Por Virginia Tuckey.-

En el país de las urnas quemadas, de la ausencia de reuniones de gabinete y de la intromisión constante de la líder presidencial en los canales de TV, el debate presidencial no deja de ser la excepción al acostumbramiento anti republicano que el pueblo argentino generó.

Las instituciones liberales y republicanas son, justamente, el anticuerpo al poder absoluto. Es el marco que da la dinámica virtuosa que resulta en la libertad del individuo.

Argentina, país que fuera ejemplo en el mundo por sus raíces fundacionales republicanas, se encuentra hoy en la cola de países libres y respetuosos de los derechos de los individuos.

La negativa de Daniel Scioli a presentarse al primer debate presidencial no habla mal solamente de él, de su equipo y del partido que representa, sino de la ciudadanía argentina, si es que a esta altura se puede decir que existe tal cosa como “ciudadanía”.

Las ideas republicanas, aunque desde la viveza criolla se insista en minimizar y relativizar el discurso de la decencia y de las cosas que deben tratarse con seriedad, son la piedra fundamental de una nación madura; y el debate es la manera de llegar a esa república, pero también de mantenerla en pie.

El debate no sólo debe cumplir la función de informar, sino también de educar. Es lo que sucede en los Congresos y Parlamentos del mundo libre y civilizado, cuando sus representantes debaten, el público asiste a la exposición de argumentos, cuestión más que olvidada en la Argentina de la chicana y la prepotencia.

Daniel Scioli explica que él no debate si una ley no lo obliga. Nada atenta más contra el espíritu del debate que una ley que disponga su obligatoriedad. Nada le conviene más a quien maneja la batuta oficialista del poder central y los dineros públicos que una ley diseñada al antojo de los compadritos que no se animan a defender lo que pregonan a los gritos frente a harapientos que los aplauden a cambio de un pedazo de pan.

El esfuerzo fenomenal que Daniel Scioli ha hecho para confundir al electorado sobre su pureza kirchnerista va quedando cada vez más claro. No en sus palabras, que siempre han sido claramente confusas, sino desde sus acciones, que son contundentes. La falta de respeto al público, la especulación con los votos que el clientelismo le pudiera conseguir, el orgullo que le genera la cobardía y la simpatía por los gestos que corresponden sólo a los déspotas, nos dejan clara evidencia de que el kirchnerismo con Scioli entraría en su versión recargada. En su peor versión.

La ciudadanía, y su responsabilidad frente a las acciones de los candidatos, es fundamental. La condena social es la columna vertebral de toda sociedad virtuosa. La condena social es la base moral de la república, siempre que la condena se haga a quienes hacen las cosas mal y no a quienes hacen las cosas bien.

Hoy Argentina tiene una tendencia a condenar a los rectos y aplaudir a quienes van por el camino torcido. Por ignorancia, por miedo o por lo que fuere, la actitud debe cambiar. No debe existir una ley que obligue a un aspirante a empleado público a debatir las políticas que pretende imponer sobre la vida diaria de cada uno de quienes habitan suelo argentino; deben existir consecuencias ante la burla, ante la chicana, ante el atropello y ante la falta de honestidad. Las consecuencias de una ciudadanía madura son los pilares que nos darán libertad; las consecuencias de un pueblo adolescente e incauto son el desmoronamiento de las instituciones, y por supuesto, sentar en la presidencia a un déspota que se escapará a Europa ante la desgracia, esconderá las cifras de los muertos y se negará a dar explicaciones sólo porque una ley no lo exige, pero fundamentalmente, porque el pueblo no lo hace.

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