto equiparable al del homicidio o incluso al del asesinato. En este sentido, resulta muy sorprendente la insistencia de Finnis en la inocencia del feto como si la inocencia o culpabilidad justificaran la muerte de los seres humanos. Por otra parte, se trata de un argumento muy utilizado y que suele acompañar a la afirmación de la personalidad del feto. Cabe al respecto dos consideraciones. De un lado, calificar al feto de inocente parece inadecuado a no ser que para el jurista de Oxford la inocencia sea igual a inconsciencia. ¿Puede ser inocente quien no puede ser culpable, quien no puede actuar, quien no puede comprender todavía la diferencia entre el bien y el mal? Ciertamente el feto no es ni inocente ni culpable, tampoco es bueno o malo (16). De otro lado, al menos en Finnis, la insistencia en la inocencia del feto como argumento que sostiene la ilegitimidad del aborto pone en evidencia que ante un ser humano culpable no estarían vigentes las mismas razones a la hora de respetar su vida. En definitiva, con la afirmación de la inocencia del no nacido, Finnis pretende salvar la contradicción evidente que existe entre manifestarse contra el aborto como acción contra la vida y justificar la pena de muerte (17).

Si se sostiene hasta sus últimas consecuencias que óvulo fecundado, preembrión, embrión y feto son personas y, por lo tanto, darles muerte deliberadamente es equiparable a un homicidio o un asesinato, no cabe esperar para las mujeres que abortan más que una condena de cárcel idéntica a la prevista en el código penal para los delitos anteriores. ¿Por qué tendríamos que hacer diferencias? Pero Finnis no solo no se detiene ahí sino que subraya la inocencia más absoluta del feto. Abortar no es solo matar, sino matar inocentes. Su posición no es la de quienes proclaman el respeto a la vida en cualquiera de sus manifestaciones y por tanto se manifiestan contra al aborto pero también sin duda contra la pena de muerte. Aquí, muy al contrario, la posición antiabortista sostiene la personalidad del feto haciendo del mismo sujeto de derechos, intereses y pretensiones, remarcando su inocencia. No es una exaltación de la vida sino una protección de derechos legítimos. El feto es inocente y no podría ser de otra manera, demandar la pena de muerte para alguien que da muerte a un inocente no dejaría de ser más que la consecuencia de una argumentación coherente. La feminista americana Judith Jarvis Thomson defiende la legitimidad del aborto voluntario intentando no entrar en la discusión sobre el estatuto del feto. Aunque partiéramos de la consideración de que el feto es una persona cabría para Thomson considerar moralmente admisible el aborto en algunos supuestos. El hilo de su argumentación gira en torno a una situación imaginaria, formulada ya hace muchos años pero que sigue teniendo una gran difusión en el debate sobre el aborto: “usted se despierta una mañana y se encuentra en la cama con un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se le ha descubierto una enfermedad renal mortal, y la Sociedad de Amantes de la Música ha consultado todos los registros médicos y ha descubierto que sólo usted tiene el grupo sanguíneo adecuado para ayudarle. Por consiguiente le han secuestrado, y por la noche han conectado el sistema circulatorio del violinista al suyo, para que los riñones de usted puedan purificar la sangre del violinista además de la suya propia. Y el director del hospital le dice ahora a usted: ‘Mire, sentimos mucho que la Sociedad de Amantes de la Música le haya hecho esto, nosotros nunca lo hubiéramos permitido de haberlo sabido. Pero, en fin, lo han hecho, y el violinista está ahora conectado a usted. Desconectarlo significaría matarlo. De todos modos, no se preocupe, solo es para nueve meses. Para entonces se habrá recuperado de su enfermedad, y podrá ser desconectado de usted sin ningún peligro” (18).

Siguiendo a Thomson, su rocambolesca situación imaginaria nos debería mostrar que, aunque se trate de vidas humanas, en determinadas ocasiones no se puede exigir a las mujeres que lleven adelante un embarazo, de la misma manera en que no resultaría exigible para cualquiera de nosotros que nos prestáramos durante nueve meses a continuar conectados con nuestro violinista. Dicho en otras palabras, para Thomson también el derecho a la vida tiene sus límites, en su nombre no se puede pretender determinados sacrificios de terceros. De modo, que se podría afirmar que el que un hombre tenga derecho a la vida “no garantiza que tenga derecho a que se le conceda el uso de lo que necesita para vivir, ni que tenga derecho al uso continuado de lo que usa actualmente y necesita para vivir.”19 Si bien es cierto que comparto esta idea de los límites del derecho a la vida creo, sin embargo, que el artificioso ejemplo de Thomson, a su pesar, nos devuelve necesariamente a la discusión en torno a la afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas. Si hablamos de vidas humanas, su protección resulta un principio moral a la vez que una exigencia jurídica. Podría dudarse entonces de la legitimidad de desconectar al violinista de mi cuerpo si eso le produjese su muerte. Y ello a pesar de la ilegalidad e inmoralidad de haberlo conectado sin mi consentimiento. La vida de alguien que tiene sentimientos, capacidad de sufrir y autoconciencia es valiosa en sí misma. Para el propio violinista, tal vez para su familia o también para la humanidad, su vida es preciosa y la pretensión del músico de vivir unos años, meses o incluso unas horas es legítima ética y tal vez jurídicamente. Si pienso ahora en la relación del feto o del embrión con su madre me parece estar ante un problema totalmente diverso. El valor del feto gira en torno a su viabilidad, a su capacidad para convertirse en un nacido, para sobrevivir fuera de la madre. No parecería razonable mantener a un feto con vida en el seno materno si tuviésemos la seguridad de que nunca iba a crecer, a desarrollarse, a transformarse en el niño que todavía no es. La vida del violinista tiene valor, no porque vaya a transformarse en persona, no porque vaya a superar su enfermedad, sino en sí misma, conectado o no a otro cuerpo que no es el suyo.

