Por Hernán Andrés Kruse.-

Javier Milei admira a Donald Trump. Lo considera el líder de una gigantesca fuerza política de derecha que tiene la obligación moral de barrer con el socialismo, el wokismo, el colectivismo, o como quiera llamarse a toda ideología que no comparte los postulados fundamentales de esa derecha global. Ambos presidentes son ejemplos elocuentes de lo que la Dra. Laura Martínez (académica del Departamento de historia de la IBERO) denomina “la nueva derecha”. La nueva derecha es extremadamente moralista, es proclive a ensalzar figuras mediáticas alejadas de la política tradicional pero que son capaces de granjearse la simpatía de millones de personas que tiene en común su hartazgo por los políticos profesionales. A diferencia de las derechas moderada y tradicional, la nueva derecha puede ser antisistema y compartir con la extrema derecha su aversión por los inmigrantes, por el avance de la población LGTB+, las agendas feministas y manifestar sin pudor alguno un racismo extremo.

Laura Martínez explica que “la mayoría de los representantes de esta vertiente no tenían una carrera política previa, pero escalaron rápidamente como opciones para el electorado porque suelen ser muy desparpajados en su manera de hablar, tienden mucho al populismo, son figuras con “fuerte” presencia en redes sociales, con una gran capacidad de comunicación, se involucran de manera directa en estrategias de marketing y juegan bajo lineamientos que no estábamos acostumbrados a ver en la política tradicional porque suelen lanzar mensajes agresivos y hasta violentos contra sus opositores, con algunos asomos de manipulación de la opinión pública, generalmente expresan que el sistema está contra ellos y así se plantean como una alternativa frente a todo lo perverso del sistema mismo” (fuente: IBERO, Ciudad de México, 28/11/023).

Trump y Milei son casi hermanos siameses: nunca pertenecieron a lo que el presidente argentino denomina “la casta política”, se valieron de las redes sociales y del poder mediático para hacer competir por la presidencia, son proclives a demonizar a sus adversarios utilizando un lenguaje extremadamente violento y convencieron a la mayoría de la población de que con ellos en el poder emergería una nueva era histórica. Lo notable es que Trump y Milei se encuentran en las antípodas en materia económica. En efecto, el presidente argentino, como genuino anarcocapitalista, descree de la soberanía y considera que el estado debe desaparecer para dejar paso a la libre iniciativa de las personas. Trump se sitúa en la vereda de enfrente. Como bien expresa Roberto Cachanosky (Infobae, 4/2/025) Trump es un emblema del proteccionismo. “La estrategia de crecimiento de Trump”, expresa con meridiana claridad, “se basa en el proteccionismo. Su propuesta para las empresas norteamericanas es que aquellas que instalaron plantas productoras en el exterior para luego exportar a Estados Unidos, las trasladen nuevamente al país y, bajo esa condición, obtendrán una reducción de la carga tributaria. Si no lo hacen, cuando exporten a Estados Unidos desde otros países, deberán pagar aranceles más altos”. “Lo concreto es que el proteccionismo ha demostrado sobradamente que perjudica a los consumidores y general rentas extraordinarias para las empresas protegidas. En última instancia, el proteccionismo no es otra cosa que restringir la oferta de bienes y servicios mediante medidas arancelarias o para-arancelarias, para que los productos locales puedan obtener beneficios extraordinarios que no lograrían en condiciones de libre competencia”. “Sobre los prejuicios del proteccionismo para los consumidores y el crecimiento de los países, se han escrito innumerables ensayos. En particular, son recomendables los textos de Frédéric Bastiat, como la “Petición de los fabricantes de candelas, velas, lámparas, candeleros, faroles, apagavelas, apagadores y productores de sebo, aceite, resina, alcohol y, en general, de todo lo relacionado con el alumbrado”. En este breve ensayo, con gran ironía, el autor expone el sin sentido del proteccionismo”.

En materia económica Trump es partidario, por ende, de lo que Milei más aborrece: la intervención del estado en la economía. ¿Cómo explicar, entonces, la adoración que Milei siente por el presidente de Estados Unidos? Porque el presidente argentino no soporta a aquellos economistas argentinos que enarbolan la bandera del intervencionismo estatal (tampoco soporta a los economistas liberales, como Cachanosky, que osan criticarlo). Esos economistas los ha tildado de “chantas”. En consecuencia, Trump también es un chanta. Sin embargo, Milei lo idolatra. Le rinde pleitesía como si fuera un lacayo suyo. ¿Cómo explicar semejante dualidad? Las razones son varias. En primer lugar, Milei comparte con Trump su visión geopolítica mundial. En segundo lugar, necesita imperiosamente ganarse la “amistad” del magnate estadounidense para mejorar sus condiciones de negociación con el FMI. En tercer lugar, ambos comparten una cualidad muy común en los gobernantes de todas las épocas: la megalomanía”.

