Por Hugo Marietan.-

Ayer por la noche caminaba por la vereda de la avenida Pueyrredón. Se me ocurrió comprar una gaseosa en un quiosco y cuando manoteo el bolsillo para buscar la billetera, no encontré nada. Era tan habitual el gesto y tan inhabitual que no estuviese la billetera que lo repetí varias veces con una incredulidad irracional. Estaba seguro de que la había cargado en el bolsillo, porque había hecho una compra unas cuadras antes, unas escarapelas que me gustaron. Repasé en mi cabeza el itinerario desde las escarapelas hasta este quiosco. Me preguntaba si había guardado de nuevo la billetera, y como es un gesto automático, deja poca huella en la memoria y genera la duda. ¿La habré apoyado en algún lugar del otro negocio? Descarté esto, porque jamás hago esto. Siempre sostengo en la mano la billetera. Y luego va al bolsillo. Se me cayó, pensé. Y tal vez estaba en el suelo de alguna de esas cuadras. Desanduve el camino y con ojos atentos barría con la mirada la vereda. Llegué al otro local sin haberla encontrado. Pero… al volver hacia el quiosco de la gaseosa, a mitad de cuadra del de la escarapela vi en el suelo una tarjeta personal, de esas grandes, que no entran bien en el compartimiento de la billetera y siempre hay que acomodarlas. Ahí se despejaron las dudas, la había perdido en esa cuadra. Reconocí inmediatamente la tarjeta incómoda, que era de un amigo, tirada en el suelo. Mi mente ya había sopesado la posibilidad del hurto, y, a pesar de que son muy hábiles los rateros, esa noche no me había cruzado en proximidad con ninguna persona. Nadie me chocó, nadie me preguntó nada…, no había sido un hurto. Así que el único culpable era yo, por descuidado. No estaba muy preocupado porque la pérdida era monetaria ya que sabiamente y por consejo de varias personas hacia tiempo que portaba dos elementos, un portadocumentos en un bolsillo y la billetera con efectivo solamente en otro bolsillo. El uso del portadocumentos es muy infrecuente, así que permanece sin manipulación en su lugar. La billetera tiene un uso dinámico. Perder los documentos, lo sabemos, es un dolor de cabeza asegurado.

Al día siguiente, 25 de mayo, recibo un llamado no identificado. Atiendo. Preguntan por mi nombre. Me dicen que encontraron una billetera con dinero. Con cautela pregunto cómo hacemos para que me la devuelva. Me dice que vive cerca de la avenida Pueyrredón y que nos podemos encontrar en tal altura de la avenida, en una hora. Le pregunto el nombre: Horacio.

Hago memoria y recuerdo que había varias tarjetas profesionales mías junto al dinero. Pienso que Horacio encontró la billetera y la quiere devolver, como lo he hecho yo un par de veces. Y también pienso otras cosas, todas negativas. Tengo una cabeza de estos tiempos, bombardeada por hechos desgraciados desde todos los medios. Bien temprano suelo escuchar la radio y su ametralladora de pálidas, y al menos veo un par de noticieros por TV donde esas pálidas tienen imágenes y contenidos terroríficos aunque reales. Es casi imposible no sustraerse de la sospecha, cuando no de una elaborada paranoia. Así que, con esa mezcla, me fui al punto de encuentro.

Llegué a la esquina. Nadie. Era la hora. Era el lugar y nadie. Paró una moto en el semáforo y me pareció de lo más sospechoso. Un auto se arrimó demasiado al cordón y miré con suspicacia. Pero los dos vehículos siguieron al dar la luz verde. Una mujer acompañaba a un hombre mayor a pie, cruzaron en mi dirección. No me pareció que fueran ellos. Hasta que lo vi. Alto, de campera negra, gorra negra y pelo muy corto y me miraba. Era él, sin dudas. Serio. Se acercó y dijo ¿Hugo? Y yo: ¿Horacio? El metió la mano en su bolsillo y sacó la billetera y me la entregó. Tenía el dinero. Conté unos billetes para compensarlo. Me dijo: No, por favor, no me dé nada, es lo que hay que hacer. A mí me han devuelto una billetera que había perdido.

Le di la mano, se lo agradecí de nuevo y se fue. Así de simple, y así de valioso el gesto. Me quedé unos minutos en la esquina y después seguí caminando por Pueyrredón. Entré a un bar a tomar un café y saborear la hermosa experiencia, el renacer de la esperanza de que es posible hacer algo bueno si el material principal existe: el hombre honesto. Siempre he sostenido que los buenos somos más. Y que el accionar de las lacras, de los delincuentes, de los asesinos, de los violadores, de los pedófilos, de los otros perversos y psicópatas son noticias, y esas son las únicas noticias. Y nos parece que eso es lo único que ocurre. Que la balanza está muy desbalanceada hacía lo morboso, y que en el plato de la balanza donde debería estar la honestidad, lo bueno y sencillo, lo humano, parece vacío para los medios. Y al no ser noticia, al no redituar, al no aumentar la audiencia, no vale la pena anunciarlos. Y no hay contraste. No hay balance. No se ven los valores comunitarios. No se los muestra de ejemplo. Y la asimetría es perversa: sólo lo antisocial es visible. El mal ejemplo tiene pantalla, comentarios. Los malos son las estrellas que ocupan horas en la TV. Los buenos seguimos anónimos, trabajando, haciendo lo mejor posible lo que sabemos. Preparando la comida y la ropa para nuestros hijos, cumpliendo con nuestras labores. Y de vez en cuando podemos hacer un gesto solidario, como el de Horacio esta mañana, con naturalidad, con la habitualidad del bueno, con la sencillez de lo que se debe hacer porque somos humanos, porque estamos hermanados, porque cinchamos entre todos en este suelo al que llamamos Patria. Y todos los que somos así podemos decir con orgullo, a pecho lleno: «¡En el día de la Patria, aquí estamos: los argentinos de corazón!»

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