El deseo de quedar embaraza y/o la responsabilidad frente a ese hecho natural a veces queda truncada de manera espontánea y la tristeza de la madre gira en torno a la pérdida del niño que podría haberse desarrollado en su seno y no tanto a la pérdida de un feto. La madre quiere a un niño no a un feto y su decepción, su frustración no quedaría paliada si le aseguráramos la pervivencia de un feto que nunca dejará de serlo. Ciertamente este es el nudo de la cuestión. Si el médico anunciase a un mujer encinta que el feto no evolucionará, no nacerá, en definitiva no va a ser viable ¿tendría sentido mantenerlo en vida unas semanas más? Muy diferente sería la repuesta si pensáramos en un niño, en un adulto, en el violinista, en definitiva, en una persona. Si el médico nos dice que tiene una patología mortal de la que no sanará parece más que justificado que pretendamos que viva el mayor tiempo posible aunque éste sólo sea unos días, horas o minutos. La afirmación de que tanto el feto como el embrión son seres humanos, a menudo, se nos presenta como una cuestión científica y sin embargo ese supuesto carácter científico no parece pacificar los términos de la discusión. Se trata de una difícil cuestión incluso para los médicos que ponen de manifiesto cómo a medida que se producen nuevos adelantos en la medicina se rebaja el límite de los meses de gestación necesarios para salvar la vida a prematuros. Sin embargo, y pese a su complejidad, parece que todos coincidimos en una idea al respecto, o tal vez sea sólo una intuición, un pensamiento no demasiado reflexivo, sobre la diferencia entre los fetos y las personas, entre los embriones y la personas. Idea que hace que tantos gobiernos que prohíben el aborto toleren ampliamente el incumplimiento de tal prohibición. La idea o la intuición de que no es igual una mujer que aborta que una mujer que mata a su hijo, que no es igual abortar espontáneamente que sufrir la muerte de un hijo. Para defender restricciones jurídicas sobre el aborto o incluso su absoluta prohibición no es necesario afirmar la personalidad del óvulo fecundado, del embrión o del feto, parecería suficiente sostener la protección del valor de la vida en cualquiera de sus estadios o de ese principio de vida humana, que es el óvulo fecundado, único e irrepetible. Este, por otra parte y como sostiene Dworkin, podría ser un punto de encuentro entre los antiabortistas y aquellos que defienden la legalización del aborto en algunos supuestos. Tampoco para defender la legitimidad del aborto parece necesario negar que el embrión o feto constituyen una promesa de vida humana y que sobre ellos se invierten a menudo sentimientos y esperanzas. En la búsqueda de argumentos fuertes que sostengan las posiciones de unos y otros se llega a afirmar la personalidad del feto o, por el contrario, se nos ofrecen estudios que avalan que el feto no es más que un conjunto de células sin capacidad para sentir. Argumentar de esta manera supone una reducción al absurdo. Por un lado, no se entendería por qué un aborto sobrevenido es causa de tristeza, sería lo mismo abortar en las primeras semanas de embarazo que en las últimas, tendríamos que albergar idéntica pena por la frustración de un embarazo en los primeros días que en el noveno mes, mientras que por otro lado tendríamos que considerar a las mujeres que abortan asesinas o poner por ejemplo serios límites a la libre circulación de la mujeres cuando se pensase que tienen en mente abortar en otro país.

6 En Irlanda, donde en el propio texto constitucional se proclama la personalidad del feto y por lo tanto se prohíbe el aborto en cualquier situación, se han aprobado cambios constitucionales que permiten que las mujeres irlandesas puedan abortar en el extranjero. De este modo ahora es posible distribuir en Irlanda información relativa a prácticas abortivas en otros países. Si la afirmación de que el feto es un ser humano fuese asumida como un dato indudable ¿cómo se podría justificar que un Estado dejase salir a sus ciudadanos con intención de cometer un homicidio fuera de sus fronteras?

7 J. FINNIS, “Pros y contras del aborto” en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Debate, 1983, p. 118

8 Ibid., p. 127

9 Es decir que el mal efecto de una acción no es ni el medio ni el fin que se pretende, y, por tanto, no determina el carácter moral del acto como decisión de no respetar uno de los valores humanos básicos.

10 J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p.130.

11 Así, puntualiza Finnis no se trataría de condenar “la administración de medicinas a una mujer embarazada cuya vida está amenazada, por ejemplo, por la alta fiebre (provocada por el embarazo o no), aunque se sepa que esas medicina tienen el efecto colateral de producir un aborto. No es una condena de la extracción del útero canceroso de una mujer embarazada, aunque se sepa que el feto en su interior no es aún viable, y por tanto morirá. Es dudoso que sea una condena de la operación necesaria para poner en su lugar el útero desplazado de una mujer embarazada cuya vida está amenazada por el desplazamiento, aunque se sepa que la operación necesita el drenaje del líquido amiótico necesario para la supervivencia del feto ”(J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p 127).

12 Ibid., p. 132

13 Toda la argumentación de Finnis gira en torno a la idea de la indisponibilidad del derecho a la vida (incluso cuando se trata del propio titular de ese derecho), sin embargo, la afirmación de que la madre puede negarse a tomar una medicación o a someterse a una intervención que le salvaría la vida pero causaría la muerte del feto significa afirmar justamente lo contrario. Una crítica en este sentido puede encontrarse en D. BEYLEVELD, R. BROWNSWORD, Human dignity in bioethics and biolaw, Oxford, Oxford University Press, 2001, p.156 y ss.

