Por Luis Américo Illuminati.-
La partidocracia que es el sucedáneo trucho de la verdadera democracia nos quiere hacer creer que los legisladores de la República Argentina, sean del signo o bandería que sea, no son pedantes y que son, en la gran mayoría de los casos, personas decentes, profundamente solidarias y sensibles del bienestar ajeno, generosos y caritativos. Y que desde la cuna son corteses, de buen carácter, amables con sus choferes, con sus vecinos y con sus mascotas. ¿Hay entonces algo malo en levantar la mano en el recinto, cobrar altísimas dietas, no presentar jamás un proyecto para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y después jubilarse como un duque? Creo que todos sentimos que hay algo muy malo en todo esto, una situación por demás anómala, que una red cegadora de fraseología periodística nos oscurece y nos enreda; de modo que es difícil rastrear hasta su origen, más allá de todas las palabras y frases, las graves fallas de este gran embrollo parlamentario, de este agujero negro llamado Congreso Nacional.
Sin duda, al fin y al cabo, la objeción fundamental a los habitantes del Congreso es su flagrante e indecente desprecio por el deber de decir la verdad. En ninguna parte, a lo largo y a lo ancho de la Argentina alguien alberga la peregrina idea de que estos individuos son útiles a la sociedad. Muy ocasionalmente, muy vagamente, se les pide que no mientan, cuando prestan juramento, lo cual es algo totalmente aleatorio. Un hombre puede apoyar en silencio todas las ficciones y falsificaciones obscenas del universo, sin decir una sola mentira. Puede usar el abrigo de otro, robarle el ingenio a otro, apostatar del credo de otro o envenenar el café de otro, todo sin decir jamás una mentira. Lo mismo sucede dentro del «honorable» senado, ya que a ningún legislador se le puede obligar a decir la verdad, por la sencilla razón de que nunca a sus miembros se les enseñó a desearla. Desde el principio se les enseña a ser totalmente indiferentes a establecer si un hecho es un hecho. Se preocupan sólo por si el hecho puede ser usado a su favor cuando están involucrados en el juego. No toman nunca partido por la verdad, por ejemplo, para decidir si hubo un crimen en el caso de Nisman, y lo toman con la misma frivolidad solemne y pomposa con la que toman partido por su cuadro de fútbol favorito. Nunca se permiten admitir la noción abstracta de la verdad: que el partido diga lo que pueda suceder o no suceder. Son tan patriotas en los acalorados debates, exactamente como lo son ante a un clásico entre Boca y River. Saben mucho sobre las teorías de lo oculto y misterioso; pero no tienen la menor idea de cómo transparentar la política para que sea un palacio de cristal. Si alguien realmente duda de esta proposición evidente, de que estos individuos definitivamente desalientan el amor a la verdad, hay un hecho que lo pone en evidencia. La Argentina es un país donde el sistema de partidos es un círculo vicioso, una mónada cerrada, un país que siempre ha estado gobernado principalmente por hombres inescrupulosos que no tienen el honor de la palabra empeñada. ¿Hay alguien que se anime a sostener que el sistema de partidos vigente, cualesquiera que sean sus conveniencias o inconvenientes, ha sido diseñado por personas particularmente aficionadas a la verdad?
