Por José Luis Milia.-

“Y vos sabés, Alejandro, que fueron ellos, los hombres de levita los que me indujeron a cometer aquel crimen con cartas insidiosas. No vos Danel, ni Lamadrid, ni ninguno de los que tienen nada más que un brazo para empuñar el sable y un corazón para ayudarnos a enfrentar la muerte”. Ernesto Sábato, Romance de la muerte de Juan Lavalle.

A partir de 1982, con el proceso debilitado y en retirada, la sociedad argentina descubrió que una ola creciente de valentía inundaba sus corazones y empezó a repetir, cual oración laica, una frase totémica: “las fuerzas armadas tenían la obligación de estar subordinadas al poder político”, creyendo que la repetición mecánica de ella eximía de obligaciones a la sociedad civil que necesitaba convencerse que los militares golpistas y maltratadores, si bien eran parte de la sociedad argentina su actuación en la guerra contrasubversiva era producto de un sortilegio que los había convertido- en una noche de luna llena- en monstruos.

Podríamos aceptar la corrección de esta frase si la misma fuera expresada en otro contexto, pero en el apuro por hacernos perdonar aquellos viejos pedidos de fusilamientos y otras crueldades varias para con los tira bombas de entonces- siempre que de la matanza se encargaran otros, no nos sirvió para esclarecer nuestro sombrío pasado y solo tuvo como único efecto el eximir de responsabilidades a quienes, antes de 1976, detentaban el poder político.

Porque el cuento de la “subordinación al poder civil” es una mentira manifiesta, que aquí se proclama continua y descaradamente pero con una carencia total de convicción ya que, desde que el mundo es mundo, para que haya subordinación, más que gente que acepte ser mandada, debe haber individuos que tengan el coraje de ejercer el mando con todo lo que ella implica.

Pero lo cierto es que en Argentina- por cobardía o comodidad- el poder civil nunca aceptó asumir esa responsabilidad ya que siempre basó su dogma ético en el axioma: “animémonos y vayan”; pero tampoco ha aceptado, fuera de lo formal, que las FF.AA. sean instituciones de la República. En el fondo, esta corporación ilícita- los políticos de cualquier pelaje, de ayer, pero también de hoy- piensa que solo son éstas una banda armada a la que siempre se puede recurrir, si se le sabe decir palabras bonitas y grandilocuentes, para que limpien los platos sucios que ellos con su pus han enroñado y a las que luego se les puede endilgar el débito de cualquier error cometido.

Quizás el primer ejemplo que tenemos- desde que Ricchieri modernizó el Ejército- sobre lo que es mandar una tropa a llevar a cabo una operación sin que el poder civil defina los parámetros bajo los cuales estas acciones deben desenvolverse, fue la represión de la rebelión de los laneros patagónicos, algarada a la que los decrépitos poetas de la progresía argentina le dieron una connotación de rebelión popular contra la oligarquía cuando en realidad no fue otra cosa que una excelente operación de inteligencia del ejército chileno abortada por la acción de un Teniente Coronel, que por todo criterio de procedimiento recibió del presidente de la Nación la frase: “Varela, vaya y arrégleme ese asunto”. Para el poder civil ese problema no tenía más importancia, en cuanto a responsabilidad, que un robo en banda en el barrio de Balvanera.

Lo mismo sucedió a partir de 1973. La bomba, la huelga revolucionaria y el asesinato político estaban a la orden del día. Nadie en el poder civil quería comprometerse porque el oficialismo titubeaba entre apoyar a la juventud maravillosa o masacrarlos urbanamente con la ayuda de la Triple A, y los tilingos de la oposición se dividían entre quienes optaban por defender penalmente a asesinos como Santucho o quienes visitaban los cuarteles preguntando cuando sería el “golpe”. Más hete aquí que el ERP pateó el tablero y decidió hacerse con la provincia de Tucumán ubicando en el terreno a una unidad militarmente organizada y entrenada en el combate de monte con el objetivo de crear una zona liberada que, se estimaba, sería reconocida por Cuba y un gran sector de los autodenominados países del tercer mundo, alterando de esta manera los planes lúdicos de los políticos de entonces.

Como dice la milonga, “allí se armó la podrida”, porque las posibilidades de meter en la selva tucumana a viejos aliancistas o a patoteros de esquina movían a risa; eficientes en Ezeiza- tiro en la nuca o simple degüello- no había en el monte puertas para patear ni calles asfaltadas para ir a toda velocidad tirando tiros. Lo que en el monte había en oferta eran emboscadas, francotiradores, sed y miedo y entonces, al bendito y cagón poder político, no le quedó otra que meter al Ejército en el baile.

La verdad es que al menos en lo burocrático la cosa quedó hecha un primor. Si leemos con detenimiento los decretos Nros. 261/75, 2770/75, 2771/75 Y 2772/75 del gobierno de María Estela Martínez de Perón donde se ordenaba a las FF.AA. “…neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos”, es casi imposible encontrar en ellos error importante. Al analizarlos vemos que estaba todo previsto: presupuesto, utilización de fuerzas, disponibilidad de fuerzas policiales, acción social, acción educativa en la zona de conflicto, etcétera. Todo menos las normas de procedimiento de como debería llevarse a cabo la guerra que a la Argentina le habían declarado las organizaciones subversivas. Era una manera de decirle al Ejército, acá les damos los medios, ahora, vayan ustedes a pelear como sepan o como se les ocurra. Era volver a la vieja frase pero parafraseándola: “Videla, vaya y arrégleme ese asunto”. Pero la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez” no eran los laneros patagónicos a los que los chilenos abandonaron cuando vieron que con Varela no se jugaba ni Isabelita era el “Peludo” y lo único real de este asunto es que por la irresponsabilidad de los políticos de entonces, la sangre corrió a raudales por la tierra argentina.

Esta es, sucintamente, la historia repetida del abandono de sus responsabilidades por parte del poder político en la Argentina. Yrigoyen es- al menos para algunos- un prócer, pero al Teniente Coronel Varela un anarquista lo mató de un bombazo para vengar a los ácratas que, entregados por los chilenos, fueron muertos en Santa Cruz; los que firmaron los decretos de aniquilamiento en 1975- los sobrevivientes al menos- viven en tranquilidad, si no de conciencia al menos penal. Quien oficiaba de jefa discurre plácidamente su ancianidad en Madrid y quizás por ser la viuda del “fetiche”- como llama Nicolás Márquez al difunto- nadie osará tocarla nunca pero el resto, los pocos que aún viven, achacosos y decrépitos, se mueven en las sombras de un pasado que ayudaron a forjar sin vergüenza y recuerdan sin dolor mientras los que cumplieron con el: “Varela, arrégleme ese asunto”, hoy esperan la muerte en los penales federales.

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