14 Vid. Ibid p. 135

15 Tamar Picht hace especial hincapié en esta idea de las mujeres como meros contenedores o maquinas reproductoras, idea que solo puede construirse sobre la separación entre la madre y el feto. (Cfr., T. PICHT, Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, trad. cast. de Cristina García Pascual, Madrid, Trotta, 2003, p.78 y ss)

16 Dice el teólogo español Jose I. Gonzalez Faus que el nasciturus “no puede ser llamado “inocente” porque está todavía más aca de toda posibilidad moral. La vida humana es una realidad dinámica pero la inocencia no lo es. El feto es tan inocente como puede serlo una piedra o una planta. Todo esto permite sospechar que no es una razón moral, sino una razón interesada la que está debajo de este modo de argumentar” J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer, Crítica de la razón abortista”, Cristianisme i Justicia, nota12, p. 20.

17 FINNIS sostiene que la unica justificación de la pena es la retribución. Es decir, “el restablecimiento de un equilibrio de justicia que el crimen, esencialmente una voluntaria elección de anteponer la propia libertad de acción a los derechos de los otros ha necesariamente turbado”. ( Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, The Catholic University of America Press, Washington, 1991 p. 80). Por lo que respecta a la pena de muerte Finnis hace especial hincapié en la intención de la acción, puesto que ningún caso es moralmente admisible la realización de un mal para obtener un bien. En consecuencia afirma: “parece que puede sostenerse que, en la medida en que la acción elegida [la pena capital] actúa inmediatamente y por si misma el bien de la justicia retributiva, la muerte de un condenado no es elegida ni como fin en si mismo ni como medio para un fin ulterior”. (Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, op. cit., p. 80)

18 J. JARVIS THOMSON, “Una defensa del aborto”, trad. cast. de Montserrat Millán en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, op. cit., p.11.

19 Ibid., p. 144.

La crueldad del poder

El pasado lunes (16/11) el límite entre las provincias de Tucumán y Santiago del Estero fue escenario de una situación dramática, que puso en evidencia la crueldad sin límites del poder. Diego y Matilde Jiménez son padres de la niña Abigail y ese día viajaron en auto muy temprano desde su provincia natal al hospital de Niños de Tucumán para que su hija pudiera realizarse un tratamiento oncológico. El drama comenzó cuando la familia intentó ingresar a Santiago del Estero luego de concluido el tratamiento en Tucumán. Por cuestiones burocráticas la policía le impidió a la familia la entrada en auto a Santiago del Estero. La demora se extendió durante varias horas, con un calor sofocante y a merced de las moscas de la zona. Como la policía se mantuvo intransigente el padre alzó a su atribulada hija y decidió ingresar a su provincia natal caminando.

Lo que padeció esta familia santiagueña es el resultado del ejercicio despótico y arbitrario del poder de un gobernador, Gerardo Zamora en este caso, que se considera amo y señor de su provincia. Santiago del Estero es una provincia sólo desde el punto de vista jurídico. En la realidad es un feudo o, si se prefiere, una gran estancia cuyo dueño es el gobernador y los santiagueños son meros peones. Es tal el grado de sumisión que el policía que impidió el ingreso a Santiago del Estero de la familia Jiménez se limitaba a decir como un autómata que no podía permitir su ingreso en auto porque carecía de la correspondiente autorización previa del Comité de Emergencia de Santiago del Estero. El uniformado se limitó a cumplir una orden del tirano aunque se tratara de una situación de emergencia. Para el policía lo único relevante era obedecer y punto. Si algo le pasaba a la hija de la familia Jiménez el problema era de los Jiménez, no de él.

Una vez más emerge en toda su magnitud el tema de la obediencia debida. ¿Están obligados los uniformados a obedecer una orden aunque se trate de un atentado contra el más fundamental de los derechos humanos, el que consagra la vida? En Santiago del Estero, evidentemente sí. Creo que en esta situación límite el policía hubiera cumplido la orden de Gerardo Zamora hasta las últimas consecuencias. De haberlo hecho hubiera dejado de ser persona para convertirse en un pitbull entrenado para matar. Ese uniformado puso dramáticamente en evidencia el precio que el ser humano es capaz de pagar para congraciarse con el patrón. Ese precio no es otro que la anulación del libre albedrío, la nota distintiva del hombre como persona.

El policía fue impiadoso con los Jiménez porque en un feudo como Santiago del Estero la obediencia al déspota es la regla fundamental de convivencia. Sólo existe la voluntad omnímoda del gobernador y la domesticación de la población es ley. Lo acontecido en el límite entre Santiago y Tucumán fue una nueva demostración de la más cruda relación de mando y obediencia. Emergió en toda su magnitud lo descarnado que es el ejercicio del poder. Porque a Zamora le importan un rábano los padres de la pequeña, el policía y la propia Abigail. Para el patrón de estancia son meros números, ladrillos de una pared que pueden ser reemplazados por otros ladrillos en cualquier momento.

La crueldad del poder. La crueldad de quienes se creen dueños de todo. La historia de la humanidad es pletórica en ejemplos de la crueldad del poder. La capacidad del que detenta el poder para hacer el mal es, qué duda cabe, ilimitada. Los casos más extremos fueron Adolph Hitler y Joseph Stalin. Comparado con estos asesinos seriales Gerardo Zamora es un seminarista. Creo que la historia del hombre no es más que la historia del poder político y de los delincuentes que lo han ejercido, de la manera impiadosa como individuos inescrupulosos se han valido de los métodos más aberrantes para imponer su voluntad sobre sociedades enteras. En definitiva, la historia del hombre no es más que la historia del poder político ejercido por verdaderos psicópatas.

