Por Hernán Andrés Kruse.-

En noviembre, cueste lo que cueste, tenemos que ganar

El gobierno es consciente de lo difícil que le resultará modificar a su favor el resultado de las PASO. Como bien señala Guillermo Cherashny en El Informador Público jamás el peronismo había sufrido semejante hecatombe electoral desde su creación en 1946. Por primera vez en su historia el movimiento creado por Juan Domingo Perón experimentó el sabor de una durísima derrota. Acostumbrados a ganar casi siempre, los peronistas todavía no han logrado digerir el amargo trago de las PASO. Han demostrado ser unos pésimos perdedores.

El dantesco show montado por el presidente y la vicepresidenta en la semana posterior a las PASO demostró que el peronismo no está preparado para perder en las urnas. Desde el más allá su creador debe estar masticando bronca. No debe poder creer que el 12 de septiembre el peronismo haya sido incapaz de superar la barrera del 30% de los votos, la mitad de los votos que obtuvo en la elección presidencial de septiembre de 1973. No cabe ninguna duda que la ausencia de un liderazgo férreo e indiscutido contribuyó en buena medida a la goleada del 12 de septiembre. A esta carencia debe agregarse una pésima gestión en lo sanitario y en lo económico que puso a la sociedad al borde de la hecatombe.

La primera reacción del oficialismo fue recostarse sobre las anchas espaldas del peronismo histórico, es decir, de la derecha del movimiento. Ello explica la presencia del gobernador tucumano Juan Manzur en la jefatura de Gabinete, apoyado por los gobernadores del PJ, los barones del conurbano y la cúpula de la CGT. Desde que asumió viene actuando como un verdadero superministro, relegando a un triste segundo plano al vapuleado y alicaído Alberto Fernández. Por su parte, Cristina, astuta y pragmática, decidió replegarse hasta que se conozcan los resultados del 14 de noviembre. Si el oficialismo sufre una nueva derrota, quizá más categórica que la del 12 de septiembre, lo más probable es que “Menemcito” pase a ser el chivo expiatorio, lo que en la práctica significaría su eyección del poder.

Ahora bien, la historia se ha encargado de demostrar que nunca hay que dar por muerto al peronismo. Hoy se asemeja a aquel león que, pese a estar herido, se resiste a ser capturado, lo que lo torna en un animal mucho más temible todavía. Cometería, por ende, un grave error la oposición si creyera que la elección de noviembre está resuelta. El FdT hará todo lo que esté a su alcance para intentar, al menos, evitar una nueva goleada. La primera carta que echó sobre la mesa es la de hacer todo lo posible por modificar sustancialmente el ánimo de la población. Los resultados de las PASO demostraron que un sector muy importante de la sociedad está muy enojado con el oficialismo. A modificar ese estado de ánimo apuntan, por ejemplo, la decisión de poner plata en los bolsillos de los argentinos y la de decretar, aunque resulte increíble, el fin de la pandemia.

La primera medida es una cabal demostración de populismo y demagogia. El gobierno intenta convencer a la gente de que creando moneda sin respaldo logrará incrementar su nivel de vida. Se trata, qué duda cabe, de un insulto a su inteligencia. Porque a esta altura todos sabemos que lo que hace el gobierno es crear papel pintado, no una moneda genuina. La segunda medida roza lisa y llanamente el terrorismo sanitario. De golpe, casi como por arte de magia, la pandemia dejó de ser un problema. Inmediatamente después del 12 de septiembre volvimos prácticamente a la normalidad. Se puede ir a la cancha y a los boliches, por ejemplo, como se hacía antes de la pandemia. Una verdadera locura. Lo que el gobierno debería explicar es por qué las universidades siguen cerradas.

El gobierno tomó la decisión de jugarse el todo por el todo en las cruciales elecciones que se avecinan. Es mucho lo que está en juego. En consecuencia, y tal como lo cantan en la popular, “en noviembre, cueste lo que cueste, tenemos que ganar”.

El espejo de Macri

Los analistas políticos coinciden en que, salvo que se produzca un milagro, la suerte del gobierno está echada en las elecciones de noviembre. El humor social lejos está de haber mejorado luego de las PASO. Según lo señalan las encuestas publicadas el oficialismo no logra perforar el techo del 30%, que no es otro que el núcleo duro del cristinismo. Ello significa que al gobierno sólo lo respaldan los votantes incondicionales de la vicepresidenta, lo que agrava la situación en la que se encuentra el presidente de la república.

