Por Hernán Andrés Kruse.-

“La llegada de la democracia a España fue, para muchos, un verdadero desafío, y creo que Savater no tardó en terciar en el terreno de lo público, en la mediación entre poder e individuo, a pesar de las desilusiones melancólicas –en su sentido teórico, porque pocos tan alejados de la melancolía como Savater– provocadas por el hecho de caer en la historia. No exactamente la caída en lo histórico de la que habló su admirado, y también refutado, Émile Cioran, sino en su acepción más elemental de tener que enfrentarse a lo posible desde la formalización estatal más amplia que la imaginación política ha ideado, la democracia. Cercano al socialismo del PSOE –pero con todas las características que ya he mencionado–, Savater siempre ha mantenido la primacía de la distancia como condición de su actitud intelectual. Distancia que nunca ha significado indiferencia o defensa –o inhibición crítica– de acciones concretas. Los más puros de pensamiento le han censurado que pudiera estar, en esta o aquella medida, cerca de los pronunciamientos del partido conservador, sin tener en cuenta que lo que hace Savater es pensar sus ideas y defender la verdad (la suya), porque la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, Felipe González o José María Aznar, algo que nuestro secular espíritu gregario no termina de comprender.

Así pues, su anarquismo inicial, antiestatal, pasado el tiempo encuentra en el liberalismo a un interlocutor fértil y polémico. Sus ideas sobre ética, basadas en la aspiración a la coherencia y excelencia de acciones individuales, rectifican y controlan la posible voracidad del liberalismo entregado a un egoísmo sin ética en vez de (en el sentido de Savater) a una ética egoísta. Fernando Savater nunca ha estado en las filas de ningún partido ni creo que vaya a estarlo; tampoco es una presencia fácil para los socialistas o conservadores, ni para los ecologistas o antisistema. Es decir: uno de los aspectos más atractivos de Savater (y hay varios) es que no es un hombre que sabe su doctrina, y no ha estado dispuesto a tragar con las ruedas de molino de los demás, sean éstas productos del rigor geométrico, de la visión mesiánica o de la razón de Estado o de Partido. Por lo tanto, y aunque parezca que digo un lugar común, quiero señalar que Fernando Savater me parece que es un español que ha pensado por su cuenta, sobre esto y sobre muchas otras cosas; lo cual no es poca cosa en una país en el que todos creen pensar por su cuenta, cuando en realidad se hace dicha gimnasia a cuenta de otros.

En política y en ética, Savater está lejos del relativismo con el que ahora, de la mano de la (¡quién lo diría!) vieja izquierda universalista o derivado de una antropología conservadora (de museos tribales vivos, a veces de horrores) con la que coquetean algunos de sus compañeros de reflexión. Cuando digo que en política está lejos del relativismo quiero decir que no cree que los elementos fundamentales de lo político (libertades individuales y colectivas, separación de los poderes públicos, estado laico, etc.) sean lógicos para los europeos, pero no, por ejemplo, para los árabes, sean musulmanes o no. Para Savater la política es relativa por oposición a absoluto, pero no relativa en cuanto a su aspiración de excelencia a estas o aquellas culturas. Su invitación a la ética trata de fundarse no sobre una metafísica teológica, a la manera de Enmanuel Levinás, sino en algo más dialógico y cercano: en el reconocimiento de lo humano por lo humano. La ética, o es universal (el elemento de su meditación es el hombre, no esta o aquella sociedad, leyes, Constitución o forma de Estado) o es una moral (preceptos tácitos o explícitos sobre el comportamiento).

Llegados a este punto, es obligado que pensemos en el nacionalismo, sobre el que Savater ha escrito multitud de trabajos y contra el que ha combatido como escritor y como defensor de plataformas ciudadanas (“Gesto por la Paz”, “Foro de Ermua”, “¡Basta ya!”, etcétera). Isaiah Berlin, al que nunca leeremos lo suficiente, dijo aquello de que el nacionalismo es una inflamación patológica de una conciencia nacional herida; pero quizás olvidó añadir que esa herida puede ser inventada, producto de una imaginación compensadora y socarrona, y como en el fondo siempre hay una herida, aunque sea la de haber nacido (mortal), no faltarán quienes encuentren para esa herida un causante (el otro, el enemigo sempiterno), soporte del discurso delirante. Contra esa inflamación que no da ideas pero sí que pensar, ha escrito Savater con valentía reflexiva y valentía civil: contra los nacionalismos y contra el terror que adoptan sus ideas (el plural es gentileza mía) al instrumentarse en violencia, en crimen.

