Por Luis Américo Illuminati.-

Esto que decimos ahora no es de ningún modo una profecía, sino antes bien, un fenómeno que se cumple fatal y rigurosamente como la ley de la gravedad newtoniana, como el principio de Arquímedes, el síndrome o ley del «eterno retorno», expuesto por Friedrich Nietzsche. Todo vuelve, cada tanto surge un supuesto iluminado, cualquier aventurero que se cree Moisés hace su pomposa campaña, y como un eximio alumno o alumna de Mandrake, sacaba de la vieja chistera conejos que se movían con pilas Duracell. El candidato -ya sea novato, quemado y requemado- prometía el paraíso, dar la vuelta al mundo a pie o en bicicleta. Convencido (o engatusado) el electorado, el feliz candidato lograba sentarse en el apolillado sillón de Rivadavia. Primera etapa o luna de miel del ganador con la gente que esperaba que el supuesto mago o taumaturgo abriera como Moisés las aguas del Mar Rojo para que la parte del pueblo que lo votó pasara triunfante a la otra orilla. Viene después como segundo acto la cruda realidad, la decepción, la corrupción, la inflación, los cristales de las ventanas y los sueños rotos. El supuesto mago, el falso Moisés -versión argentina- fracasa rotundamente y se excusa echándole la culpa al gobierno anterior y vuelve al llano. Entonces sucede que su enemigo -que parecía derrotado- vuelve del desierto y sube al podio para hablar y arengar al ciudadano desde el facistol.  El «eterno retorno» es un fenómeno que en la Argentina se ha dado inexorablemente a partir de la Revolución de Mayo de 1810, con protagonistas como Liniers, Mariano Moreno, Alvear, Rivadavia, Rosas, Urquiza y Roca. Quien haya leído concienzudamente -sin partidismos ni ideologías de ninguna clase- la Historia, comprobará que la Argentina ha vivido cientos de luchas intestinas. Un karma funesto. Desgraciadamente, luego de las batallas de Caseros, Cepeda y Pavón, la discordia no concluyó, sino que continuó religiosamente. El partido unitario como una locomotora sin freno tratando de arrastrar unilateralmente a las provincias, y éstas con el pendón federal, empecinadas en abordar otro tren en sentido contrario. ¡Cuántas colisiones, choques fatales y muertos hubo en ese lapso! ¡Cuántos enfrentamientos y conspiraciones y revoluciones tuvimos a lo largo de doscientos años de existencia! Son hechos y no accidentes, que claramente demuestran la inestabilidad de los vencedores sobre los vencidos y viceversa. A este fenómeno los antropólogos y sociólogos le llaman la enantiodromía, que literalmente significa «correr en sentido contrario», fue utilizada por Heráclito para explicar los ciclos de la naturaleza y la transformación constante de las cosas en su opuesto. Es un movimiento pendular. Por ejemplo, la tormenta que llega para refrescar el calor del verano. Carl Jung adaptó este concepto a la psicología, considerándolo un proceso que ocurre en la mente humana -y en el campo social y político- para restaurar el equilibrio. Cuando una persona adopta una actitud consciente y extrema, el inconsciente tiende a manifestar lo opuesto para contrarrestar esa unilateralidad. Lamentablemente ese deseo, esa tendencia de restablecer el equilibrio perdido se ve frustrado por la pertinaz idiosincrasia del pueblo argentino- el inefable homo argentus y el clon parásito de la casta política- que contradice y no se aviene con la teoría de Ilya Prigogine -desarrollada en 1960 y 1970- sobre las estructuras disipativas, sistemas lejos del equilibrio que, a pesar de su disipación de energía, las mismas son capaces de autoorganizarse y mantenerse estables, como demuestran los seres vivos, teoría que puede aplicarse a las instituciones y sociedades humanas. Prigogine proponía que el desorden puede, bajo ciertas condiciones, transformarse en orden a través de la disipación de energía, rompiendo con la idea de que toda evolución tiende siempre hacia el caos. En el caso de la sociedad argentina, tiene mayor tendencia o fuerza la entropía (caos) que el orden, sin el cual está comprobado no puede haber paz ni concordia sino conflicto, sobresaltos y debacle todo el tiempo, en círculo vicioso (la vieja calesita). Una manera de salir de este círculo perverso, de terminar con este oscuro laberinto es procurar una metanoia general (arrepentimiento) que es la reconciliación de los hermanos, el perdón recíproco de las ofensas. Más que una propuesta, que sea una invitación sincera y solidaria, como una forma superadora de todos los males del pasado. Si no, no hay futuro venturoso posible.

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