Por Vicente Palermo.-

[papel de trabajo in progress]

Escribe Aristóteles en su tratado La política (siglo IV a.C.), que con frecuencia los gobiernos “cometen dos errores casi iguales: conceder demasiado a los ricos o engañar a las clases inferiores” (Libro VI, cap. X). La historia argentina está plagada de ejemplos de uno u otro error (sucesivos o simultáneos). Engañar a los pobres y/o conceder a los ricos es típico de los gobiernos populistas cuyos fracasos inevitables concentran el ingreso y destruyen los bienes públicos; engañar a los ricos y a los pobres a la vez parece muy propio de los populismos de última generación, de moda en todo Occidente, y me temo que el de Javier Milei sea un triste ejemplo de este tipo de gobierno. Para los ricos, la promesa de un estado mínimo, un capitalismo próspero y una economía de libre mercado cuya pujanza coloque a la Argentina en los primeros escalones mundiales donde presuntamente se encontraba hace un siglo (¿la Argentina Potencia de Perón? En todo caso, como una vuelta al pasado). Para los pobres, la promesa de que estado mínimo, capitalismo próspero y libre mercado harán posible que cada uno de ellos tenga la oportunidad de dejar su pobreza atrás sin otro esfuerzo que una adopción pasiva y subordinada a las nuevas pautas dispuestas (desde el Estado que se autodestruirá diez segundos después) para la sociedad argentina y el empeño individual destinado a aprovecharlas. Es cierto que a la clase media Milei no le promete mucho; en todo caso, la disipación de los últimos resabios kirchneristas, y una incierta chance de salvarla de su decadencia a través de una estabilidad todavía incierta. Creo que Aristóteles vería en esta imprecisión un problema, puesto que “donde quiera que en una república se encuentren fortuna e indigencia juntas, imperará la demagogia absoluta… pero si es la clase media la más numerosa, inclinándose de uno a otro lado reestablece el equilibrio”. Como sea, la de Milei es una promesa poderosa en sus efectos socio-políticos y culturales, y una inmensa porción de los argentinos quiere creer, anhelante, que será cumplida. Y algunos de ellos hasta participan de una vivencia de cambio cultural y valorativo por él infundida.

A tal efecto se necesita un liderazgo de largo plazo. La vocación ejecutivista y personalista de Javier Milei está fuera de discusión: es un elemento central, esa vocación, de la actual dinámica política. Unida a su enorme fuerza de voluntad determina en gran medida el curso de la política argentina. No se trata de un líder cualquiera sino de uno extraordinario en sentido estricto: fuera de lo común (ya tuvimos otros, Alfonsín, Menem, aunque muy distintos). Si esto de por sí ya es peligroso, su mesianismo y la absoluta fe en sí mismo que se tiene lo hacen más peligroso aún. Milei considera que para el cambio que promete es necesario y suficiente. No se precisa más nada; al contrario, todo lo demás es un estorbo (por supuesto están “el Jefe”, “el mago”, el “mejor ministro de la historia”, el “coloso”, etc., pero esto no altera en nada su concepción de lo político, como el vínculo entre Aristóteles y Alejandro en nada alteró la convicción temprana de este sobre sus virtudes excepcionales, o la admiración profesional que sentía Napoleón por el genio tenebroso de Fouché en nada afectaba su convicción de superioridad entre los hombres). La lucidez extrema que se atribuye Milei a sí mismo, se sobrepone a la más absoluta fe en su causa, la del Bien y la Verdad. Milei no tiene dudas, carece de todo tipo de “problemas intelectuales”, matizaciones teóricas y vacilaciones éticas. La verdad emana de su palabra; como todo “gran hombre” en el sentido de Carlyle, reconoce maestros, pero el presente y el futuro de la historia (en principio, argentina) dependen de su excepcionalidad. La confirmación evidente e indiscutible de todo esto es haber logrado – tal cual entiende las cosas – la “confianza del pueblo”. Logró transformar un puñado en una adhesión a lo desconocido de un 30% de los electores, rápidamente convertido en un 50%. Pero Milei no hace números, no se importa en datos, como los oscilantes índices de confianza presidencial; la confianza popular es un juicio inmanente a su condición, y no son las elecciones que la otorgan, sino – como era el caso de Perón – que la confirman (las elecciones no son un proceso público y democrático de elaboración de una voluntad colectiva, sino una ratificación de un mando, pre-constituido, del que el líder ha sido consagrado y revalidado). Como Perón, Milei es un gran pedagogo político, un explicador hasta lo inimaginable, y como Perón, entiende la explicación como – para usar una de sus palabras favoritas – reveladora: la verdad está ahí, todo lo que hay que hacer, pero que sólo él puede hacerlo, es quitar la venda de los ojos de los hombres comunes, engañados por el Mal.