La felicidad o bienestar del pueblo argentino es en sí mismo una falacia, una hipocresía potenciada desde la Casa de las Leyes. Cuando un hombre dice la verdad, la primera verdad que dice es que él mismo es un mentiroso. Sólo Dios no miente y también los mártires que han muerto por su fe. El rey David dijo apresuradamente, es decir, con honestidad, que todos los hombres son mentirosos. Fue después, en una explicación oficial pausada, que afirmó que los reyes de Israel al menos decían la verdad. Alguna vez un alto funcionario dio una perorata a los más reacios de su partido sobre la lealtad y el acatamiento. Mucha gente discutió indignada si se merecían recibir esta reprimenda; si los correligionarios más fieles a la Patria que al partido, estaban en posición de recibir una amonestación tan severa. Nadie pareció preguntarse, si ese caballero de tan alto rango estaba en posición de darla. Era un político de un partido común y corriente; un político de partido significa un político que podría haber pertenecido a cualquiera de los dos partidos mayoritarios. Siendo así, debe haber engañado una y otra vez, en cada giro de la estrategia de partido, o bien a otros o bien a sí mismo gravemente. No conozco China ni EEUU ni Europa, pero conozco bien mi país y a mis hermanos. Estoy dispuesto a creer que, cuando Alfonsín o Menem dejaron el poder, se encontraron con una atmósfera muy falsa. Me pregunto si debió ser algo sorprendente y asfixiantemente falso, verificar que las reglas del partido al que pertenecían eran tan falsas como ellos. El Senado hoy en realidad se preocupa por todo menos por la veracidad. El sujeto de la vida política argentina, mejor dicho, de la falaz partidocracia es muy amable y educado, pero, en el sentido más terrible de la palabra, la verdad no reside en él ni en su bancada ni en su partido. Esta fragilidad o debilidad en las alicaídas instituciones, en el sistema político argentino y, en cierta medida, inherente a nuestra idiosincrasia, es una debilidad que necesariamente produce una curiosa cosecha de supersticiones, de leyendas mentirosas, de delirios evidentes aferrados a través de una baja autocomplacencia espiritual. Hay tantas supersticiones para engañar al incauto sufragante. Hay una en particular que parece propia de los fariseos, similares a nuestros senadores en tantos aspectos: en su preocupación por las reglas y tradiciones de la casta política -blindada corporación- en su optimismo ofensivo a expensas de otras personas y, sobre todo, con su patrioterismo o chauvinismo pesado y poco imaginativo en los peores intereses de su país. Ahora bien, el viejo sentido común humano ha sido transformado en un pilatesco lavado de manos que es un gran placer para ellos. El agua es una cosa espléndida, lo mismo que el vino. Los políticos sibaritas se van de vacaciones al mar y tienen yates y mujeres alquiladas mientras otros se bañan en una pelopincho o en un río contaminado. Pero no nos preocupan estas frenéticas excepciones. Parece lógico que los políticos como Insaurralde puedan permitírselo y no los habitantes de las villas. Cuesta creer que esto se reconociera como algo normal, todo iba bien; y era perfectamente correcto que los políticos ofrecieran dádivas y subsidios a los pobres, como cualquier otra cosa agradable: un choripán, una bebida o un paseo en burro. Pero un día alguien descubrió que el cuento del tío ya no funcionaba tan bien como antes. Porque para un político el deber es una virtud que no puede cumplir. En cambio, un vicio es, por lo general, un hábito que si se puede cumplir. Hay distinguidos profesores y académicos que, en los elogios que intercambian entre ellos, han identificado la pura retórica con la verdad. De ahí la resistencia de aprobar una ley de ficha limpia. Como si todos no supiéramos que siempre que el trueno de Dios resuena y reverbera en nuestros tímpanos es muy probable encontrar al hombre más humilde, un cartonero revolviendo en los tachos de la basura y al canalla más favorecido por la política en un yate o en un country jugando al golf.
Hay otros ejemplos, por supuesto, de este engañoso truco de convertir los placeres de un caballero en las virtudes de los senadores que votan cualquier cosa que no sea la reducción de las escandalosas dietas que cobran. La política tomada como si fuera un deporte es algo deleznable. Y no resume todos los méritos ser un deportista bien pagado que juega en un mundo donde tan a menudo un obrero que trabaja no es tan bien remunerado como los dirigentes de su gremio que viven a costa suya como reyes. Sin duda, que un caballero se felicite de no haber perdido su amor natural por el placer, en contraposición a la indiferencia y la apatía del que tiene que soportar la carga. Pero cuando uno tiene la satisfacción de ser un ciudadano recto y no un parásito y un zángano, si bien no posee esa misma alegría, sino antes bien posee una paz espiritual que sólo se obtiene trabajando honestamente, aunque nunca el fiel soldado o el buen policía hayan salido del país para gozar de lujosas vacaciones.
