Por César Augusto Lerena.-

La aparición en estos días de unos roedores y cucarachas en unas panaderías no han impactado; pero la alimentación está sin control en la Argentina.

En primer lugar, no es posible en la cadena comercial y de la seguridad alimentaria, poner en cabeza del eslabón más débil (el consumidor) la responsabilidad de consumir sano. La responsabilidad, de proveer sano al conjunto de la población (a todos sin exclusión) debe ser en forma exclusiva del productor, el fabricante y el comerciante. Lo que no es bueno para el consumo de personas vulnerables no puede ponerse al mercado, sin las debidas restricciones e indicación precisa de las contradicciones.

En segundo lugar, en la Argentina no hay campañas sostenidas y masivas de educación al consumidor, Conocido el origen alimentario de una numerosa cantidad de enfermedades, es francamente preocupante que la Argentina que produce, con destino a la exportación o al consumo interno, miles de millones de kilos de alimentos en forma anual, no realice mayores campañas de difusión destinadas a reducir el riesgo -incorporando a la educación primaria, secundaria y universitaria- las bases sanitarias de una alimentación sana. La gastronomía, en cualquiera de sus formas, es una de las actividades de mayor riesgo sanitario, teniendo en cuenta, que las enfermedades que se transmiten a través de los alimentos, afectan especialmente a las poblaciones más vulnerables, entre las que se encuentran los niños, los ancianos, las mujeres embarazadas, las personas con diversas patologías y las de más bajos recursos económicos.

En tercer lugar, el cambio en los últimos años en los hábitos alimentarios de los consumidores, da lugar a contaminaciones cruzadas y mal nutrición. La aparición de los denominados “Delivery” (repartos a domicilio) que se trasladan sin la conservación adecuada e introducen en los hogares los defectos de los restaurantes; el aumento en la preparación de las comidas listas para servir “Cook and Chill” que llevan los desvíos de las cocinas industriales a los servicios de alimentación públicos (hospitales, comedores infantiles; residencias geriátricas, etc.) o fabriles; el incremento de los servicios “Fast Food” o “comidas al paso” cuyas exigencias sanitarias -en su gran mayoría- no se ajustan a las normas sanitarias vigentes; el fraccionamiento de alimentos y otras prácticas en los supermercados que trasladan defectos de manipulación y reducen la información obligatoria a los compradores; finalmente, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores que lleva a un importante número de éstos a alimentarse mal durante la jornada de trabajo.

En cuarto lugar, los sistemas más avanzados de comercialización (hipermercados, supermercados, autoservicios y aún los crecientes métodos de compra por internet) dejan en manos del consumidor (consumidores, sub-consumidores, personas con distintas afecciones o dificultades alimentarias, etc.) la elección del alimento, ya que no hay posibilidad de asesorarse al momento de la adquisición; a la par de la publicidad de los grandes comercios y marcas que inducen la compra en función del precio y las ofertas (Promociones en los grandes medios masivos, de hasta 25% de descuento o el 50% en la segunda unidad igual) y no de la calidad; los supermercados que ofrecen distintas calidades según su ubicación geográfica y tipo de clientela habitual; y si faltaba algo, se imponen las “marcas blancas”, que bajo una sola marca acreditada ofrecen productos elaborados en distintas fábricas con diversos controles de calidad y hasta distintos ingredientes.

