Por Hernán Andrés Kruse.-

“Digamos que Gramsci no se deja arrastrar por el maximalismo ni por el idealismo. Renuncia a un modelo dualista (de opuestos) y redentor de destrucción/construcción desde arriba de un orden social nuevo. Éste, si llega, deberá forjarse desde abajo. Entre otras cosas porque nunca fue amigo de los sistemas cerrados, con principios científicos rigurosos, abstracciones o verdades concluyentes. Gramsci era un hombre de realidades, no de dogmas ni de paraísos ilusorios. Para él, el socialismo rondaba la derrota, hasta tanto no se concibiera y desarrollara con autonomía, esto es, con su propia concepción integral del mundo y la historia. De ahí la importancia que en su obra contrae la necesidad de construir una filosofía de la praxis. La filosofía de la praxis es una teoría de la constitución de los sujetos políticos con el objetivo de que se desarrolle una doctrina de la hegemonía. Este subjetivismo y su base anti-determinista es lo que hace de Gramsci, desde nuestro modesto punto de vista, un autor inesperadamente actual.

Cuando hablamos aquí de hegemonía nos situamos en un plano muy diferente al de simple dominación y/o sustitución de unos dirigentes burgueses por otros socialistas. Para nuestro autor el éxito de una revolución socialista no se visualiza cuando los socialistas toman el poder, sino cuando transforman las relaciones de producción. Esto explicaría el peso que para Gramsci adquiere la idea de hegemonía, incluso por encima que la propia conquista del poder por la sociedad civil. Una vez tomado éste, debe existir una base social que respalde su continuidad. La hegemonía equivale así a asumir los intereses de los grupos destinatarios de sus acciones, a no bloquear los caminos, a no retener las alternativas. La hegemonía cohesiona, en un mismo bloque histórico, la sociedad civil y la política, teniendo los intelectuales el deber de contribuir mediante su difusión ideológica.

Esta apelación del autor italiano a la sociedad civil es importante de cara a evitar una dictadura sin consenso como la de los Estados socialistas. La dictadura del proletariado en Gramsci es un concepto teórico normativo no doctrinario. Suscribe junto a Rosa Luxemburgo la idea de que la libertad reservada únicamente a los partidarios del gobierno o a los miembros del partido -por muy numerosos que éstos sean- no es libertad. Hacerlo equivale a desviar, no a despejar el camino, en la revolución socialista.

Digamos que el proceso de conquista de la hegemonía pasa por fases y tiempos diferentes: (i) el cuerpo social se hace homogéneo y se reconoce en el terreno económico corporativo; (ii) se amplía la solidaridad entre los miembros de la misma clase social. Desaparecen el aislamiento y la dimisión; y (iii) los intereses corporativos sobrepasan sus límites y abarcan a otros grupos sociales. En cualquier caso, la revolución ha de ser concienzuda y paciente. Debe prepararse con cuidado, con la precisión de un alquimista, para que pueda empapar los mecanismos de la sociedad civil, volcando los corazones y cambiando la mentalidad de la mayoría. Hablar, por tanto, de hegemonía es hablar de imaginario social compartido. Si decimos que un determinado grupo social pierde hegemonía, lo que estamos haciendo es certificar que ya no cuenta con el respaldo del organismo social, que ya no es hegemónico, sino dominante, pues lejos de cohesionar el bloque histórico, se distancia de los ciudadanos, incapaz por más tiempo de integrar a la sociedad. Un retroceso hegemónico que se escenifica: (i) en una crisis orgánica, bien por el fracaso de la clase dirigente en alguna empresa política, bien por la pérdida de confianza de amplios sectores populares (campesinos e intelectuales pequeños burgueses), que pasan a la actividad y plantean reivindicaciones revolucionarias; y (ii) en una disgregación entre lo social y lo político que refuerza el papel represivo del Estado.

El lugar que Gramsci diseña para el nacimiento de la hegemonía es la fábrica. La preponderancia progresiva del aparato hegemónico de la clase dominante en el aparato estatal, no dejaba más opciones a los sujetos y a los grupos que potenciar aquellos espacios donde podían hacerse más fuertes. Por eso Gramsci hará de los consejos de fábrica – piénsese en el Consejo de Fábrica de Turín – el eje de sus propuestas. A estos correspondía: (i) fortalecer la conciencia de clase, pues los nuevos hábitos adquiridos en la fábrica serían la base para futuras conquistas. Los consejos de fábrica se convertían así en la piedra fija de los procesos de formación y educación democrática de los trabajadores; y (ii) traer la unidad a la clase trabajadora. Algo que no parecía fácil, vistas las diferencias y las disensiones entre los propios trabajadores, amén de las resistencias de obreros especializados, ingenieros etc., que siempre quisieron contar con reconocimientos y prerrogativas distintas de aquellos que no lo eran.