Reportaje de Laura Di Marco al médico psiquiatra Hugo Marietán (*)

«Los políticos de fuste generalmente son psicópatas, por una sencilla razón: el psicópata ama el poder. Usa a las personas para obtener más y más poder, y las transforma en cosas para su propio beneficio. Esto no quiere decir, desde luego, que todos los políticos o todos los líderes sean psicópatas, ni mucho menos, pero sí que el poder es un ámbito donde ellos se mueven como pez en el agua». El que lo dice es el médico psiquiatra Hugo Marietán, uno de los principales especialistas argentinos en psicopatía y referencia obligada para aquellos que les ponen la lupa a estas personalidades atípicas, que no necesariamente son las que protagonizan hechos policiales de alto impacto. Porque, precisamente, la alusión no se dirige a los asesinos seriales al estilo de Hannibal Lecter, el perturbado psiquiatra de El silencio de los inocentes, sino a aquellas personalidades que Marietán define como los «psicópatas cotidianos». Personalidades especiales, pero que no sólo se adaptan perfectamente al medio, sino que también suelen estar a nuestro alrededor sin mayores estridencias. Y más aún: muchos suelen llegar a la cima económica, política y del reconocimiento social. Lo novedoso en la definición que hace Marietán, miembro de la Asociación Argentina de Psiquiatría y considerado una autoridad en su especialidad, es que el psicópata no es un enfermo mental, sino una manera de ser en el mundo. Es decir: una variante poco frecuente del ser humano que se caracteriza por tener necesidades especiales. El afán desmedido de poder, de protagonismo o matar pueden ser algunas de ellas. Funcionan con códigos propios, distintos de los que maneja la sociedad, y suelen estar dotados para ser capitanes de tormenta por su alto grado de insensibilidad y tolerancia a situaciones de extrema tensión. En la psicopatía, señala este experto, no hay «tipos», sino grados o intensidades diversas. Así, el violador serial sería un psicópata más intenso o extremo que el cotidiano, pero portador de la misma personalidad. A los 57 años, es docente en la Universidad de Buenos Aires, codirector de la revista de neuropsiquiatría Alcmeon (http:// www.alcmeon.com.ar) y coordinador del portal español http://www.psiquiatria.com. A partir de la década del 80, trabajó en los hospitales Moyano, Esteves y Borda, donde dirigió cursos de semiología psiquiátrica. Su página en Internet (http://www.marietan.com) es de referencia constante en los estudios sobre psicopatía.

Según explica en la entrevista con LA NACION, hay un tres por ciento de la población con características psicopáticas. Es decir, 1.200.000 personas en la Argentina. «La relación es de tres varones por cada mujer. Son 300.000 damas y 900.000 caballeros. ¿Por qué más hombres? Sospecho que es porque la mujer utiliza su poder en el ámbito de la casa», dice.

-¿Cómo distinguir un político psicópata del que no lo es?

-Una característica básica del psicópata es que es un mentiroso, pero no es un mentiroso cualquiera. Es un artista. Miente con la palabra, pero también con el cuerpo. Actúa. Puede, incluso, fingir sensibilidad. Uno le cree una y otra vez, porque es muy convincente. Un dirigente común sabe que tiene que cumplir su función durante un tiempo determinado. Y, cumplida su misión, se va. Al psicópata, en cambio, una vez que está arriba, no lo saca nadie: quiere estar una vez, dos veces, tres veces. No larga el poder, y mucho menos lo delega. Quizás usted recuerde a alguno así? Otra característica es la manipulación que hace de la gente. Alrededor del dirigente psicópata se mueven obsecuentes, gente que, bajo su efecto persuasivo, es capaz de hacer cosas que de otro modo no haría.

-¿Como bajo el efecto de un hechizo, dice usted?

-Son gente subyugada, sí, e incluso puede ser de alto nivel intelectual. Este tipo de líderes no toman a los ciudadanos como personas con derechos: los toman como cosas. Porque el psicópata siempre trabaja para sí mismo, aunque en su discurso diga todo lo contrario. La gente es un mero instrumento. Carece de la habilidad emocional de la empatía, que es la capacidad de cualquier persona normal de ponerse en el lugar del otro. Las «cosas», para el líder político con estas características, tienen que estar a su servicio: personas, dinero, la famosa caja, para comprar voluntades. Utilizan el dinero como un elemento de presión, porque usan la coerción. La pregunta del accionar psicopático típico es: ¿cómo doblego la voluntad del otro? ¿Con un cargo, con un plan, con un subsidio? ¿Cómo divido?

-¿El clientelismo político es, según usted, una forma de cosificación? -Sí, porque es un «yo te doy, pero vos me devolvés, venís a tal o cual acto, me respondés como yo te pido». No es un dar desinteresado ni movido por la sensibilidad de querer ayudar a quien no tiene. Es un uso de las personas para construir el propio poder.

-Eso está claro, pero ¿qué lo definiría como un acto psicopático?

-Que le está quitando a la gente la capacidad de elegir. El psicópata siempre nos deja sin opciones: la gente que manipula está en una desventaja económica tal que no tiene otra salida: o como y lo sigo o no lo sigo y no como. La libertad de las personas es la capacidad de tener alternativas.

-¿El líder psicópata sabe que trabaja para él o cree realmente luchar por una causa superior?

-Es muy difícil entrar en su cabeza. Tienen una lógica muy distinta. Sin embargo, lo crea o no, la bandera que utiliza siempre es suprapersonal, más allá, incluso, de este momento. Esto se ve bastante, también, en líderes religiosos psicópatas, que apelan a la salvación del más allá. Otras banderas pueden ser la apelación al hombre nuevo, el proyecto nacional, la liberación, la raza superior, la Nación, la patria. El psicópata siempre necesita buscar un enemigo, para aglutinar. Y, por supuesto, nunca va a decir: «Vamos a trabajar para mí».

