Por Enrique Guillermo Avogadro.-

“En tiempos de crisis los inteligentes buscan soluciones y los inútiles, culpables”. Hiparco de Nicea.

Quienes llevamos muchas décadas viviendo en este original país, Argentina, hemos visto pasar planes económicos que, de algún modo, se parecen al actual. Tuvimos pesos -y dólares- baratos o caros, protecciones absurdas a industrias incompetentes, cierres masivos de pyme’s, salarios razonables o de hambre, niveles de pobreza y miseria siempre crecientes, índices de inflación desconocidas en el mundo, etc.

Las diferencias con el que hoy impulsa Javier Milei son dos, esenciales y gigantescas: superávit fiscal y cero emisión. La oposición lo sabe y por eso apunta a esos pilares para destruirlas, aunque sepan que las ruinas caerán sobre todos los ciudadanos, en especial sobre los más pobres e indefensos, esos mismos a los cuales pretenden deslumbrar con promesas populistas para convocarlos a votar por quienes necesitan mantenerlos en la indigencia.

La actividad económica se está recuperando, aunque algunos sectores lo hagan con fuerza y otros aún caen. Mientras mantengamos este perverso régimen impositivo, con gobernadores e intendentes que imaginan cada día como exprimir más al sector productivo, este sistema laboral y sindical heredado del fascismo, una infraestructura vial destruida que implica mayores costos de transporte, y complicidad entre los jueces del trabajo y abogados “caranchos” para otorgar indemnizaciones imposibles y desmesuradas, seguirá siendo harto difícil ser empresario aquí.

Muy a nuestro pesar, la realidad indica que, sobre una población de 48 millones, quienes hoy pueden consumir son muy pocos, lo cual impide una producción de gran escala. Sin embargo, los industriales en general se han situado en una errada posición, optando por vender -salvo honrosas excepciones- dentro de las fronteras, cazando en el zoológico y pescando en la bañadera, y ello los obliga a hacer incalculables esfuerzos por cuidar ese territorio, esa ‘quintita’ privada. Para conservarlo, o al menos intentarlo, deben recurrir a exigir protecciones, traducidas éstas en barreras arancelarias y para-arancelarias, invocando la necesidad de cuidar los puestos de trabajo.

Sin embargo hoy, nuevamente, la realidad los ha traicionado, y se ven enfrentados a competir contra nuevos actores, gigantes como China y Brasil, que producen a precios imbatibles. ¿Qué hacen entonces? Nuevamente piden barreras aduaneras, aún a costa de que el competidor levante similares defensas contra los productos primarios argentinos, e intentan sobreproteger a su sector. Con ello, sólo tendrán éxito en impedir que los más humildes puedan acceder a productos buenos y baratos.

Y aquí vienen la reflexión, la comparación y la sugerencia. ¿Por qué insistir en competir contra países que, por costos internos y por dimensión de mercado pueden exportar a precios sensiblemente inferiores a los nuestros? Esa pretensión, totalmente insana, equivale a imaginar a Francia o a España intentando competir, en los mercados mundiales, contra la carne argentina o la soja brasileña. Si nuestro país no tiene un mercado considerable, ¿por qué pretender sustentar en él la supervivencia de industrias que no competitivas a nivel mundial?

Utilizando sólo como ejemplo a la industria del calzado (aunque sea igual en la textil, la de indumentaria y muchas otras), recordemos que quien quiera comprar un buen par de zapatos italianos o ingleses deberá pagar US$ 800 o más, se nos plantearán otros interrogantes. Si Italia o Gran Bretaña no tienen suficientes cueros para atender a la demanda de su industria, ¿por qué, si Argentina los tiene, no sale a competir contra esos países vendiendo en el exterior productos de igual calidad pero sensiblemente más baratos? Nuestros costos laborales son muy superiores a los orientales, pero sensiblemente inferiores a los europeos; y podemos producir cueros curtidos y trabajados a menor precio que Europa. ¿Por qué no producir zapatos muy buenos y de muy buen precio, que fabricar zapatos relativamente baratos y de baja calidad? ¿No sería mejor que todos los ciudadanos pudieran calzarse con zapatos importados y pagar menos?

No recuerdo haber leído jamás acerca de protestas de los fabricantes italianos o británicos de zapatos contra la invasión por China o Brasil de sus ‘territorios’. Y no lo recuerdo porque no las ha habido. Y no las ha habido porque, simplemente, no tienen intereses contrapuestos. Dentro de Italia o del Reino Unido, tanto como en el resto de los países del mundo que han abierto su economía, existen sectores dispuestos a pagar fortunas (y capaces de hacerlo) por los zapatos de lujo, y otras franjas de mercado que, mal que les pese, sólo pueden acceder a calzados baratos. Los fabricantes locales de esos países han diseñado su producción para atender al mercado de altísima calidad, tanto interno cuanto externo, y no tratan de jugar en el sector de bajo consumo.

¿Por qué no hacer algo parecido en la Argentina cuando la guerra de aranceles de Donald Trump nos favorece y, además, eso implica agregar valor a las exportaciones? Todavía los industriales están a tiempo de modificar su conducta y adecuarla a los nuevos tiempos que vive el mundo. Si no lo hacen, los vientos de apertura y la libre competencia los obligarán a pagar esa factura cerrando sus empresas y, con ellas, a los trabajadores que hoy dicen querer proteger y, en realidad, perjudican al extremo.

Share