En efecto, Trump y Milei son megalómanos. ¿Por qué? Para responder a semejante pregunta nada mejor que leer el polémico ensayo de Emilio E. Encinas titulado “La tiranía de los derechos fundamentales” (Procesos de Mercado-Revista Europea de Economía Política-Vol. XVII-Número 1). Escribió el autor:

1) “Se ha visto que el delirio con el que se presenta la paranoia en el gobernante es la megalomanía. El megalómano es una persona que se cree superior al resto, pero no a éste o a aquel individuo, sino a todos. Establece una relación respectiva con los demás en los que el resto son inferiores a él. El megalómano, en su delirio, es el único ser humano singular, y, así, es fácil que llegue a creerse un mesías, un ser destinado a fines últimos e importantes, y, por ello, para él, todos somos medios. Para el megalómano, todo le sirve como “escalones” para sus “grandes”, “importantes”, “absolutos” y “verdaderos” fines. Al megalómano es fundamental atenderle, que se asienta cuando él habla, que se le siga, que se le aplauda. El paraíso que él ha fabricado en su mente enferma es tan real, tan posible, que no comprende que, quizás, alguien le diga que no quiere vivir en él. Fijémonos en los apelativos que se le dan: “rey”, “emperador”, “caudillo”, “jefe”, “generalísimo”, “padre de la patria”, etc. Toda la teoría de la legitimación del poder basada en un “dios”, en la superioridad de su inteligencia (oligarquía), en el aplauso de la mayoría (demagogia), les da un subidón de arrogancia. Ser “dios” en la tierra, ser la única persona capaz de escuchar a “dios”, rendir cuentas sólo ante “dios”, ser él quien conoce la verdad, subirse a un estrado y ver a la masa aplaudiéndole No se me ocurre qué cosa peor puede hacerse a un megalómano para mantenerlo enfermo de sí mismo”.

2) “Por este camino, barruntamos que, en realidad, las teorías de legitimación del poder son una forma de describir y justificar el gobierno de un enfermo. Y lo que digo no es exagerado. Los propios teóricos del poder hablan de estos sentimientos. Si no es por ellos (piensan), el pueblo se mataría entre sí, ¡¿qué haríamos los pobres hombres sin estos iluminados que nos guiasen!? En el entusiasmo de sus delirios matan a quien ponga en cuestión su trono; sin ambages, mandan a los hombres a una guerra devastadora para mantenerse en el poder y, mientras, rezan, ocupan puestos principales cerca de los altares, exhiben crucifijos en el pecho y el báculo. Los ejemplos que se pueden poner son tantos que a todos se nos ocurren. El lector puede poner cara a muchos de ellos paseándose por las salas del Museo del Prado donde cuelgan pinturas, de distintas épocas, de criminales de este tipo. También en el Congreso y el Senado y, en fin, en cualquier inmueble que hayan usado y usen los políticos, podrá el lector ver de qué modo se retratan y dejan rastro de su infame huella en el mundo”.

3) Por lo tanto, en una democracia, cada partido, cada candidato a ser elegido gobernante, tiene como misión principal anunciar a sus acólitos que su rival es un peligro. Cuanto más miedo infunda a la masa, más paranoica se volverá ésta y será más fácil que se arremolinen alrededor del megalómano y que le voten. Y así es, porque nunca lo importante en democracia es votar propuestas positivas. Quien vota en democracia, como se ha explicado más arriba, lo hace contra el “otro”. Los planes para la salvación del hombre-masa tienen las mismas características que las ideas que sirven para infundir miedo. Son irracionales, generales y fuertes”.

4) “No soportan el mínimo análisis racional. Por esta razón, los dirigentes políticos en democracia no necesitan ser personas especialmente instruidas ni morales. Más bien, lo contrario es lo que les da ventaja. Cuanto menos sepan, peor formados estén y más inmorales sean, menos escrúpulos y vergüenza tendrán a la hora de insultar, subirse a un estrado y decirles a los demás por dónde llevar sus vidas. El iluminado político demócrata sólo tiene que poner la lupa sobre los fallos del otro y, por contraste, los ingenuos votantes pensarán que la solución es él. Por eso, el político democrático eficaz no es el que se dedica a hablar en positivo, es el que denigra, demoniza y machaca al adversario. Con ello, el pensamiento de la masa se moverá automáticamente por efecto del miedo hacia la paranoia. Esta situación, que se repite a lo largo y ancho de las “democracias” occidentales, en mayor o menor grado, nos debería poner sobre aviso de que el ente colectivo, que actúa en democracia, es un enfermo dirigido por otro”.

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