En quinto lugar, en la Argentina no hay control sanitario cierto de los alimentos y mucho menos de su composición o -si fuéramos más tolerantes- el control es deficiente o -si fuésemos muy generosos- por la multiplicidad de normas (que se duplican y contraponen) y que desde hace 16 años se debieron unificar por imperio del Decreto 815/99[1], y la multiplicidad de organismos nacionales (ANMAT-INAL, SENASA, Secretaría de Comercio), provinciales y municipales hacen inviable un sistema cierto y sostenido de control y de aseguramiento de la salud del consumidor. Para dar certeza a estas afirmaciones, decimos: los alimentos se aprueban según su origen y destino (RNPA/SENASA/Salud Provincial) y analizan muestras (habitualmente tomadas por el fabricante) al momento previo de instalarlos en el mercado y son excepcionalmente analizados durante la comercialización posterior y en ocasión de producirse accidentes alimentarios. Ello, sin tener en cuenta, que salvo productos de un solo ingrediente, los porcentuales declarados (no el contenido en mg o gramos que no se indica) en las memorias efectuadas bajo Declaración Jurada por el elaborador, no responden a su verdadero contenido; bajo el argumento consentido de no dar a conocer la verdadera fórmula del producto.

En sexto lugar, en la Argentina están autorizados productos que están prohibidos o restringidos por acreditados organismos científicos y de control internacionales. En nuestro país, la Autoridad de Aplicación admite, por ejemplo, la comercialización de productos con un aditivo como el ciclamato que se encuentra prohibido por uno de los organismos técnicos y sanitarios más importantes del mundo, admitiendo además su comercialización sin una especificación clara de las restricciones y contraindicaciones de su uso.

En séptimo lugar, sólo 4 de cada 10 consumidores leen los rótulos[2] y de los que lo hacen, no leen la totalidad del rótulo a la hora de adquirir los productos, ni siquiera, cuando los adquiere por primera vez. Prácticamente ningún “subconsumidor” lee los rótulos, y algunos pocos consumidores lo leen parcialmente. Los pocos que dan lectura a los rótulos lo hacen muy rápidamente y sólo a su cara principal; la fecha de vencimiento y, en los últimos tiempos -como consecuencia de las campañas de promoción de alimentos considerados dietéticos-, a la presencia o no de grasa, colesterol, fibras o sal.

En octavo lugar, todavía se discute la obligatoriedad de contar con Directores Técnicos en las plantas elaboradoras y se aplican sistemas de inspectoría. Los Códigos sanitarios de Argentina (salvo algunas excepciones) refieren que los establecimientos “podrán” o “cuando correspondiere”[3] tener Dirección Técnica, en lugar de “deberán”. Ello no es casual, la eliminación del término “deberán” fue promovida por la acción de sectores interesados. A ello se agrega la aplicación de obsoletos sistemas de inspectoría en lugar de Planes HACCP (Hazard Analysis and Critical Control Point/Análisis de Peligros y Puntos de Control) que permitirían aplicar sistemas de auto-control y aseguramiento alimentario, particularmente sensibles a la hora de diseñar y verificar puntos críticos, en especial los relativos a la formulación, manipulación, contaminación cruzada, esterilización, etc.; que si bien, se exigen para la importación a USA desde 1998 (desde la imposición a la exportación de pescados de Argentina) y luego en USA y la UE en diversos productos, está lejos de implementarse con rigor científico y efectividad práctica a la industrialización en el país. En la actividad comercial y de servicios de alimentación es aún más incipiente[4].

El propio SENASA en su reciente proyecto enviado a la Comisión de Agricultura, Ganadería y Pesca del Senado de la Nación (Proyecto de Ley PE-421-14) insiste con la aplicación de sistemas de inspectoría, promoviendo la aprobación de “entes sanitarios” (no limitado a públicos) u “otras entidades intermedias” (privadas), destinados a la fiscalización sanitaria de los alimentos desde la producción hasta la industrialización inclusive.

En noveno lugar, en el proceso de los alimentos, en especial en el campo de la gastronomía institucional, gran parte del personal no está suficientemente calificado. En muchas ocasiones el personal es analfabeto[5] y subconsumidor, es decir con gran dificultad de aprender las consignas de “buenas prácticas de manifactura”. Sus hábitos higiénicos en sus hogares son pobres, y por lo tanto, si no son jóvenes resulta muy difícil capacitarlos sanitariamente. A ello se agrega -en general- la baja preparación universitaria con la que los profesionales acceden a la supervisión de los aspectos relativos a la calidad, nutrición, manipulación y procesamiento de los alimentos (cGMP) e igualmente -en general- tienen baja actitud para realizar tareas que son habitualmente sacrificadas en relación a los tipos, días y horarios de la producción y la industria. Todo ello se enmarca en la falta de educación sanitaria pública.