En esto, las expectativas de Gramsci se vieron defraudadas. Los Consejos de Fábrica representaban una forma alternativa de legitimidad, frente a las desviaciones de las instituciones de la democracia burguesa. Sólo ellos podían imponer de manera legítima disciplinas y, además, asegurar a los trabajadores el desarrollo máximo de sus iniciativas y capacidades, hacer de ellos productores y no sólo militantes. En ellos, reiteraba Gramsci, podía cristalizar un orden socio-económico alternativo que anticipara no ya el nuevo orden socialista, sino el modelo del Estado socialista. La estructura de este modelo de Estado emergía así desde abajo, desde los Consejos de Fábrica. El partido debía coordinar y los Consejos actuar. La relación entre uno y otro – partido y consejo – era de dependencia y colaboración, no de dominación de uno sobre otro. Lo que no deja de tener su aquél, si pensamos que para el filósofo italiano el marxismo equivalía a subvertir para luego promover el progreso intelectual de las masas. Había que construir prácticas emancipadoras y había que hacerlo desde abajo, para poder enfrentar el elitismo tradicional de las clases dirigentes. Sólo así tendría lugar la revolución política que buscaban.

Frente a Croce y el idealismo, Gramsci pretende hacer de la filosofía de la praxis el exponente hegemónico de una nueva cultura más cívica y democrática. Por eso tiene que construir un bloque intelectual moral que tienda puentes entre intelectuales (innovadores e integrales) y no filósofos. Era el intelectual quien debía hacer los deberes. Era él quien debía mantener vivos los instintos volitivos de los sujetos, con el propósito de que pudieran salir del caos y convertirse en agentes activos de su propia liberación y de la transformación democrática de la sociedad y el Estado. En fin, la intención de Gramsci no era otra que ampliar nada menos que los límites del discurso filosófico. Quiere decirse que para Gramsci una filosofía es una concepción del mundo que se escenifica como superación crítica de la religión, entendida como una idea del mundo que se transforma en norma de vida. La filosofía coincide con el buen sentido, que no es el más común. La filosofía de la praxis es la sistematización historicista del buen sentido, definitivamente emancipado del sentido común de las filosofías anteriores. Digamos que se concibe como una nueva filosofía integral de la historia, entendida ahora como política, como un historicismo absoluto.

El marxismo es para Gramsci un ejercicio crítico de las teorías y de las concepciones del mundo que se sintetiza: (i) en un conjunto de proposiciones fundamentalmente políticas para la crítica material del desarrollo de la filosofía, la ideología y la ciencia; (ii) en una serie de propuestas para una nueva ordenación y realización institucional – y cultural – de la filosofía; y (iii) en un nuevo sentido común y una nueva hegemonía con capacidad para influir en la cultura frente a las perspectivas y enfoques tradicionales. Veamos sino como palabrea en este punto el propio Gramsci: “elemento de una actividad práctica general que innova de manera perpetua el mundo físico y social, fundamentando una nueva e integral concepción del mundo”.

Tradicionalmente, la falta de correspondencia entre la concepción del mundo y la conciencia práctica, efectivamente manifestada, es un problema que se cierne sobre las formaciones sociales complejas y asimétricas, afectando a los sectores sociales supeditados y subordinados, que tienden a interiorizar la visión del mundo propia de las clases dominantes. En este sentido, Lukacs afirma que los trabajadores son forzados a tomar el poder cuando aún tienen interiorizado el orden capitalista como el único sistema posible. Resulta crucial, por lo tanto, cambiar dicha concepción por otra distinta, ajena a las tramas y mediaciones que consolidan la hegemonía del orden burgués.

El socialismo ha de acabar con las mediaciones falsamente representativas del Estado liberal burgués, para potenciar el autogobierno de los trabajadores. Son ellos quienes deben ejercer sus funciones como productores libres y creadores. El recuento de votos es, en este sentido, la manifestación terminal de un largo proceso, en el que los que tienen más influencia en la sociedad liberal la ejercen para obtener el consenso de la mayoría. Según el autor italiano, el proceso está mediatizado desde el principio a causa de las relaciones de dominación pre-estructuradas, del oscurecimiento de los problemas sociales y de la retórica elitista de gobierno que da por sentado, por un lado, que las masas son incapaces de afrontar o decidir acerca de los problemas sociales, incluso de aquéllos que más les conciernen y, por otro, que no son responsables. La propagación de este prejuicio elitista por todo el imaginario, en cualquiera de sus formas (como conformismo, escepticismo inactivo, atomización social o irresponsabilidad), presagia la debilidad de la acción política.

La hegemonía, significa, por tanto, un cambio radical, no sólo en la política, la cultura, la filosofía y su práctica, sino en las instituciones. El proletariado construye en torno a sí un agente social, que será el resultado de objetivos y reivindicaciones sociales de carácter progresivo de los colectivos sociales. Todo ello debe adaptarse a un cambio en el modelo de producción. Sólo así, y después de todo un proceso, se transformarán las relaciones de dominación establecidas, sustituyéndose por una nueva hegemonía: la de las masas, en la terminología más genuina de Gramsci”.

(*) Rafael Rodríguez Prieto//José María Seco Martínez (Profesores Drs. de Filosofía del Derecho y Política de la Universidad Pablo de Oalvide de Sevilla. Profesores y coordinadores de los Programas de Doctorado “Pensamiento Político, Democracia y Ciudadanía” y “Derechos Humanos y Desarrollo”): “Hegemonía y Democracia en el siglo XXI: ¿Por qué Gramsci?”

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