Nunca antes la autoridad presidencial sufrió tanto menoscabo como ahora. Alberto Fernández no es más que un actor de reparto. Su poder ha quedado reducido a la mínima expresión y si aún está sentado en el sillón de Rivadavia es porque el peronismo considera que peor sería su eyección del gobierno. Causaron pena las imágenes donde se lo ve protagonizando el timbreado para intentar congraciarse con los votantes del conurbano. ¡Qué bajo cayó! De aquel Alberto Fernández que en abril del año pasado gozaba de una imagen positiva cercana al 70%, hoy no queda vestigio alguno. En apenas un año y medio sepultó su plan reeleccionista y colocó al oficialismo frente a un desafío ciclópeo. Revertir el resultado de las PASO es casi una misión imposible. Pero como se trata del peronismo nunca hay que darlo por muerto. Pero todo parece indicar que en noviembre la oposición triunfará nuevamente, quizás por un margen de mayor envergadura.

Los analistas políticos también destacan lo que realmente desea el gobierno: festejar como si se tratara de una victoria épica una derrota más digna, más potable para los votantes peronistas. En otros términos: el oficialismo pretende emular a su enemigo perfecto, el ex presidente Mauricio Macri. En agosto de 2019 el entonces presidente de Cambiemos fue ampliamente derrotado por el FdT. La diferencia fue de 18 puntos (50 a 32). Herido en su amor propio Mauricio Macri dobló la apuesta y con un inteligente plan de campaña logró achicar la diferencia en las elecciones presidenciales de octubre. Perdió, pero su performance fue muy digna (48 a 41). Luego de la elección Miguel Ángel Pichetto aseguró que de haber contado Macri con un mes más de campaña hubiera ido al balotaje.

A eso aspira el gobierno. Su objetivo de máxima es perder por poco para demostrar que, a pesar de todos los contratiempos, sigue dando batalla. ¿Lo logrará? Todo dependerá del entusiasmo y de la energía con que encaren el tramo final de la campaña los gobernadores del PJ y los barones del conurbano. Para ellos es fundamental conservar su poder territorial. En consecuencia, seguramente harán todo lo que esté a su alcance para evitar que el oficialismo haga un nuevo papelón en las urnas. También será muy importante el rol que jueguen los dos hombres fuertes del gabinete: Juan Manzur y Aníbal Fernández. Una derrota contundente en noviembre los obligará seguramente a abandonar el gobierno porque, tal como lo señala Carlos Tórtora en su último artículo publicado en El Informador Público, serán señalados como los máximos responsables de la debacle, los clásicos chivos expiatorios.

Mientras tanto, la vicepresidenta espera agazapada para dar, si las circunstancias lo permiten, el zarpazo final. Si el gobierno pierde por goleada en noviembre presionará para que rueden varias cabezas del gabinete, destacándose las del jefe de Gabinete y del Ministerio de Seguridad. No sería de extrañar que tuviera lugar un agudo proceso de cristinización del gobierno, con consecuencias impredecibles para el futuro inmediato y mediato del país. ¿Y qué sucederá, de producirse la hecatombe electoral, con Alberto Fernández? ¿Cómo hará para gobernar hasta el 10 de diciembre de 2023? Creo que nadie, hoy por hoy, está en condiciones de brindar una respuesta adecuada a interrogantes tan inquietantes.