No importa si las cifras dicen o no otra cosa – Milei, para Milei, ya goza de la confianza popular; y va de brazos abiertos al encuentro de la victoria electoral que ha de confirmarlo. Victoria electoral lógica para quien ha decidido antes que nadie ser reelegido en 2027. Es verdad que Milei no es un líder carismático, hasta donde yo puedo apreciar no lo es ni lo será; no hay ninguna evidencia de que la conjugación de capacidades extraordinarias que se atribuye a sí mismo, con virtudes (como su capacidad para la pedagogía política) que realmente tiene, haya hecho de él un líder dotado de carisma; sus seguidores no parece que le confieran esas dotes rayanas en lo sobrenatural radicadas antes que nada en la persona, en las que se depositan la clarividencia, la orientación y el sentido de lo que está bien o mal. El problema sería aún más grave si así lo fuera.

No es hora ni lugar de preguntarnos cómo ha sido que los argentinos llegamos a este punto. Pero sí de conjeturar la pregunta que se hace Milei a sí mismo: ¿Por qué soportar lo insoportable? Soy un líder excepcional, imprescindible y que no precisa de nadie más para llevar a cabo su misión, la convicción sobre mi causa es absoluta, y tengo el respaldo del pueblo; siendo así, ¿por qué debo aceptar la traba que me impone la política? Ya he ido descubriendo que los manuales de policy making que me han acercado, y que aconsejan encapsular la toma de decisiones, blindarla contra las ambiciones banales, contra las castas, contra los intereses rastreros de todo tipo, aislar al elenco reformista… ¡todo eso ya lo sé! pero no sirve. Tampoco sirve entrar en el juego de la política y los partidos, principalmente en las estúpidas complicaciones institucionales, que dividen y por ende debilitan el poder, adular diputados, senadores, jueces. La Argentina es una jungla inconmensurable en la que es fácil perderse. Nada de eso alcanza. En Argentina quien negocia lo hace con el diablo. Lo necesario es lo que he hecho siempre: atacar. Llamemos las cosas por su nombre: mi fuerza es, y debe seguir siendo, una fuerza imparable hasta el fin, indispensable porque a ella se le opone una resistencia porfiada, contumaz, un enemigo estólido pero que aún semimuerto se obstina en cerrarme el camino, es más, cuanto más muerto está, más pesado es de remover. Entonces, “cada una de las sesiones que se han visto en el Congreso a lo largo de estos últimos seis meses ha sido una expresión de choque entre esta fuerza imparable y aquel objeto inamovible”. En el reciente discurso al país, Milei se ha referido recurrentemente al Congreso como un todo, como un actor político con conciencia y voluntad propias, no a los legisladores; significativamente, no ha distinguido entre legisladores oficialistas y de la oposición. Podríamos preguntarnos si para él no se trataba de una distinción superflua (nada nuevo por eso lado, los grandes líderes presidenciales han tendido a considerar a sus legisladores como su caballada; pero referirse “al Congreso” sí es, para mí, sobrecogedor). En ese contexto, otra frase impactante, «si ustedes quieren volver atrás me van a tener que sacar con los pies para adelante”, debería, probablemente, interpretarse al revés: si ustedes me quieren hacer volver atrás, los voy a tener que sacar con los pies para adelante.