-¿Qué sucede con este tipo de políticos en períodos normales, sin crisis agudas?

Bueno, ahí viene el problema, porque el psicópata no se adapta a la tranquilidad. El necesita la crisis. Ser reconocido como salvador. En la paz, él no tiene papel. No la soporta. Por eso las sociedades lideradas por políticos de estas características viven de crisis en crisis.

-¿Y este líder no puede cambiar? Aprende de sus errores? -No. Siempre es igual a sí mismo: la psicopatía es una estructura que no cambia.

-Hasta ahora, los está pintando como seres indestructibles, pero algún talón de Aquiles deben tener. ¿Cuál es ese punto débil?

-La frustración de sus plantes. Cuando apuestan por un proyecto, ponen todo en él y no les sale. Ahí, el psicópata se desorganiza y empieza a hacer pavadas. Es una personalidad controladora. Por eso en el momento de la frustración puede tener actitudes absolutamente toscas, torpes. Y en este punto, la gente ve que hace macanas, una detrás de otra, y empieza a quebrarse esa unidad, que consiguió con su persuasión.

-Usted dice que se aferran al poder y que es muy difícil sacarlos. ¿Alguna sugerencia?

-Bueno, hacen falta un montón de líderes de los comunes, normales, o bien otro psicópata pesado que se le contraponga. Entre muchos logran sacar al dirigente psicópata, o, al menos, reducir su poder. Otra cosa es aprender a no elegirlos. El psicópata necesita desestabilizar siempre las cosas, aquí y allá. Por eso necesita fabricar crisis. Si uno va entendiendo cómo es su mecanismo, los puede distinguir y votar por otros líderes, que pueden ser muy carismáticos, incluso, pero no psicopáticos.

-Si algún político psicópata llegara a leer esta entrevista, ¿se reconocería como tal?

-Por supuesto que no. Terminará de leer y les dirá a sus interlocutores: ¡qué barbaridad; cuántos psicópatas hay dando vueltas por el mundo!

(*) La Nación, 14 de enero de 2009

Lejos está de ser un tema baladí

El Covid-19 y la economía no dejan dormir a los argentinos. Pareciera que estos fueran los únicos problemas que nos agobian, nos martirizan, nos impiden respirar. Sin embargo, hay un problema que no le damos la relevancia que tiene. Me refiero a la designación del futuro Procurador General de la Nación, el jefe de los fiscales. Durante la presidencia de Mauricio Macri se produjo la “renuncia” de Alejandra Gils Carbó, acusada por el oficialismo de ser un soldado de Cristina Kirchner. Su lugar fue ocupado de forma interina por el doctor Eduardo Ezequiel Casal, quien aún permanece en el cargo. El presidente Alberto Fernández quiere que el sucesor de Casal sea el doctor Daniel Rafecas, un jurista con sobrados antecedentes académicos. El problema es que para que el doctor Rafecas sea designado se necesitan los dos tercios de los miembros presentes del Senado, hoy comandado por Cristina Kirchner. El oficialismo necesita, pues, acordar con la oposición para que Rafecas sea el nuevo Procurador General de la Nación. Al principio parecía imposible que ello sucediera por la tensa relación existen entre el FdT y JpC. Pero la política está plagada de sorpresas. Una de ellas la dio Elisa Carrió, quien nadie puede dudar de su antikirchnerismo. Sin embargo, hace unos días expresó públicamente su apoyo a la candidatura del doctor Rafecas ya que su presencia sería el mal menor. ¿Qué quiso decir con semejante expresión? Que es preferible que Rafecas sea el Procurador y no talibanes kirchneristas como el doctor Maximiliano Rusconi o, peor aún, la doctora Graciana Peñafort.

Para colmo, desde hace tiempo el kirchnerismo duro pretende modificar el sistema de elección del Procurador General. Concretamente su intención es reemplazar la exigencia de los 2/3 de los miembros presentes por la de la mayoría absoluta, la mitad más uno de los miembros presentes. De concretarse esa reforma-y todo parece indicar, tal como sostiene Daniela Mozetic en un artículo publicado hoy en Perfil (“El kirchnerismo avanza en el Senado para nombrar a un nuevo jefe de los fiscales, 21/11/020), que Cristina logrará imponer su voluntad-el oficialismo tendrá el camino despejado para nombrar al nuevo Procurador General. Y también para destituirlo. Mientras tanto, Daniel Rafecas ha dicho hasta el cansancio que sólo aceptará la candidatura a la Procuración General si es elegido por los 2/3 de los votos presentes, es decir, tal como lo establece hasta este momento la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal sancionada en junio de 2015. Qué duda cabe que Rafecas pretende asumir con el mayor apoyo político posible para, una vez en el cargo, ejercer sus funciones con total y absoluta independencia.

Y aquí arribamos al quid de la cuestión. Lo que pretende Rafecas es ser un Procurador General en serio y no un empleado del poder político, más precisamente de Cristina Kirchner. ¿Cómo podría ejercer con seriedad todas y cada una de las funciones que le encomienda la ley mencionada si está obligado a obedecer a la vicepresidenta de la nación? ¿Cómo podría, tal como lo estipula el artículo 12, “diseñar y fijar la política general del Ministerio Público fiscal de la Nación y, en particular la política de persecución penal que permita el ejercicio eficaz de la acción penal pública; b) elaborar y poner en ejecución los reglamentos necesarios para la organización de las diversas dependencias del Ministerio Público Fiscal de la Nación y celebrar contratos que se requieran para su funcionamiento, a través de los órganos de administración; c)establecer la conformación, fijar la sede y el ámbito territorial de actuación de las fiscalías de distrito; d) disponer la actuación conjunta o alternativa de dos o más integrantes del Ministerio Público Fiscal cuando la importancia o dificultad de un caso o fenómeno delictivo lo hagan aconsejable…”, si está atado de pies y manos al poder político? Aquí reina la más absoluta hipocresía. La ley le exige al Procurador General una serie de funciones que únicamente las puede ejercer si goza de la más absoluta independencia, pero al mismo tiempo impone que su designación dependa del Senado, un ámbito que históricamente no fue más que un aguantadero. Es fundamental, por ende, modificar el sistema de elección. Es vital para la supervivencia del principio de la separación de poderes que en el futuro el Procurador General sea elegido de otra manera. Por ejemplo, por los abogados de todo el país o directamente por el pueblo. Lo relevante es que no deba su designación a la clase política que no es, precisamente, un dechado de virtud republicana.