Marx y la magnitud de valor de una mercancía

Luego de exponer su método dialéctico, Marx comienza su implacable análisis del capitalismo. El primer capítulo de la sección primera del tomo I de “El Capital”, se titula “La mercancía”. ¿Cómo se nos aparece, se pregunta Marx, la riqueza de las sociedades capitalistas? Como “un inmenso arsenal de mercancías”. La mercancía es, por ende, la “forma elemental” de esa riqueza, la célula básica del organismo capitalista. La mercancía se presenta a primera vista como un objeto externo, como algo que existe para satisfacer necesidades humanas de cualquier índole que sean. Para Marx es irrelevante considerar el carácter de las necesidades humanas: da lo mismo que sean de carácter material o espiritual. Toda mercancía presenta un valor de uso y un valor de cambio. Todo objeto es útil, sirve para algo. Esa utilidad convierte a la mercancía en valor de uso. La utilidad de las mercancías se da en la realidad. El valor de uso “está condicionado por las cualidades materiales de la mercancía”. La materialidad propia de la mercancía constituye su valor de uso. Si no existen mercancías, no existe el valor de uso. Cuando se aprecia un valor de uso, se lo supone materializado en una cantidad determinada (un kilo de carne, por ejemplo). Los valores de uso tienen como objetivo suministrar los materiales específicos para una disciplina peculiar, que Marx denomina “conocimiento pericial de las mercancías”. El valor de uso se efectiviza cuando el objeto es utilizado o consumido. El hombre utiliza su auto para movilizarse. Tal el valor de uso del auto, que se materializa cuando efectivamente el conductor pone en marcha su auto y comienza a conducirlo. En la sociedad capitalista, el valor de uso es el soporte material del valor de cambio. ¿Qué entiende Marx por “valor de cambio”? “A primera vista, el valor de cambio aparece como la relación cuantitativa, la proporción en que se cambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra, relación que varía constantemente con los lugares y los tiempos”. Si se efectúa un intercambio entre un kilo de carne y un kilo de arroz, esa relación cuantitativa que se establece entre ambas mercancías constituye el valor de cambio. Si Juan acepta intercambiar su kilo de carne por el kilo de arroz que le ofrece Pedro, ese kilo de arroz es el precio que está dispuesto a pagar Juan por desprenderse de su mercancía. El kilo de arroz constituye el valor de cambio del kilo de carne. Para Juan su kilo de carne vale el kilo de arroz que le ofrece Pedro.

A continuación, Marx se encarga de advertir al lector que el tema lejos está de ser tan sencillo. Una determinada mercancía, un kilo de carne por ejemplo, puede cambiarse en las más diversas proporciones por otras mercancías, como por ejemplo un kilo de arroz, medio kilo de pescado y una tonelada de caramelos. Ahora bien, el kilo de arroz, le medio kilo de pescado y la tonelada de caramelos, representan el valor de cambio del kilo de carne; en consecuencia, dice Marx, “tienen que ser necesariamente valores de cambio permutables los unos por los otros o iguales entre sí”. Los valores de cambio del kilo de carne-el kilo de arroz, el medio kilo de pescado y la tonelada de caramelos-expresan todos ellos algo igual. El kilo de arroz, como valor de cambio del kilo de carne, no “puede ser más que la expresión de un contenido diferenciable de él, su forma de manifestarse”. El kilo de carne se manifiesta a través del kilo de arroz en el momento en que Juan y Pedro efectúan el intercambio. Cualquiera sea la proporción en que se cambien dos mercancías-la carne y el arroz-, tal proporción es siempre representada por una igualdad-un kilo de carne=un kilo de arroz. Vale decir que un kilo de carne equivale a un kilo de arroz. ¿Qué indica esta igualdad? Indica que ambas mercancías, en el kilo de carne y en el kilo de arroz, está contenido “un algo común de magnitud igual”. En consecuencia, cada mercancía, como valor de cambio, debe poder reducirse necesariamente a esta tercera mercancía. A las mercancías, dice Marx, “hay que reducirlas necesariamente a un algo común respecto al cual representen un más o un menos”. ¿En qué consiste, entonces, ese algo común? ¿Consiste, acaso, en alguna propiedad material de las mercancías? No, ya que las propiedades materiales de las cosas únicamente interesan cuando se las considera como valores de uso. En la relación de cambio de las mercancías, enfatiza Marx, se hace abstracción de sus respectivos valores de uso. Dentro de la relación de cambio de las mercancías, cada valor de uso vale exactamente lo mismo que cualquier otro valor de uso. Como valores de cambio, las mercancías únicamente se distinguen por su cantidad: no contienen ni un gramo de valor de uso.

