Por Gustavo Irrazábal (Instituto Acton).-

La opción por los pobres, un gran aporte de la Iglesia Latinoamericana a la Iglesia universal, es un principio que está adquiriendo una creciente centralidad no sólo en el campo social sino en el compromiso de la Iglesia ante toda forma de vulnerabilidad humana. Pero en su carácter originariamente social, referido a la pobreza material, fácilmente puede derivar en alguna forma de exaltación de la pobreza como un valor en sí mismo, lo que se conoce como “pauperismo”.

El peligro del pauperismo

Una ilustración de este peligro la encontramos ya en el Documento de Puebla. En un número muy breve (1151), posiblemente inadvertido para la mayoría, se filtran estas palabras, que presentamos en su contexto para poder apreciar mejor su sentido:

“Para el cristianismo, el término “pobreza” no es solamente expresión de privación y marginación de las que debamos liberarnos. Designa también un modelo de vida (…) Este modelo de vida pobre se exige en el Evangelio a todos los creyentes en Cristo y por eso podemos llamarlo “pobreza evangélica“. (…) 1149. La pobreza evangélica une la actitud de la apertura confiada en Dios con una vida sencilla,, sobria y austera que aparta la atención de la codicia y del orgullo. (…) 1151. La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza cristiana.”

Esta afirmación expresa involuntariamente toda la tensión que encierra el pensamiento de Puebla sobre este tema. Por un lado, la pobreza es calificada como una injusticia intolerable, que ofende la dignidad humana, lo que significa necesariamente que conlleva consecuencias negativas, aunque sea potencialmente, para todos los aspectos de la existencia personal. Por otro lado, este documento desea mostrar a los pobres como la reserva moral y espiritual del continente, por su sabiduría y su piedad. Según lo primero, la pobreza debe ser erradicada, pero lo segundo debería llevar lógicamente a cuestionar ese objetivo. En efecto, dejar de ser pobre, ¿no conlleva un gran peligro espiritual? Si el pobre dejara de ser pobre, ¿seguiría encarnando la sabiduría y la piedad “populares”? ¿No estaría renunciando a los valores espirituales a cambio de un progreso meramente material?

Estos interrogantes pueden explicar la afirmación de Puebla que cito, y que a primera vista sorprende. El lector esperaría una atribución de la pobreza cristiana a los pobres materiales. Sin embargo, sorpresivamente, se atribuye aquí a un grupo social que es ignorado en el resto del documento. Pero a mi juicio hay una explicación plausible: se trata de la búsqueda de un equilibrio entre aquellas dos ideas, que no se armonizan fácilmente entre sí: la pobreza es mala, los pobres son buenos. En virtud de lo primero, es necesario que los pobres dejen de ser pobres. Pero no del todo, si se tiene en cuenta lo segundo. Ser de clase media baja sería suficiente: tendrían así las necesidades básicas cubiertas, pero la ausencia de holgura material los pondría a salvo de los peligros espirituales de la abundancia.

Si la “clase media más modesta” es la que más vive la pobreza cristiana, es de desear que las familias nunca prosperen. Que los empleados sigan siendo empleados, y nunca lleguen a gerentes. Que quien tiene un kiosco siga con su pequeño comercio y nunca se transforme en un empresario. Que quien desea estudiar se limite a lo sumo a alguna carrera terciaria, pero nunca se haga universitario. Si lo que está en juego es la virtud, el éxito debe ser más temido que el fracaso.

Por supuesto que esta línea de reflexión no tenía destino. Pero es difícil evitar la sospecha de que estamos ante lo que un psicólogo quizás llamaría un “acto fallido”, que ilustra de un modo particularmente claro las aporías de la interpretación pauperista de la opción por los pobres.

Jesús y los pobres

La idea de los pobres como “la reserva espiritual del pueblo” parecería tener un profundo arraigo bíblico. En el AT cuando el Pueblo de Dios es llevado al destierro, son los pobres de Yahvé, el sector más humilde de la población, los que mantienen viva la llama de la fe, según lo recuerdan reiteradamente los textos proféticos. Retomando esa tradición, Jesús dedica la primera bienaventuranza a los “pobres”. De un modo parecido, hace reiteradas referencias a los “pequeños”, a los cuales Dios revela sus secretos, que por otro lado oculta a los “sabios y prudentes”, e invita a sus apóstoles a identificarse con ellos.

Sin embargo, cabe preguntarse: ¿quiénes son esos “pobres” y “pequeños”? Es difícil dar una definición precisa. Incluso, el acento varía según los textos. Mateo habla de los pobres “de espíritu”, Lucas no menciona esa cualificación, y parece referirse más a la pobreza material. Digamos que no cabe interpretar estos conceptos en un sentido exclusivamente espiritual, pero tampoco en un sentido puramente material. Es la conducta de Jesús la que da contenido a estos términos, y Jesús muestra una especial atención y cercanía a todos aquellos que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad: oprimidos, enfermos, pecadores, etc. “Pobres” y “pequeños” no son categorías empíricas, porque no designan un grupo social o una clase. Esta ambigüedad deliberada nos desafía a trascender (sin dejar de lado) las conceptualizaciones sociológicas.

Por ello, el elogio de Jesús a los “pobres” y “pequeños” debe ser interpretado como el llamado de atención sobre un hecho que invita a todos a reflexionar: aquellos que se encuentran en situaciones existenciales de mayor fragilidad son con mucha frecuencia los más dispuestos a recibir el mensaje de la salvación. Por lo tanto, quienes deban enfrentar este tipo de situaciones, deben hacerlo con la esperanza puesta en Dios; y quienes se sientan fuertes, deben tener cuidado de no cerrarse a Él. El “pobre” que se abre al Evangelio es un mensaje de Dios para todos: todo ser humano es, en el fondo, un “pobre”, lo sepa y lo acepte o no, y necesita ser salvado.