Carta abierta de Mauricio Macri

¿Qué señal misteriosa espera para abrir las escuelas este gobierno de clausura?

(21/11/020)

«¿Por qué el gobierno nacional insiste en mantener cerradas las escuelas, después de una cuarentena larga, ineficaz y destructiva? Nuestros chicos tienen que volver a clase lo antes posible. No hay ninguna razón epidemiológica para seguir demorando la apertura de las escuelas, con los protocolos necesarios.

«En el mundo ya existe un amplio consenso sobre la ineficacia de cerrar las escuelas para combatir el virus, basado en decenas de estudios científicos. La OMS y Unicef dijeron esta misma semana que las escuelas deben permanecer abiertas, aún durante la segunda ola del virus en Europa. Y que las escuelas no son un lugar de contagio relevante.

«En nuestro país, en cambio, el Gobierno Nacional todavía se niega a permitir la reapertura. Su único argumento es el riesgo sanitario, a pesar de la evidencia científica y las recomendaciones internacionales en contra. ¿Por qué el mantiene encerrados a los chicos y les prohíbe acceder a derechos fundamentales como la educación y la convivencia con otros de su edad?

«Además, encerrar a los niños fue un error no sólo académico y social sino también sanitario, porque debilitó su sistema inmunológico. Esto va a generar que el año que viene, cuando vuelvan a salir después de tantos meses en sus casas, sufran más enfermedades respiratorias o diarreas, entre otras, porque van a estar peor preparados.

«Hay tres razones principales para que los niños vuelvan lo antes posible a las escuelas. La primera es que la educación virtual no ha logrado reemplazar el proceso de aprendizaje, a pesar del esfuerzo enorme de los docentes y las familias.

«La segunda es que estos ocho meses sin clases dañaron el bienestar emocional de los chicos. El 44% de los adolescentes argentinos dijo en abril que sentían ansiedad, depresión o miedo, según un estudio de Unicef. La tercera razón, quizás la más importante, es que cada día sin clases presenciales aumentan la desigualdad y el riesgo de abandono escolar, sobre todo en los estudiantes más vulnerables. Los datos de la última prueba PISA nos muestran que casi uno de cada tres estudiantes de las escuelas con menos recursos no tiene un espacio de estudio en el hogar. En las escuelas más favorecidas, a sólo uno de cada diez le pasa lo mismo.

«Ante toda esta evidencia, ¿por qué se resisten tanto las autoridades nacionales y gremiales que co-gestionan el sistema educativo? Durante mi mandato, los líderes gremiales reaccionaban enseguida ante cualquier supuesta amenaza a la educación pública. Ahora perdieron la capacidad de reacción, no se inmutan ante esta catástrofe que estamos viviendo. ¿Qué intereses defienden? ¿A quién representan? Por momentos parece haber un pacto entre los sindicatos y el Gobierno para acompañarse en la decisión de mantener las escuelas cerradas.

«Las escuelas, sin embargo, ya deberían estar abiertas. Y con las escuelas abiertas como punto de partida deberíamos construir los acuerdos que necesitamos para mejorar la calidad de la educación argentina. Tenemos que animarnos a debatir sobre estos temas, como hace con valentía Soledad Acuña, la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.

«Debemos dialogar también sobre las oportunidades que nos deja la experiencia de este año en relación al uso de tecnologías en las aulas, la enseñanza de habilidades blandas y la posibilidad de virar hacia modelos escolares con regímenes académicos más flexibles. En estos meses, en que los aprendizajes tuvieron lugar dentro de los hogares, volvimos a ver lo importante que es el rol de las familias en este proceso. Por este motivo se vuelve tan imperiosa la necesidad de seguir garantizando la conexión a Internet en las escuelas, como hicimos en nuestro gobierno.

«Mientras tanto, ¿qué señal misteriosa espera para abrir las escuelas este gobierno de clausuras, que hizo de la postergación de decisiones su principal política en todas las áreas?

«¿No alcanzan los ejemplos del mundo, la OMS y la UNICEF? ¿O el de la propia Ciudad de Buenos Aires, que viene desde hace meses haciendo todo lo posible para volver a las escuelas, dentro de lo límites que le impone el gobierno nacional?

«Soy optimista sobre el futuro de nuestra educación, porque hay docentes y familias que se expresan con convicción en la defensa de una escuela que impulse la movilidad social y sea fuente de esperanza y oportunidades. Ése es el debate que queremos dar. Pero tiene que ser con las escuelas abiertas. No hay razón para seguir esperando».

(*) Clarín, 21/11/020

Alberto ¿es peronista?

