Por Agustín Laje.-

Tengo la impresión de que aquello que los argentinos tendremos la oportunidad de votar en octubre de este año, es algo mucho más trascendente que el cambio de un gobierno por otro -lo cual sería ya mucho decir, atentos a que tres períodos consecutivos, esto es, doce años ininterrumpidos, hemos estado bajo las órdenes del kirchnerismo. Y ese algo sería, ni más ni menos, la oportunidad de lograr una verdadera “vuelta a la democracia” en el marco de una democracia que se ha viciado por completo.

Dado que demokratia, tal su denominación griega, es la conjunción de demos (pueblo) y kratos (poder), la noción básica de la democracia establece que ella supone el “gobierno del pueblo por el pueblo”. Pero tal noción nos sumerge en una problemática para nada menor, a saber: la de determinar qué entendemos por “pueblo”.

Digamos que hay, al menos, dos maneras de conceptualizar al pueblo: el pueblo como “los de abajo” (plebs) y el pueblo como el conjunto de la ciudadanía (populus). Mientras esta última acepción procura ser inclusiva, aquélla se caracteriza por ser exclusiva. En efecto, los procesos de democratización, que supusieron un traslado de la soberanía al “pueblo”, configuraron una concepción amplia de “pueblo” que daba un nuevo sentido a la pregunta sobre el origen del poder que nos rige. El pueblo no era algo distinto de la sociedad civil y política de un país: el pueblo bajo la democracia moderna somos todos.

Ahora bien, el drama de la Argentina de los últimos doce años no es otro que el drama del populismo. Y sobre este último, también, podemos hallar al menos dos maneras de conceptualizarlo: populismo como contenido ideológico generalmente impreciso, o populismo como una manera de articular contenidos políticos al margen de la naturaleza de ellos mismos. Nuestro entendimiento sobre el populismo ha avanzado en mucho gracias al pasaje que hizo la “teoría del discurso” y, fundamentalmente, Ernesto Laclau, de la primera acepción hacia la segunda, independientemente de que no acordemos con él sobre su valoración positiva respecto de tal fenómeno.

Así las cosas, el populismo como “lógica política” supone la articulación de una pluralidad de demandas que van cediendo en su particularidad, conformando una “cadena equivalencial” (en términos de Laclau) que empieza a significar algo más que sus contenidos aislados. Este proceso hegemónico se hace populista cuando llega una instancia en la cual puede delimitar una frontera interna al espacio comunal, que divide radicalmente aquello que es “pueblo” de aquello que es “antipueblo”.

Un denominador común que aparece en los primeros estudios sobre el populismo basados en casos históricos, es precisamente el de la formación de la propia identidad como negación de un otro. A Richard Hofstadter, estudioso del caso norteamericano del Siglo XIX, le llamaba la atención por ejemplo “la división de la sociedad en dos partes: “por un lado «el pueblo» que trabajaba para vivir, por el otro los intereses creados, que no lo hacían”. Kenneth Minogue, sobre el populismo ruso de la misma época, destacaba que éste hizo “gran hincapié sobre el «pueblo» como el conjunto de oprimidos agentes de los futuros cambios”. Alistair Hennessy, sobre el caso latinoamericano de mediados del siglo pasado, aseveraba que el populismo “postula un «pueblo» unificado (…) contra los imperialistas de afuera y los lacayos de adentro –los «vendepatrias»–”. La pregunta ineludible es: ¿a qué llama “pueblo” entonces el populismo?

Al populismo no le corresponde una visión democrática del pueblo; lo que construye es, al revés, un “pueblo” excluyente e ilusoriamente homogéneo, respondiendo a una pulsión tribal de sociedades cerradas en sí mismas. En efecto, “no hay populismo sin una construcción discursiva del enemigo” concluyó Laclau, apoyándose en la concepción de la política como una dicotomía amigo/enemigo teorizada por el jurista nacional-socialista Carl Schmitt.

Así, el populismo niega la pluralidad que caracteriza a las sociedades modernas, y la disidencia y oposición que presupone la democracia liberal. Laclau subrayó que el “pueblo” del populismo “es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido como la única totalidad legítima”.

El problema es que para que la democracia florezca no ha de reconocerse la unidad, sino la pluralidad; no ha de promoverse la enemistad, sino la tolerancia; no ha de pregonarse una imposible homogeneidad absoluta, sino que ha de admitirse la heterogeneidad que caracteriza a las sociedades abiertas.

El kirchnerismo, como fenómeno populista, no ha estado al margen de esta dicotomización del espacio social. Al contrario, lo ha fracturado de cabo a rabo: es lo que algunos llamaron “la grieta”, que mantiene dividida a nuestra sociedad. ¿O no se ha construido discursivamente un “pueblo” en oposición a un “antipueblo” a lo largo de los últimos doce años, marginando a los involucrados en este último al ostracismo y la ilegitimidad?

Los “destituyentes” del campo contra el sector “nacional y popular”; los “medios hegemónicos” contra los “medios de comunicación democráticos” (los estatales y paraestatales); el “poder financiero” contra los “empresarios nacionales” (los amigos del poder); el sector “nac&pop” de las Fuerzas Armadas (al paradójico mando de Milani) contra los “golpistas” de la vieja escuela; “Justicia Legítima” contra el “Partido Judicial”… y la lista es interminable. En resumen: el pueblo contra el antipueblo, cuya identidad está dada por el propio acto de nominación que lleva adelante nuestra líder populista.

Se me dirá, probablemente, que no hay necesidad de volver a la democracia porque ya vivimos en democracia, en razón de que nuestro sistema de elecciones periódicas sigue en pie. No obstante, esto sólo es cierto respecto de la democracia en tanto que procedimiento, pero absolutamente desacertado respecto de la democracia en tanto que ideal. Y el hecho es que una visión de la democracia como mecanismo no puede desentenderse de la visión de la democracia como idea, porque en última instancia todo medio existe para la consecución de un fin o, lo que es lo mismo, un mecanismo no es sino una manera de buscar la concreción de un ideal. Cuando el mecanismo se hace independiente de las ideas que subyacen a él, puede volverse contra sus propios orígenes y terminar siendo disfuncional para sus fines últimos.

Lo que Argentina necesita, si desea volver a una democracia republicana plena, fundada en el demos realmente inclusivo, es terminar con los caudillos que buscan hacer del plebs un populus o, lo que es lo mismo, terminar con quienes pretenden totalizar como pueblo a lo que, realmente, constituye una parcialidad dentro de un espacio comunal supuestamente “infectado” por el “antipueblo”.

Lo que Argentina necesita, en concreto, es volver a una democracia donde el pueblo sea, en términos griegos, plethos, es decir, todos los ciudadanos en su integridad, reconociendo la heterogeneidad que de ello se deriva y el valor de la libertad que está en la base del ideal democrático (¿qué sentido tiene la democracia sin libertades fundamentales?) que tan pisoteado ha sido durante la “década ganada”.

Octubre será el mes en donde definiremos si queremos un retorno de la democracia republicana o, al contrario, permanecer bajo el populismo.

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