Creo que a Milei hay que tomarlo muy en serio, lo que comienza por el sentido literal de lo que dice o, para ser más exactos, por tomar literalmente el sentido no literal de lo figurado. No se trata de ningún diputado saliendo en camilla del Congreso, o Milei dejando la Casa Rosada en ambulancia. Se trata de que, de arribarse a un escenario de colisión, en el que se establece un bloqueo mutuo entre “el Congreso” y el Poder Ejecutivo, alguien ha de salir con los pies para adelante y Milei está convencido de que no será él. Las metáforas que emplea expresan percepciones e intenciones que anuncian sus preferencias: avanzar sin obstáculos y, si no, colisionar con ellos. ¿Cómo evitarlo?

Milei no está jugando al fleje. Sencillamente porque los límites, estrictamente, son desconocidos. Lo que es infracción o no lo es, no es conocido. Si hay un árbitro, no se sabe, y en todo caso si lo hay (la CSJ) no es reconocido en común y del mismo modo por los participantes del juego. Milei está haciendo algo diferente a jugar al fleje: está tanteando los límites virtuales, que dependen, no de reglas sino de una relación de fuerzas; está explorando y descubriendo esos límites. Y no está, tampoco, intentando el juego del gallina. Milei está procurando jugar el juego del loco: está buscando convencer a sus contradictores de que él está para llegar al final, está literalmente jugando el todo por el todo. El juego del gallina es fatal para los contrincantes si ambos prefieren la muerte a pasar por gallina. El juego del loco supone – con razón o sin ella – que uno de los contrincantes se convenza de que su rival actúa conforme a un guion interior inexorable: vencer o morir llevando a su enemigo al infierno; y, por tanto, si no puede destruirlo (por fuera del juego) deberá decidir en qué momento ceder si quiere conservarse vivo. Milei está intentando convencer de que él es el “loco”, y para sus enemigos será mejor ser cuerdos. Por tanto, buscar un entendimiento, una negociación por sucia que fuera, sería un problema para él, no un resultado, precisamente porque conspiraría contra su intención de convencer de que su guion es inalterable. Enviar una señal – dando una chance al entendimiento de facto, ni siquiera formal, por ejemplo no vetando Garrahan y discapacitados – sería contraproducente. Lo que podría ser beneficioso para todos, para el interés colectivo – vetando lo que sí abre una grieta en la disciplina fiscal pero dejando pasar lo de menor bulto – es nocivo para el ejercicio de la presidencia imperial.

Y Milei ha elegido el momento; o la oposición, en un contexto electoral, le ha dado la ocasión propicia para ello. Veamos.

Los términos actuales de la interacción Poder Ejecutivo – Congreso son: el Ejecutivo, arduamente, puede conseguir la aprobación de leyes, pero la oposición, a duras penas, también. Valiéndose de la extraordinaria asimetría estratégica que a favor de los presidentes define el marco legal, Milei puede emitir (no en cualquier materia) decretos de necesidad y urgencia, pero estos, dificultosamente, pueden ser rechazados por el Congreso. Por fin, Milei puede, muy trabajosamente, rechazar, vetar, legislación aprobada por las cámaras.

Todo indica que al gobierno le irá de bien a excelentemente en las elecciones de medio término que son ya inminentes. Sobre la magnitud del triunfo me es imposible hilar más fino. Pero para evaluar la significación de los resultados, hay que tomar en cuenta que:

* si el resultado electoral es razonablemente bueno para el gobierno, no precisará negociar fuera de LLA cuando el presidente quiera imponer un veto. Siendo así, la oposición perdería virtualmente toda capacidad de legislar por iniciativa propia, exceptuando los casos en que el costo político del veto sea demasiado alto. Todo lo demás igual: los DNU’s estarán algo más al alcance del Ejecutivo, así como lo estará la aprobación de leyes; pero en ambos campos no habrá modificaciones sustanciales. La gran novedad (en términos, estrictamente, de distribución de la voluntad electoral en bancas) sería que la oposición quedará más atada, el gobierno ganará mayor margen de acción, pero esto será menos relevante.