Otra hipocresía tan irritante es la actitud del derecho penal garantista hacia la delincuencia, en contraposición a la justa sanción merecida. Aquí también, como en el caso de las canonjías y fueros parlamentarios, la actitud sería más o menos justificable si no fuera una falsa excusa. Así como lo obvio del jabón es la limpieza, lo obvio de los delincuentes es que hoy son nuestros verdugos y el Estado tiene la obligación perentoria de protegernos de la forma que sea, aunque sea poniendo «cazadores de recompensas» (última ratio en un país donde la ley es una quimera). Los gobernantes tendrían muy poca culpa si simplemente dijeran que nunca tratan directamente con los delincuentes, porque en las circunstancias actuales es imposible condenarlos largo tiempo; o si no imposible, al menos muy difícil. Pero los jerarcas y mandamás del Estado no pueden desentenderse de este problema que lo rechazan con la grosera hipocresía aduciendo que los derechos humanos de los malhechores son iguales a los de sus víctimas. Alegan, con grotesca gravedad: «Nosotros legislamos para todos, no podemos hacer diferencias, volvemos a nuestras casas y no dormimos hasta encontrar las soluciones». Todo esto es pura mentira. No se preocupan por el hombre al llegar a casa, y si lo hicieran, no alteraría el hecho original de que su motivo para desalentar a los criminales es la certeza que no tienen ni idea de cómo hacerlo. Se puede perdonar fácilmente a un hombre por no hacer tal o cual acto de caridad, sobre todo cuando el asunto es tan genuinamente difícil y complejo como la inseguridad en aumento geométrico. Pero hay algo bastante pestilentemente garantista en rehuir una tarea difícil con el argumento de que el criminal es otra víctima y que no tiene libre dominio sobre su voluntad puesto que es empujado por un determinismo ciego que lo supera.
24/07/2025 a las 10:59 AM
quisiera preguntar en el foro si alguno tiene una estilográfica Montblanc original y si el plumín es de oro sólido o solamente bañado. gracias y saludos a todos los plumaestilográficamaniacos
24/07/2025 a las 1:50 PM
YO TENGO UNA, BIC DE TINTA AZUL CON EL CAPUCHON NEGRO (INTACTO SIN MORDEDURAS).
SI TE SIRVE TE LA REGALO, AUN LE QUEDA ALGO
DE TINTA.
24/07/2025 a las 2:03 PM
POR ALGO EL ALTO AUSENTISMO EN LAS ULTIMAS ELECCIONES.
LOS JOVENES ESTAN MEJOR INFORMADOS QUE LOS MAYORES ANQUILOSADOS EN FILOSOFIAS BARATAS.
CON RESPECTO A LA SEGURIDAD, SIEMPRE HEMOS DICHO QUE NO SE SOLUCIONA CON MAS POLICIAS, SINO CON LEYES MAS DURAS.
HAY QUE SACAR AL DELINCUENTE DE LAS CALLES, NO HAY OTRA SOLUCION POSIBLE.
PERO SUCEDE QUE «NADIE ESCUPE PARA ARRIBA»,
Y LOS POLITICOS SABEN QUE, ALGUN DIA A LA CARCEL PUEDEN IR, ENTONCES ES MEJOR QUE LAS LEYES SEAN LAXAS.
24/07/2025 a las 8:07 PM
Ufff, que largo al dope, ya se parece al amigo Andrés Kruse que publica páginas y páginas que nadie lee, el pseudo analista político es el profeta de lo obvio, no hay político santo como igualmente no hay ser humano santo