En décimo y último lugar, los argentinos, con una larga tradición en la producción e industrialización de los alimentos, nos merecemos alimentarnos con la más alta calidad y seguridad alimentaria. La Argentina, un país de 40 millones de habitantes, produce alimentos para 400 millones; por lo cual, es lógico suponer, que debiéramos acceder a una alimentación de excelencia, cuali-cuantitativa.

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[1] Título II (Del Sistema Nacional de Control de Alimentos) Artículo 3 establece “El Código Alimentario Argentino (CAA) es la norma fundamental del Sistema Nacional de Control de Alimentos. Se incorporará al mismo toda la normativa vigente que haga a la elaboración, transformación, transporte, distribución y comercialización de todos los alimentos para el consumo humano”; cuestión que pese a haber transcurrido 16 años, aún no ha ocurrido, y siguen coexistiendo el C.A.A.[1], el Decreto 4238/68 y cientos de normas sanitarias afines de distintas jerarquías (Decretos, Resoluciones, Disposiciones, Circulares) lo que hace muy difícil un ordenamiento sanitario -un código sanitario único- con los alcances, competencias y jurisdicciones de un país federal, que reduzca la burocracia y evite el incremento de costos a la producción, industria, el comercio y los servicios de alimentación.

[2] Consumer Eroski 8.10.08 nos informa que “6 de cada 10 consumidores no leen el etiquetado de los alimentos que compran, según un estudio de la Confederación Española de Organizaciones de Amas de Casa (CEACCU). De ellos, un 60,4% dice que no lee las etiquetas por exceso de información; un 53,8% no lo hace debido al tamaño «demasiado pequeño» de la letra, mientras que un 34% manifiesta que tiene «dificultad para entender la información». Del 40% de los consumidores que sí lee las etiquetas o rótulos, un 89,3% mira la fecha de caducidad; un 41,4% la de envasado o el valor nutritivo. No obstante, el grado de comprensión general es muy bajo, ya que hasta un 64,1% afirma que no entiende en la práctica “la totalidad de la información». Ello nos estaría confirmando que es muy importante que se coloquen en la cara principal del envase y su rótulo las advertencias importantes, en un tamaño adecuado y con textos destacados que permitan una fácil lectura y grabado del mensaje. Esto es, no solo la denominación de venta del producto, sino también la presencia de edulcorantes artificiales, conservantes, cafeína, sal, azúcar, etc. y las contraindicaciones al consumo por encima de la Ingesta Diaria Admisible (IDA).

[3] CAA, Capítulo I Artículo 4; Capítulo II Artículo 16 y Capítulo III Artículo 155.

[4] El primer certificado de HACCP a un Servicio de gastronomía institucional en la Argentina fue otorgado por Assistance Food Argentina S.A. con el aval de AFDO a la Empresa Alta Tecnología Alimentaria S.A. del emprendimiento “Dique Los Caracoles” de la UTE Techint-Panedile Argentina S.A. en el 2006.

[5] Hemos verificado hasta un 10% de analfabetos en los servicios de alimentos de hoteles 5 estrellas.

* El autor fue Secretario de Bienestar Social (Ctes) y Secretario de Estado de la Nación. Consultor en Alimentación y Pesca. Tiene publicados varios libros sobre Aseguramiento Alimentario. Sus últimas publicaciones afines son “Bromatología Total” (2005); “Gastronomía. Calidad y Seguridad Alimentaria” (2013), y “Ni un solo argentino con hambre ni sed” (2015).

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