También, contra los que basándose en otro nacionalismo arguyen con premisas similares a lo criticado. Salvo aquellos que se dedican casi exclusivamente –como ensayistas– a los problemas del nacionalismo, como es el caso de Jon Juaristi, autor de libros imprescindibles sobre este tema, ningún otro intelectual español ha escrito tanto y tan continuadamente sobre esta lacra. Y lo ha hecho, como decía, desde la base crítica de repugnarle cualquier articulación política que tenga por origen el espíritu nacionalista, cuya bolsa de tópicos contiene siempre el amor irracional a la propia tierra (amor del que necesita la participación identitaria de sus vecinos), la xenofobia como corolario de este primer amor, el amor a la patria como Persona, epítome de la identidad que cada cual posee como hijo de la misma, la defensa de la lengua identitaria por encima y antes de los contenidos intelectuales y artísticos (la Generalitat apoya a los escritores catalanes – por poner sólo un ejemplo– que escriben en catalán, no a los que escribe en español, que ni siquiera son considerados escritores catalanes, tales los casos de Marsé, Azúa y tantos otros).

Nación, patria, pueblo, la santísima trinidad que a los ojos de Savater no oculta sino formas de opresión del ciudadano, del ser humano en tanto que humano (la noción circular de su ética, cercana, en parte, a la de Foucault), la articulación de lo social por un absoluto particularista que se complace en la expulsión del otro o su sometimiento, pero nunca en el libre juego de la igualdad. Savater ha denunciado –con una pedagogía reflexiva que debemos agradecerle– de manera general la mitología esencialista, casposa y represora de los discursos nacionalistas, pero ha atacado y desvelado sobre todo a aquellos que han articulado violentamente dichas ideas, una y otra vez ha desenmascarado la “fascinación fetichista por la identidad”, el odio a lo otro porque representa precisamente la alteridad que el nacionalismo quiere reducir a lo uno.

Y Savater, desde su infancia, ha sido politeísta. Por lo tanto su lucha prioritaria como intelectual ha sido la banda terrorista ETA y su entorno, que en ciertos momentos ha abarcado al PNV en cuanto que dicho partido, que gobierna Euskadi desde el comienzo de la democracia, se ha apoyado en una violencia, que no legitima, o no de manera clara sino con retruécanos jesuíticos (Ardanza, Arzalluz, Eguibar), para imponer su hegemonía ideológica, desde los medios autonómicos de comunicación a la enseñanza. En alguna ocasión escribió Savater que “lo que impone la democracia es la renuncia al privilegio discriminador del origen para que tenga lugar la participación voluntaria en la gestión política y en la configuración plural de la unidad colectiva”. No es lo que fuimos, en la configuración nebulosa y caprichosa del origen, interpretado según las meninges inflamadas de este o aquel, sino lo que queremos ser: eso será lo que nos constituya. Por lo tanto, nuestra convivencia y proyecto político no podrá basarse en una noción de raza o pueblo sino en la de ciudadanos que se reconocen (o pueden hacerlo) en los ciudadanos, no el código telúrico y monologante de la tribu.

Su actitud crítica y lúcida ha sido también valiente –insisto– y le ha costado mermas en su vida personal, como son la imposibilidad de dar clases (al ser un objetivo prioritario de ETA) y no sólo en Euskadi sino también en Madrid, y tener que vivir protegido por guardaespaldas, con las complementarias limitaciones que supone. Así, hay que decir –y yo aprovecho este artículo para decirlo– que Fernando Savater es un ciudadano excepcional por la excelencia de su actitud intelectual y cívica. No a todo el mundo es exigible que llegue a tanto – aunque, paradójicamente, todos deberíamos serlo con nosotros mismos–, así que los que no han llegado ahí deberían (deberíamos) no olvidar las diferencias”.

(*) Juan Malpartida (Universidad de Sevilla-España) titulado “Política en Fernando Savater” (ARAUCARIA-Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades-2007).

Share