Este fin de semana el presidente dio una entrevista a María O’Donnell y Ernesto Tenembaum. Expresó que no creía en los personalismos. “No voy a hacer albertismo. Ni me voy a plantar delante de nadie. Yo voy a hacer lo que debo hacer de acuerdo a mis convicciones y voy a tratar de que esta fuerza política siga funcionando más allá de Cristina, de Alberto y de Massa”, sentenció. Está convencido de que “uno de los problemas de la política argentina han sido los personalismos y lo que la política argentina necesita es que uno vaya detrás de un proyecto y no de una persona”. “Pero es que yo creo que uno de los problemas que tuvimos los peronistas es que, desde que murió Perón, estamos buscando el reemplazo. No hay otro Perón, hay uno solo. Nace una vez en un siglo y no va a ocurrir más. Entonces Perón, que era mucho más inteligente que nosotros, ¿qué dijo?: la organización vence al tiempo. Organizarse. Organizarse en un proyecto político donde los personalismos no existan” (fuente: Infobae, 22/11/020).

Es la primera vez que escucho a un dirigente peronista tan relevante manifestar públicamente que está en desacuerdo con el personalismo, es decir con la quintaesencia del peronismo. El presidente dice con todo acierto que primero está el proyecto de país y luego vienen los hombres. La historia enseña que el peronismo hizo exactamente lo contrario: primero está el líder y luego el proyecto de país. Perón fue el ejemplo más contundente de un líder carismático, personalista, que accedió al poder mediante el voto popular. Perón tenía un proyecto de país condensado en varios de sus libros como “La hora de los pueblos” y “La comunidad organizada”. Pero ese proyecto sólo tenía sentido si era conducido por él mismo. El peronismo funcionó apoyado en un principio fundamental: el verticalismo. Perón ejercía el mando y todos los demás obedecían. Una vez en el poder Perón impuso su proyecto de país, volcado en la Constitución de 1949, y el país entero se vio obligado a acatarlo, por las buenas y sino por las malas.

Tiene razón el presidente al afirmar que Perón fue único. Fue, qué duda cabe, el personaje político más importante del siglo XX. Luego de su muerte nadie pudo reemplazarlo. Ni Menem, ni Néstor Kirchner y ni Cristina Kirchner. Con Perón vivo ninguno de los tres hubiera existido políticamente, salvo que él lo hubiera permitido. Fue tan poderosa su influencia que en 2020 continúa vivita y coleando la antinomia peronismo-antiperonismo. En ciertos momentos pareciera que en lugar de vivir en pleno siglo veintiuno estuviéramos en la década del cincuenta del siglo pasado. Imposible de ser reemplazado dejó, sin embargo, como legado la concepción política del mando unipersonal, férreo e indestructible. Los peronistas siempre necesitaron un jefe para manejarse en política. La existencia del “macho alfa” es vital para su supervivencia como fuerza política. Machos alfa fueron Carlos Menem y Néstor Kichner, mientras que Cristina fue una “hembra alfa”. En definitiva, el principio fundamental del peronismo fue “primero el jefe, luego el jefe y mucho más atrás la patria, el movimiento y los hombres”. Perón, Menem, Kirchner y Cristina tienen en común una egolatría y una megalomanía feroces. Para ellos el pueblo existe sólo si acata su voluntad, si es sumiso. Para ellos el peronismo y la patria son hermanos siameses.

Alberto Fernández acaba de situarse en la vereda de enfrente de la tradición personalista del peronismo. Decir que hay que encolumnarse detrás de un proyecto de país y no del carisma de un dirigente es ir contra la naturaleza del peronismo. Afirmó que jamás hará albertismo, es decir, nunca ejercerá el poder de manera personalista. Tarde o temprano se verá obligado a hacerlo si pretende sobrevivir políticamente.

A propósito del artículo de Mónica Peralta Ramos “Una economía de zombies” (*)

En el artículo mencionado la doctora Peralta Ramos expresa:

“Las insurrecciones lideradas por movimientos populistas pusieron oportunamente límites al endeudamiento de los sectores populares. Al mismo tiempo, tanto el endeudamiento como los movimientos populistas fueron utilizados en la Antigüedad por distintos sectores de las elites para acrecentar su cuota de poder, provocando rupturas y distorsiones tanto en la relación entre las elites, como en el tejido de la sociedad. Así, y más allá de las características políticas y culturales de las distintas sociedades, desde muy temprano el endeudamiento y el populismo han estado insertados en una dinámica altamente conflictiva”.

El populismo es un tema que apasiona a la autora. Razones no le faltan. En la Argentina es una mala palabra, un término utilizado para tratar despectivamnente a regímenes políticos que no se adscriben a los dogmas de la economía ortodoxa. Con solo pronunciar la palabra “populismo” comienzan discusiones de elevado tono, altercados que terminan por dañar el tejido social. El populismo despierta pasiones encontradas, violentos enfrentamientos producidos, me parece, por el escaso conocimiento que existe del tema. De ahí la imperiosa necesidad de leer a aquellos autores que conocen del asunto para tener una idea aproximada del populismo, paso previo fundamental para entablar una discusión seria y racional. De ahí la gran utilidad que prestan los artículos de la profesora Peralta Ramos porque enseñan a pensar. También lo hace el ensayo del profesor Julián Melo de la Universidad Nacional de San Martín titulado “Los tiempos del populismo” (2014). Por razones de espacio paso a transcribir sólo la introducción.

