Por Luis Alejandro Rizzi.-

Una de las mentiras más endebles del gobierno es que el ajuste recae sobre la política -“la casta”- y el estado, lo que es imposible, ya que todo ajuste impacta en la gente, los habitantes de cada país.

Aclaro, es así, no es ni bueno ni malo, es un hecho, como diría el inspector Clouseau, claro lo diría en francés.

La cuestión es cómo se hacen los “ajustes” y su nivel de sensibilidad.

En una nota muy clara de Esteban Lafuente en el diario “La nación”, y tomando como fuente un análisis de ASAP, se advierte que el gasto en obra pública en el primer semestre fue prácticamente nulo.

En el sector público, entre despidos y salarios, el ajuste fue del 9,6%.

En materia de subsidios al transporte, energía y otros servicios públicos, el ajuste fue de 17,8%, y en las jubilaciones, el ajuste se produjo congelando el famoso bono en la suma de setenta mil pesos desde marzo 24.

Como vemos, el ajuste cae, como no podía se de otro modo, en la gente.

Como en todo, hay parte de verdad y parte de falacia e insensibilidad social, sin advertir que esta última genera un factor de perturbación de consecuencias difíciles de prever.

El cisne de la bronca suele ser incoloro; puede aparecer en el momento menos pensado y ante la circunstancia más baladí.

El gobierno se propuso lograr un superávit del 1,6%, lo que considera meritorio y justifica la magnitud del ajuste, sin medir las consecuencias.

Es cierto, la inflación, el desorden de las cuentas, el gasto inútil, la pésima administración de los recursos, el exceso de endeudamiento para financiar gastos corrientes, la excesiva presión fiscal, la ineficiencia del estado, el nefasto entramado de la legislación laboral, la corrupción, la caída del nivel educativo, la dificultad para acceder a los servicios de salud pública, sin perjuicio de patologías sociales originadas en el narcotráfico y el juego, el descenso social, el crecimiento de la pobreza e indigencia y la precariedad de la infraestructura general del país, son hechos condicionantes que se deben tener en cuenta y que no hay más remedio que abordar en su totalidad, obviamente estableciendo prioridades.

No es fácil poder armar un programa político-económico empezando por fijar un objetivo de superávit fiscal, con ese panorama de hechos.

Es como comenzar una obra por el último piso.

No se trata ni de shock ni de gradualismo, opciones de un dilema imposible, sino de ver cómo se adjudican recursos para lograr máxima productividad.

Es posible que lo meritorio hubiera sido confeccionar un presupuesto con un déficit de un 2 o 3% financiado genuinamente, respetando el destino de cada partida.

Este gobierno está gobernando con un presupuesto ajeno -heredado-, síntoma de incultura y de ejercer el poder de modo discrecional y arbitrario.

La motosierra es una expresión bárbara, inadmisible como medio político, siquiera como valor simbólico.

Es obvio que este modo de gobernar, sin presupuesto, de modo despectivo, agraviando e hiriendo la sensibilidad social, no puede tener un buen final, aunque en las próximas elecciones logre un 40/45% de votos.

Gracias a Dios se advierte una reacción política desde los gobernadores, que son quienes viven y soportan las consecuencias de este verdadero “desgobierno”, comandado por un energúmeno que sólo sabe destilar odio y promover violencia; su grosería supera aquel famoso cinco de ellos por uno de nosotros, o aquel otro de “letra con sangre entra”.

Este no es el rumbo

Los economistas en general poco ayudan, se encierran en la llamada “macro”, que es como decir no se ocupan de nada útil.

Como decía Edgar Morin, hoy la ciencia economía está culturalmente muy atrasada; los economistas son los famosos “sabios bárbaros” de Ortega, son muy peligrosos.

Nos sobran “especialistas”, nos falta cultura en las dirigencias.

No se trata de morirnos sanos…

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