* Pero en el nuevo cuadro importarán, a mi juicio, al menos cuatro elementos:

Un gobierno a fuerza de vetos y decretos de necesidad y urgencia es políticamente imposible. El costo a pagar es demasiado alto, sería un Ejecutivo sin iniciativa, tendencialmente debilitado y expuesto a rechazos a los DNU’s. El gobierno adquiriría el perfil de una democradura débil, sin efectividad. Por sí sola, esta estrategia es inviable y no perduraría. Nos cuesta imaginar un apoyo sostenido en la opinión pública que empatiza con LLA y sobre todo un apoyo de “los mercados” que se traduzca en un descenso del “riesgo país” de vital importancia.

Como recordé, los DNU’ no se pueden, constitucionalmente, emplear en cualquier materia. La política tributaria, la lectoral, por ejemplo, no pueden ser objeto de estos decretos. Pero mucho más importante que esto es el perfil de las “reformas pendientes”. En términos generales, el valor político de un cuadro institucional-legal dado depende de la sustancia de la agenda que se quiere avanzar. Si la agenda del gobierno es encarar las “grandes reformas” como la tributaria, la previsional, la laboral, la fiscal-federal (coparticipación), etc., no puede ignorar que el decisionismo puro y duro no es el camino. Modificar sustancialmente cada uno de esos grandes conjuntos de incentivos institucionales y legales que definen en gran parte el cuadro de largo plazo de la economía y la sociedad argentinas, y cuya alteración supone ganadores y perdedores y una enorme cantidad de intercambios complejos, no es algo que se puede hacer por decretos o mega-decretos. El procesamiento requerido para que la opinión pública, los directamente afectados por cada cambio, y los inversores que se espera crean en la sostenibilidad de largo plazo de las reformas, no remite al mundo del decisionismo, remite al mundo que Javier Milei odia, el de los partidos, los legisladores, la “casta”. Decisionismo crónico y reducción del riesgo país no empatizan.

Así las cosas, podría configurarse una suerte de bloqueo recíproco, sin que ni gobierno ni oposición encuentren mínimamente fácil avanzar en sus agendas legislativas, y siendo que nada indica que ni uno ni otra tengan incentivos palpables para avanzar en negociaciones. Ese sería el camino de una parálisis institucional. A Milei esto parece no importarle, porque cree estar seguro sobre cómo superarlo.

Pero, en contrapartida, el Ejecutivo cuenta con factores que lo favorecen. En números, si bien es cierto que el LLA dispondrá desde diciembre de más legisladores propios en ambas Cámaras, también lo es que su agenda será, en lo cualitativo (las “grandes reformas”), mucho más exigente. En contrapeso, a favor del oficialismo, sabemos que no son apenas los números lo que importa. La victoria electoral presionará sobre los números; dicho de otra manera, se ensanchará la brecha, que hemos percibido en estos primeros años del gobierno Milei, entre lo institucional y la política popular. Con un triunfo, es inevitable que así sea. El voto afectará el valor de las bancas; Milei contará a su favor un número determinado de ellas pero, políticamente, ese número será “mayor” que sí mismo (no sabemos cuán mayor), será más relevante. De hecho, esta ha sido la experiencia de los 18 meses ya transcurridos (que se extienden bastante más allá del efecto “luna de miel”). Un presidente que parece comportarse bajo el lema de que las instituciones no son nada, y sólo los hombres cuentan, no se sentirá impedido por escrúpulos a la hora de hacer valer esta brecha entre los números (instituciones) y la voluntad popular que él encarna[1].

