Por Luis Alejandro Rizzi.-

Cómo determinamos si algo es caro o barato, es la primera pregunta que nos debemos hacer.

La respuesta es fácil, comparando.

Pero viene otra pregunta: ¿contra qué comparamos?

La respuesta también es fácil: con los recursos que contamos y nuestras prioridades de gasto.

A nivel familiar, si se tiene un ingreso de “mil”, adecuaremos los gastos a ese techo y la eventual capacidad crediticia y de ese modo fijaremos prioridades y adaptaremos nuestras ambiciones.

En la vida de un país organizado de modo republicano democrático, mediante su presupuesto anual o plurianual, fijará sus prioridades y el modo de gastar los recursos disponibles, provenientes del pago de impuestos, tomando a la expresión en su sentido más amplio, los créditos que se puedan obtener para inversiones de capital, no para financiar todo tipo de gastos corrientes y las rentas que generen las empresas que posea el estado.

El artículo 5 de la Constitución dice: “El Gobierno federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro nacional formado del producto de derechos de importación y exportación, del de la venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional”.

Si bien la Constitución no se refiere a “empresas del estado”, es obvio que tampoco las prohibió y pienso que para la prestación de determinados servicios públicos pueden ser imprescindibles.

Sin embargo, las empresas del estado, más allá del riesgo propio comercial, no deben ser deficitarias, y en todo caso los precios o tarifas de sus servicios deberían ser financiados, de ser necesario, con recursos del presupuesto nacional.

Esto no quiere decir que el estado deba explotarlas de modo directo, puede concesionar la prestación de servicios públicos.

El gobierno del estado debe promover el “bien común” y hay servicios públicos muy costosos, que sería imposible cubrir con su precio o tarifa. Un ejemplo son los servicios ferroviarios, que demandan un costo muy alto de inversión y mantenimiento. Sería de buen gobierno y sana administración que la diferencia entre el ingreso tarifario y el costo sea cubierto por el estado de modo transparente.

En este supuesto de las “empresas públicas”, no hay un principio válido universal; la cosa dependerá de cada realidad y de la capacidad de pago de cada sociedad.

Lo ideal sería que las tarifas de los servicios públicos se acerquen lo más posible a su costo de prestación y cuando la sociedad pueda pagar ese precio, el estado debería o bien privatizar esa empresa “rentable” o bien mantenerla para generar recursos para financiar el estado y así bajar la presión fiscal.

Un ejemplo, para terminar con esta primera parte, el transporte aéreo.

Hoy el transporte aéreo es un servicio público rentable. Hay una mayoría de empresa privadas, que cotizan en bolsa y sus acciones son demandadas. Es cierto que esas empresas están radicadas en países con economías “normales”.

Hoy todo negocio comercial funciona con una precisión financiera que llamaría “just in time”.

En la Argentina, con un precio del dólar, que es la moneda del transporte aéreo y diría de casi todo el transporte, que puede variar en un 10% en sólo unos pocos días, hace muy difícil su administración y gestión. Si a ello sumamos los periódicos “cepos”, lo haría casi imposible.

En la Argentina, la conectividad del cabotaje depende casi en un 60/65% de Aerolíneas Argentinas, pero se advierte que el capital privado ya participa de un 35% o más.

Las tarifas y frecuencia se han liberado, pero subsiste un nivel de inseguridad jurídico-política sobre la continuidad de estas políticas, que paradojalmente el propio gobierno alimenta, al sustentar sus fundamentos electorales en el riesgo cierto del eventual regreso de las viejas políticas de la ley 19030.

Es posible que, por la precariedad de la infraestructura vial y ferroviaria, el transporte aéreo parece por el momento insustituible. Por ello sería necesario generar algún sistema de subsidio a la demanda, vigente para todo prestador.

Pese a que la cuestión económica aún no ha sido resuelta, sigue existiendo un control indirecto de precios, mediante el control del precio de la moneda extranjera, la flotación entre bandas vigentes es una suerte de “tobillera electrónica” del tipo de cambio y las tasas de interés. Estas políticas son de por sí un factor de riesgo, ya que todo control, en algún momento estalla, como en el famoso miércoles negro del Reino Unido del 16 de septiembre de 1992.

Hoy la existencia de Aerolíneas Argentinas sólo se justificaría por sus prestaciones en el cabotaje. En el transporte internacional, regional y de largo recorrido, sólo se justificaría si reportara ganancias.

Los servicios de protección del vuelo también pueden ser concesionados, pero en mi opinión sólo si se pudieran crear empresas que presten esos servicios de modo regional, que seguramente el mayor volumen posibilitaría un precio menor.

Lo último no parece razonable que el pasajero y la empresa aérea deban pagar por el uso de la estación aeroportuaria. Pienso que deben ser financiadas por los estados y por su explotación comercial.

En algún momento con Aldo Depetris hicimos un proyecto para financiar un aeropuerto del interior con poco movimiento aéreo con su explotación comercial.

En la próxima abordaremos el “costo especifico de la política”.

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