Polisemia populista

Es evidente que la advertencia sobre la ausencia de un sólido consenso en torno al sentido de la palabra populismo es un punto prácticamente común a todo estudio respecto de él. Dice Carlos Durán Migliardi: “Consideradas desde un punto de vista epistemológico, las paradojas que permanentemente acosan a la categoría de populismo debieran haber sido causa de su exclusión de la gramática de las ciencias sociales. […] lo cierto es que el populismo no presenta el suficiente poder explicativo que amerite su permanencia como categoría de comprensión de los fenómenos políticos. No obstante, este concepto reemerge constantemente en Latinoamérica. ¿Cuáles son las causas de tal recurrencia?; ¿a qué se debe que la actual ciencia política liberal que domina el campo de la reflexión política en Latinoamérica insista en la definición de un fenómeno político tan difícil de aprehender como lo es el populismo?; ¿por qué, a fin de cuentas, el fantasma del populismo insiste en reaparecer en el campo de las ciencias sociales? En definitiva: ¿por qué continuar lidiando con el fantasma? (2007, 87)”. Esta extensa nota me pareció significativa por dos razones. La primera es que expone de manera contundente una de las principales dudas que pueden leerse y escucharse en una pluralidad de ámbitos: si populismo no explica bien, ¿por qué se sigue usando la categoría? La segunda, quizá menor, es que muestra la dificultad de la respuesta: ¿por qué Durán Migliardi habla de “la definición de un fenómeno político tan difícil de aprehender como lo es el populismo”? Pareciera que el problema deja de ser el uso de la categoría populismo (porque populismo ya es algo de orden concreto), y el debate se centra en su definición. Lo paradójico de ese argumento, aun cuando es presentado como esclarecedor, demuestra con mucha fuerza el problema que impone el uso de este “-ismo”. Dicho en otras palabras: se habla de la dificultad de uso de la categoría populismo para explicar experiencias que ya son nominadas como populistas.

Creo que, en buena medida, se continúa lidiando con el “fantasma” justo porque es fácilmente “elastizable”. Que populismo no indique predicciones, o que sea una categoría regresiva, es lo que le permite su supervivencia, y lo que obliga, en el buen sentido de la palabra, a tratar de explicarla. El error de Durán Migliardi quizá es pensar que lo que hay que explicar son los fenómenos populistas, cuando lo que hay que explicar primero es la palabra populismo. A esto se suma que la supuesta limitación explicativa tiene una potencia muy productiva en términos de sentido común; potencia a la que no debemos dejar de prestarle atención. Dentro de estas formas de lidiar con el populismo, existen patrones de procedimiento relativamente estabilizados. Suele iniciarse un texto al respecto con alguna clase de estado del arte, el cual sirve como eje conceptual, para luego construir una definición propia de lo que es el populismo. Interesa, efectivamente, ese tipo de procederes porque sirven para la acumulación y la sistematización de la información y el conocimiento. Pero, a mi criterio, interesan más aquellos procederes porque muchas veces no derivan en una “nueva” definición, sino en alguna clase de aggiornamento de lo dicho por otros autores; aggiornamento que no puede considerarse inocuo, toda vez que porta, como cualquier sistematización, un interés gramático inocultable. El paso básico de una gran mayoría de estudios sobre populismo es la crítica más o menos rigurosa y lapidaria respecto del estructural-funcionalismo; esto puede verse en una pluralidad de trabajos. Sin embargo, creo que es lícita la pregunta acerca de cuánto se ha superado efectivamente aquella mirada (sostenida principalmente en la obra de Germani y la sociología de la modernización). Me refiero a que uno de los puntos de la misma, aunque por supuesto no el único, era la centralidad otorgada a la figura —el papel o el lugar— del líder para entender al populismo.

Miradas relativamente críticas del estructural-funcionalismo, como las de Touraine (1987) y Weffort (1967), siguen sosteniendo esa centralidad de un modo evidente. Pero también lo ha hecho el último Laclau (2005) al establecer una teoría del afecto que coloca al líder en una posición lógica determinante para su teoría del populismo. Freidenberg, por su parte, afirma: “Se entiende por estilo de liderazgo populista al caracterizado por la relación directa, carismática, personalista y paternalista entre líder y seguidor, que no reconoce mediaciones organizativas o institucionales, que habla en nombre del pueblo, potencia la oposición de éste a “los otros” y busca cambiar y refundar el statu quo dominante; donde los seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del líder y creen que gracias a ellas, a los métodos redistributivos y/o al intercambio clientelar que tienen con el líder (tanto material como simbólico), conseguirán mejorar su situación personal o la de su entorno. (2012, 37)”. No es mi propósito entrar en una discusión sobre el carisma y el problema del clientelismo. Lo que quiero rescatar es que esta forma de entender la médula populista está fuertemente extendida pero no alcanza a “normalizar” el entendimiento sobre el tema y sobre su forma de estudio, y generar así alguna clase de consenso tangible. Es, simplemente, uno de los puntos más trabajados por quienes abordaron o abordan la cuestión.

Buena parte de los problemas aparentes de la polisemia del término provienen, a mi juicio, de la multiplicidad de calificaciones que se han dado a las experiencias que, desde otros espacios, se denominan populistas. Si pensamos en los procesos históricos latinoamericanos clásicos, y particularmente en el peronismo, se lo ha entendido como dictadura, como nazi-fascismo, como cesarismo o transformismo, como autoritarismo, como revolución democrática burguesa, entre otros. El propio Germani (2003) habló de populismo nacional, liberal u oligárquico. Se ha comprendido a los populismos ya no sólo con respecto a las formas del liderazgo, sino, por ejemplo, también con respecto a las políticas económicas llevadas a cabo por determinado régimen. Populismo, al quedar obsesivamente atado a esas calificaciones, tiene que ser sí o sí una categoría polisémica, casi destinada a rechazar cualquier clase de normalización consensual terminológica. ¿Por qué? Porque los múltiples sentidos asociados a las experiencias propiamente dichas se aglutinan bajo este nombre, sin mediar, muchas veces, la exposición de una relación significante explícita. Aquí no intentaré construir una definición propia de populismo. Creo que puede resultar mucho más interesante intentar entenderlo no sólo con base en las experiencias que se han ganado esa calificación, sino también con base en las referencias políticas frente a las cuales se lo ha contrastado. Pienso que poner en discusión los tiempos del populismo puede ayudar, en parte, a comprender el irredento fantasma de la polisemia.

(*) El cohete a la luna, 22/11/020

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