Pero de este hecho, la revelación de Dios a los pobres y pequeños, Jesús nunca concluye que un determinado grupo social sea, por su sola existencia, sabio o bueno. Por el contrario, es consciente de lo rudimentario de la fe de quienes acuden a Él. Muchas veces se acercan buscando pan, curaciones, o liberación política. Tampoco los considera necesariamente buenos. Incluso da por supuesto que son, en mayor o menor medida, “malos”. Por momentos pierde la paciencia ante su dureza de corazón (¿hasta cuándo tendré que soportarlos?). No se fía demasiado de su entusiasmo porque conocía “lo que hay en sus corazones”. El Pueblo también es voluble: un día lo aclama como rey, y pocos días después pide su crucifixión. Pedro sacude sus conciencias responsabilizándolos de la muerte de Jesús, lo que produce en muchos de ellos una saludable reacción de arrepentimiento y conversión.

¿Más allá de la sociología?

Es significativo que la complejidad de la relación de Jesús con las multitudes no se vea adecuadamente reflejada, hasta donde sé, en la reflexión de la teología pastoral latinoamericana sobre la pobreza. El por qué me parece claro: esa dialéctica no se compadece con la lectura sociológica del mensaje evangélico sobre la pobreza, lectura tan extendida en la Iglesia latinoamericana, y que atribuye a una determinada clase social, los pobres, la auténtica santidad: la sabiduría y la piedad “popular”. “Popular” viene a significar así “por antonomasia”, la regla y medida de toda otra religiosidad y espiritualidad.

Que la teología de la liberación haya sido acusada de sociologismo no es algo sorprendente, dado su recurso al análisis marxista y a la lucha de clases. Pero es paradójico que esa crítica provenga también de la variante argentina de dicha teología, que se conoce como “Teología del Pueblo”. Ésta alega haber superado la lectura sociológica de la realidad social a través de una mirada “de fe”, atenta de un modo especial a la dimensión cultural, y dentro de la cultura, a la religiosidad popular. Pero, ¿es así? ¿Ha superado realmente el sociologismo?

En realidad, la exaltación de los pobres, entendidos como un grupo socialmente definido, en cuanto sujetos de la sabiduría y la piedad populares, es una trasposición sociológica del mensaje evangélico, que lo distorsiona considerablemente. Al mismo tiempo, la resistencia a reconocer este sociologismo implícito permite evadir el rigor de pensamiento que exige el método científico.

Nadie puede negar que en los vecindarios más pobres haya mucha gente honrada, trabajadora, que lucha por llevar una vida normal, progresar y educar a sus hijos. Está fuera de discusión también que la convivencia en los barrios pobres está caracterizada muchas veces por la cooperación y la solidaridad entre vecinos. Hay mucha sabiduría y mucha fe auténtica y ejemplar entre la gente más pobre. Los sectores más acomodados de la sociedad, a veces proclives a un estilo de vida más individualista y secularizado, tienen mucho que aprender de los más humildes.

Pero también los pobres tienen que aprender de quienes no lo son. Si la escasez de medios materiales comporta una oportunidad de desplegar ciertas virtudes, la disposición de dichos medios da la ocasión de desarrollar ciertas otras. Clases medias y altas, profesionales, empresarios, comerciantes, intelectuales, todos tienen algo para enseñar y algo para aprender. Ninguna clase social puede erigirse en el faro moral y espiritual de toda la sociedad. Todos los sectores sociales se necesitan entre sí y deben aprender los unos de los otros.

La idea de que la sociedad sólo se puede redimir por una “conversión a los pobres”, no simplemente en el sentido de adoptar una solicitud preferencial hacia ellos sino de convertirse a sus valores, si esto último se entiende en un modo estrictamente unidireccional, sin que los pobres tengan que convertirse a su vez a valores que puede aportarles el resto de la sociedad, no es evangélica sino ideológica. Es pauperismo.

Y esto no se debe a que la sabiduría y la religiosidad “popular” no existan, sino a que ellas no se identifican sin más con el modo espontáneo de pensar y de vivir la fe de “la gente”, aunque sea la gente pobre. Sólo se conoce la sabiduría y la piedad auténticas a través de un adecuado discernimiento, al cual sin embargo muchos pastores renuncian por considerarlo “elitista” o “ilustrado”.

Conclusiones

Es notable la frecuencia con que el discurso de la opción por los pobres está atravesado por la contraposición entre el pueblo y las “elites”, estas últimas aludidas siempre en todo peyorativo. ¿Habrá sido “elitista” Jesús al consagrar tanto tiempo y energía a preparar el grupo de los Doce Apóstoles, o al no haber cantado nunca las loas del pueblo creyente?

Si la teología de la liberación es por su esencia revolucionaria, el pauperismo, por encendida y audaz que sea su retórica, es intrínsecamente conservador. La exaltación del pobre termina privando de sentido cualquier esfuerzo por salir de la pobreza. El principio de la opción por los pobres no debe ser “espiritualizado” al punto de perder su acento socio-económico y su objetivo de transformación social, pero tampoco debe ser materializado y “sociologizado” hasta el punto de poner una clase social sobre las demás. Todos necesitamos de todos. ¿Es tan difícil entenderlo?

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