Por otra parte, no podemos descartar que la formación de un bloque legislativo “de centro”, basado en la acción coordinada de un grupo de gobernadores, tenga lugar a expensas de la oposición más que de la LLA. Creo que esta novedad ensancharía – aun cuando en modo alguno pasivamente – el margen de acción reformista del oficialismo: si este nuevo actor político mantiene cohesión, será duro y costoso negociar con él, pero menos que hacerlo con la oposición establecida. Hay mucho de impredecible, aquí, por lo reciente y por el conocido antecedente del desdibujamiento del heterogéneo “centro republicano”. Por fin, podría ser que la oposición, pivoteando sobre la formación de gobernadores, reuniera la voluntad y el número para reformar la ley 26.122, cerrando en gran medida el camino del decretismo.

En suma, soy escéptico; la posibilidad de que Milei emplee moderadamente estas cartas que juegan algunas a su favor y otras en contra, para redefinir los términos del juego – organizar la cooperación en lugar de jugar al loco – la veo remota. Las señales que emitido en la aún fresca disertación por “cadena nacional” parecen elocuentes. Ya de por sí era preocupante que miembros del gabinete nacional (como Francos y Sturzenegger), y de hecho también el presidente, estuvieran dispuestos a mentir atribuyendo ilegalidad al rechazo parlamentario a decretos originados en delegaciones legislativas. Cualquiera que examine el artículo 16 de la ley 26.122, puede confirmar que los decretos de delegación legislativa (es decir, decretos emitidos en el marco de delegaciones legislativas) están sujetos al trámite dispuesto allí, que puede culminar en aprobación, rechazo, o silencio parlamentario indefinido. Sin defender la ley 26.122, que es malísima (otro legado K), digo simplemente que un decreto presidencial emitido en el marco de facultades legislativas otorgadas, puede ser rechazado en trámite normal. Los párrafos del discurso que ya citamos (la colisión inevitable, los pies para adelante), son sintomáticos del clima de «anormalidad» legal o constitucional con el que al parecer se procura rodear al Congreso desde la cúspide del Ejecutivo. Las medidas anunciadas, debido a su inanidad, son elocuentes por contraste: la prohibición del Tesoro de solicitar financiamiento al Banco Central está dibujada; el marco legal ya lo impide, pero ocurre; y la penalización a legisladores es tan absurdamente inconstitucional que obliga a examinarla más allá de su pertinencia legal. Tomada literalmente – el PE va y mete a los legisladores de la oposición en cana – es apenas una amenaza incumplible, por supuesto, pero una señal de hasta dónde estaría dispuesto a llegar.

Si el presidente consigue hacer ceder a los legisladores al no conseguir estos revertir el veto, la estrategia de la oposición parlamentaria (leyes que dan argumentos a que el gobierno, tal como lo ha hecho Milei el pasado 8 de agosto, dé por descontado o “interprete” que son conducentes al desequilibrio fiscal), habrá sido mala. Quizás la base de la estrategia parlamentaria haya sido la expectativa de un acuerdo de hecho y parcial como el que mencionamos más arriba (dejando pasar Garrahan, discapacitados), lo que parece haber sido un error.

Mi interrogante es si Milei no está preparando las condiciones para crear un clima de extrema tensión institucional sobre la base del activo político de la victoria de octubre, que da por descontada. Si es así, me temo que va a “ir por todo” en serio. Con una victoria electoral tendrá las espaldas calientes para exigir más y olvidando el fleje, cruzar como loco el límite. En ese caso la escena política cambiará, de mal en peor. Pero es difícil convencer a Milei de que una estrategia donde la enorme cantidad de recursos institucionales de que disfrutan en Argentina los presidentes se emplee de modos más flexibles, es la mejor – o la menos mala – para convencer a los inversores.

Que Dios nos pille confesados.

[1] Ya que estamos aquí con Aristóteles de visita, este escribe varias veces y no al pasar, que cuando se trata de “hombres extraordinarios” [en virtud, por cierto, pero, ¿cómo y por quiénes esta es entendida?] la suma del poder público es necesaria; esto en un tratado donde desmenuza concienzudamente las instituciones, los regímenes políticos, las relaciones entre libertad, igualdad y mérito y desde luego la virtud cívica. La fascinación del intelecto por los hombres extraordinarios puede no tener límites y se remonta a más de dos milenios.

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