Si se prescinde del valor de uso de las mercancías, ¿cuál es la cualidad que conservan? La de constituir, dice Marx, un fruto del trabajo. Pero no de un concreto y específico trabajo, sino “de los elementos materiales y de las formas que los convierten en tal valor de uso”. La mercancía dejará de ser un objeto útil cualquiera. Todas sus propiedades materiales habrán dejado de existir. Todo desaparecerá, salvo una cosa: el trabajo humano considerado en abstracto. Los valores de cambio de las mercancías deben ser reducidos al trabajo humano abstracto. ¿Y qué entiende Marx por trabajo humano abstracto? “Es la misma materialidad espectral, un simple coágulo de trabajo humano indistinto, es decir, de empleo de fuerza humana de trabajo, sin atender para nada a la forma en que esta fuerza se emplee. Estos objetos sólo nos dicen que en su producción se ha invertido fuerza humana de trabajo, se ha acumulado trabajo humano. Pues bien, considerados como cristalización de esta sustancia social común a todos ellos, estos objetos son valores, valores-mercancías”. El valor de uso únicamente encierra un valor porque constituye una materialización del trabajo humano abstracto. Ahora bien ¿cómo se logra medir la magnitud de dicho trabajo? Por la cantidad de trabajo que encierra, expresa Marx. ¿Y cómo se logra medir dicha cantidad? Por el tiempo de duración del trabajo, cuya unidad de medida se traduce en las fracciones de tiempo (horas, días, etc.). ¿Significa entonces que si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo que se necesitó para producirla, cuanto más vago sea el hombre más valor tendrá la mercancía? Marx se esmera en aclarar esta confusión. Lo que forma la sustancia de los valores es trabajo humano, “inversión de la misma fuerza de trabajo”. Toda la fuerza laboral de la sociedad implica una gigantesca fuerza humana de trabajo, pese a que constituye la suma de innumerables fuerzas de trabajo individuales. Cada fuerza laboral individual constituye una fuerza humana de trabajo igual a las demás, “siempre y cuando que para producir una mercancía no consuma más que el tiempo de trabajo que representa la media necesaria, en las condiciones normales de producción y con el grado medio de destreza e intensidad de trabajo imperantes en la sociedad”. En consecuencia, lo que determina la magnitud del valor de una mercancía es el tiempo de trabajo que socialmente se necesita para producirla. Las mercancías que representan la misma magnitud de valor son aquellas que pueden ser elaboradas en el mismo tiempo de trabajo. Si se las considera como valores, las mercancías no son más que específicas cantidades de tiempo de trabajo cristalizado, efectivizado. La magnitud de valor de una mercancía permanece constante, invariable, si también permanece constante el tiempo de trabajo que se requiere para su producción. El tiempo que se necesita para la producción de una mercancía cambia al modificarse la capacidad productiva del trabajo. ¿De qué depende la capacidad productiva del trabajo? De varios factores, como la destreza media del obrero, el nivel de desarrollo científico, la organización social de la producción, las condiciones naturales donde se desenvuelve el obrero, y el volumen y la eficiencia de los medios de producción.

Marx culmina su análisis de la magnitud de valor de una mercancía enhebrando las siguientes proposiciones teóricas: “cuanto mayor sea la capacidad productiva del trabajo, tanto más corto será el tiempo de trabajo necesario para la producción de un artículo, tanto menor la cantidad de trabajo cristalizada en él y tanto más reducido su valor. Y por el contrario, cuanto menor sea la capacidad productiva del trabajo, tanto mayor será el tiempo de trabajo necesario para la producción de un artículo y tanto más grande el valor de éste”. A mayor capacidad productiva del trabajo, menor el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de una mercancía y, a raíz de ello, menor su valor. Por el contrario, a menor capacidad productiva del trabajo, mayor el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de una mercancía y, a raíz de ello, mayor su valor. Cuanto mayores sean las destrezas de los obreros, cuanto mayor sea el desarrollo científico, es decir, cuanto más desarrollados estén los factores de los que depende la capacidad productiva del trabajo, los obreros necesitarán menos tiempo para elaborar la mercancía; en consecuencia, menor será la cantidad de trabajo cristalizado en la mercancía y menor será su valor. Por el contrario, cuanto menores sean las destrezas de los obreros, cuanto menor sea el desarrollo científico, es decir, cuanto menos desarrollados estén los factores de los que depende la capacidad productiva del trabajo, los obreros necesitarán más tiempo para elaborar la mercancía; en consecuencia, mayor será la cantidad de trabajo cristalizado en la mercancía y mayor será su valor. “Por tanto, expresa Marx a manera de colofón, la magnitud del valor de una mercancía cambia en razón directa a la cantidad y en razón inversa a la capacidad productiva del trabajo que en ella se invierte”.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 1/7/012.

