Siempre se habla del terrorismo de Estado para referirse a acciones execrables perpetradas desde el gobierno que ejerce el poder en una determinada época y utiliza los medios públicos con perversos fines. Sin dudas, es así, pero el error está en pensar que estos conceptos se refieren al uso de las fuerzas armadas, fuerzas policiales, organismos de inteligencia, la infraestructura carcelaria, etc. En ocasiones el terrorismo que busca, implantando el terror como su propio nombre lo define, el quebrar voluntades, honras y bienes, utiliza la honorabilidad de la democracia y la legalidad que le brinda un acto eleccionario.

La distinción entre el terrorismo de Estado proveniente de un gobierno «de facto» y el terrorismo de Estado implementado desde la democracia, se termina transformando simplemente en una cuestión de «formas». Unos emplean recursos del Estado con formalidad de armas o recursos humanos armados, y los otros utilizan los recursos del Estado (que son organismos públicos por supuesto para otros fines) en la persecución, el descrédito, la tortura moral y si es posible la supresión de la libertad de opositores y/o detractores del poder de turno.

Las dos situaciones, aunque parezca reiterativo, utilizan y abusan de los recursos del Estado para sus fines, pero casi siempre lo que se censura es la utilización de la «fuerza» sin darnos cuenta que los «otros» medios, también producen efectos igualmente devastadores dentro de la sociedad. No sólo en lo directo de la acción, sino en la subversión de valores que producen. El hacer creer que en política «todo vale», es exactamente lo mismo que decir que en el combate se admite torturar al enemigo para obtener información útil y oportuna. Como vemos, solamente varía la valoración del «momento» y del «medio» utilizado, pero la finalidad INESCRUPULOSA y moralmente condenable desde todo punto de vista, es la misma.

Cuando un grupo se hace del poder y desde el poder se arroga en forma manifiesta o solapada la suma del poder público, sin dudas está causando una afrenta a la condición humana de su población, pero tal vez esto no logre conmover a la opinión pública mundial, porque en realidad parece que ésta reacciona únicamente   ante manifestaciones brutales y a gran escala. El dolor y el sufrimiento, se «tienen que ver», como si en realidad no hubiera igualmente formas sutiles de provocarlos. Allí recién se sacude la conciencia de la comunidad de las Naciones, cuando, tal vez, bajo una fachada de legalidad, se está infringiendo censurables penurias a los ciudadanos.

Una hambruna en África, provocada por un tirano tribal y el «grito en el cielo» de la comunidad internacional, parecería ser suficiente para reclamar el respeto a los derechos humanos desde los organismos internacionales, sin embargo no sucede lo mismo con el encarcelamiento indiscriminado de opositores en un régimen «pintado» de legalidad como el de Venezuela. De la misma manera, los ataques a la libertad de prensa, la manifiesta intención de manipular la justicia, entre otras cosas, a través de «juicios» populares organizados por dudosas organizaciones pro-oficialistas y auto-ungidas defensoras de los derechos humanos, y otras atrocidades cometidas desde el poder, parecerían que en realidad responden a otra categorización, donde tal vez se considere que el pueblo sometido a esas circunstancias, se lo ha ganado, lo tiene merecido, o simplemente es lo que ha elegido.

De todas maneras y lejos de pensar en que la comunidad internacional tiene obligación o derecho a inmiscuirse en los asuntos internos de los Estados, lo que pretendemos significar, es que desde el poder se puede «aterrorizar» a la población, siempre y cuando la decisión sea aplicar medidas totalitarias. Eso es simplemente el «ir por todo»; lo que incluye la tranquilidad pública y la conciencia humanitaria de una sociedad. (Diario Castellanos. Rafaela, Santa Fe)

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