Por Luis Alejandro Rizzi.-
¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución?, se preguntó Ferdinand de Lasalle.
Nosotros contestaríamos a coro, la sancionada en 1853 y su última reforma de 1994.
A lo que el mismo Lasalle, aclara: “Pero esto no sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea, para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia, el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?”
Nuestro jurista desde una toga imaginara diría: “Es la ley fundamental de nuestra organización político-jurídica”.
Sin embargo, esa ley fundamental que es la Constitución debería ser o tener un poder inmanente o fuerza que influya y condicione la legislación ordinaria y el uso de las atribuciones dentro de los límites de cada poder de gobierno, sin poder hacerlo de otro modo.
En Argentina, nuestra “honorable Constitución” no pasa de ser una simple hoja de papel, además de pésima calidad, cuyo contenido se borra en la obsecuencia debida y el leguleyismo, una suerte de sofística del derecho.
Es allí donde Lasalle crea esa sabia expresión que llamo “factores reales de poder”, que define cómo “los que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son”.
Pues bien, hoy en Argentina hay dos constituciones, una “es real y efectiva, formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad, y esa otra Constitución escrita, a la que, para distinguirla de la primera, daremos el nombre de la hoja de papel.”
LLA, Karina y Javier, se ha convertido en “factor de poder”, que es de los tres poderes de gobierno, el único real, el legislativo y judicial, sólo están pintados en una ordinaria hoja de papel…
El art. 99 inciso 3 de la Constitución y el art. 76 se han convertido en verdaderos “huevos de serpientes venenosas”.
Es llamativa la hipocresía de los textos; empiezan prohibiendo el ejercicio de atribuciones legislativas por parte del poder ejecutivo y la delegación legislativa en el poder ejecutivo, pero luego se establecen excepciones, que borran las prohibiciones.
Leyendo el debate en la convención constitucional de 1994, sobre el tema de los DNU, me queda la duda sobre la sinceridad de Juan Carlos Maqueda, que en la Corte no fue consecuente con su discurso, y la ingenuidad de Ortiz Pellegrini, convencional de la UCR, en su brillante discurso.
A raíz de una consulta, tuve que volver a leer el DNU 70/23 y la Ley Bases, 27742. Ambas verdaderas estocadas mortales al corazón de la institucionalidad.
El Senado rechazó el DNU 70, pero Diputados no lo trató, lo dejó en el limbo de la banalidad; luego algunos legisladores se quejan porque el Ejecutivo no le contesta sus pedidos de informes, en ese sentido los senadores pueden arrojar la primera piedra.
Es preocupante que la Corte no haya resuelto su grosera inconstitucionalidad, de un DNU que derogó leyes, las modificó, ejerciendo atribuciones legislativas que le están prohibidas.
Lo mismo se puede decir de la ley 27742, que delega de hecho atribuciones en forma bartolera, como diría Jorge Asís.
Es lamentable que ninguna facultad de derecho haya advertido sobre estas groserías institucionales. Tampoco ningún colegio de abogados.
La Universidad Austral, por medio de una “composición” sobre los DNU y las facultades delegadas, guardó total silencio sobre la legitimidad del DNU 70 y de la ley 27742, de hecho, pareció convalidarlos.
Ésta es la precariedad institucional en la que vivimos y hemos borrado el art. 29 de la Constitución.
¿Pueden venir inversiones en este precario marco institucional?
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