Por Roberto Fernández Blanco.-

Sintéticamente, el sistema democrático está operando con una falla sistemática que contradice la esencia de su concepto.

Demo-cracia (demos=pueblo, cracia=autoridad) implica que el pueblo (el Estado como Consorcio de Ciudadanos) es el Soberano (Autoridad Suprema), el Mandante, el que delega limitadas atribuciones y específicas tareas en sus empleados públicos.

La fisura o grieta del sistema democrático en el que convivimos, su falla operativa, se centraliza en este concepto mal entendido y -por ende- mal aplicado y lamentablemente tolerado por la comunidad, que abre paso a corrientes autoritarias y obliga a soportarlas por un tiempo preestablecido hasta el recambio de los empleados públicos.

Durante ese período -de riesgosa espera- el autoritarismo se acomoda, se instala y va creando los mecanismos de perpetuación colonizando las tres instituciones subsidiarias del Estado, la Ejecutiva (Administración), la Legislativa y la Judicial.

Esta torpe e ingenua espera es letal para la democracia pues el ejercicio de la autoridad se va desprendiendo del soberano pueblo, para ir pasando a manos de lo que poco a poco se va convirtiendo en la arrogada autocracia del soberano gobernante (cuyo literal y peligroso significado es comandante o conductor).

A partir de aquí el 1984 de Orwell se instala y se enquista con su despótico poder.

Debemos considerar al autoritarismo como un virus letal que aprovecha la poca capacidad defensiva del organismo comunitario para penetrar y perpetuarse.

El sistema inmunológico democrático suele estar desprevenido y acostumbrado a dejar que las cosas se sostengan y se sucedan por cierto tiempo preestablecido, en la creencia de que el virus no avanzará y que será despedido en su debido momento, sin comprender que es esto lo que el virus del autoritarismo necesita para terminar de instalarse y fortalecerse.

Y a partir de aquí ya es tarde, obligando al pueblo a un doloroso esfuerzo de liberación, de combate desgastador que daña al organismo democrático, altera su orden armónico y enerva su capacidad de mantener su ciclo de desarrollo productivo.

Nuestra democracia adolece del Síndrome de inmunodeficiencia contra el Autoritarismo (SIDA), una deficiencia difícil de combatir dada la inherente debilidad del sistema democrático mal interpretado.

¿Dónde está el foco de la fisura?, lo está en el error de elegir “Representantes”, a los que se les permite ir arrogándose la suma del poder, en vez de elegir el pueblo a “Mandatarios” con compromisos precisos plenamente asumidos que deberán rigurosamente respetar, cumplir y nunca rebasar, sujetos a ser removidos tan pronto como dejen de cumplir sus contraídos compromisos o pretendan -desde su condición de empleados públicos (funcionarios)- poner en riesgo el sistema democrático tratando de modificar a su conveniencia y antojo las reglas operativas y atribuciones delegadas que el pueblo ha establecido en el Reglamento Constitucional para el riguroso cumplimiento por parte de sus empleados públicos de todo nivel, empezando por el transitorio funcionario que preside la administración nacional.

Al virus del autoritarismo no se le debe permitir que vulnere y se aloje en el cuerpo social. Se lo debe combatir y eliminar desde su primera tentativa con un sólido sistema inmunitario, una sólida demo-cracia, un sistema social operativo basado en el accionar de una comunidad de seres libres en pleno y activo ejercicio de su condición soberana (autoridad suprema), en armónica convivencia y cooperación productiva, limitando a los funcionarios a su condición subsidiaria.

Toda demora en actuar y prevenir a tiempo todo intento autoritario conlleva el riesgo de caer en manos del totalitarismo.

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