Los diversos rostros del golpismo

Argentina en particular y Latinoamérica en general han sufrido a lo largo de las últimas décadas el flagelo del golpismo. Durante muchos años el golpismo fue ejecutado por las Fuerzas armadas que, en representación del “ser nacional”, desalojaban por la fuerza al gobernante que había sido elegido democráticamente pero cuya política atentaba contra ese “ser nacional”. El ejemplo más elocuente del golpismo tradicional fue el chileno. En 1970 el pueblo del país trasandino había elegido a través del voto al socialista y médico psiquiatra Salvador Allende. Tres años más tarde, Augusto Pinochet encabezó el golpe que contó con el beneplácito del gobierno conservador de EEUU. El golpe de estado encabezado por las Fuerzas Armadas es la manifestación del golpismo tradicional. Detrás del poder militar se encolumnan las “fuerzas vivas” de la sociedad-Iglesia, grandes empresarios, importantes sindicalistas, medios masivos de comunicación, importantes sectores del pueblo, intelectuales-. En nuestro país el golpismo tradicional tuvo su bautismo de fuego en septiembre de 1930, cuando el general fascista Uriburu derrocó al gobierno democrático de Yrigoyen, dando término a la experiencia radical en el poder. Luego se sucedieron los golpes de estado que sufrieron Castillo en 1943, Perón en 1955, Frondizi en 1962, Illia en 1966 e Isabel en 1976.

A comienzos de la década del ochenta del siglo pasado, el golpismo clásico perdió vigencia. La república imperial decidió distanciarse de las dictaduras militares. Galtieri lo experimentó en carne propia durante la guerra del Atlántico sur. Pese a coincidir con Reagan en la lucha contra el terrorismo, el gobierno republicano privilegió la unión de sangre con el gobierno conservador británico. En otros términos: la defensa a ultranza de las dictaduras militares había dejado de ser un negocio redituable para el imperio anglo-norteamericano. Con la caída del Muro de Berlín y la implantación del neoliberalismo, desapreció el “cuco” soviético que había legitimado el apoyo norteamericano a cuanta dictadura militar asoló a los países latinoamericanos. Ya no había necesidad de domesticar a los pueblos “díscolos” a través de la fuerza militar. Con el cambio de escenario, los “mercados” reemplazaron a las Fuerzas armadas en el “arte” de maniatar y sojuzgar a los gobernantes poco propensos a obedecer las reglas de juego impuestas por el sistema de dominación mundial.

En 1989, el Consenso de Washington se transformó en el directorio de la gran empresa transnacional en que se había convertido el planeta. Los gobernantes que tuvieron escasa predisposición para acatar a la nueva autoridad mundial, pagaron el precio. Tal fue el caso de Raúl Alfonsín. Entre su asunción y comienzos de 1985, impuso una política económica keynesiana. Un año y medio más tarde, impuso un radical y traumático cambio de orientación económica. Del keynesianismo pasó a una política económica ortodoxa, basada en el ajuste. A comienzos de 1989 su suerte estaba echada. La hiperinflación comenzó a corroer a la sociedad. Los salarios se evaporaban mientras los precios aumentaban sin cesar. Acorralado, Alfonsín entregó anticipadamente el poder a Carlos Menem. A diferencia de lo acontecido con Isabel, que fue secuestrada por las Fuerzas Armadas, Alfonsín fue víctima del poder de los mercados, de la voluntad del poder económico concentrado que no confiaba en un presidente al que consideraban demasiado “populista”. Pese a los innegables errores que Alfonsín cometió en la esfera económica, a mediados de 1989 fue víctima de una acción destituyente orquestado por los que mandan. El golpismo tradicional había sido reemplazado por el golpismo económico. Doce años más tarde, De la Rúa será víctima de un golpe de similares características.

El golpismo había reaparecido con un nuevo rostro. No tan brutal como el clásico, pero igual de deletéreo para la democracia como filosofía de vida. La fuerza bruta militar había sido reemplazada por la fuerza fría y desalmada de los mercados. Ahora, el golpismo no era tan evidente como antaño. El presidente no era destituido sino que era obligado a renunciar ante su “incapacidad” para controlar una situación que se había desbordado por el “populismo” y la “demagogia”. Sin embargo, ese nuevo rostro no sería el último. Hace pocos años, Honduras fue escenario de la puesta en ejecución de un nuevo tipo de golpismo, más cínico incluso que el golpismo económico: el golpismo institucional. En aquella oportunidad, el presidente que había sido elegido democráticamente fue expulsado del gobierno por el accionar conjunto del Parlamento y la Corte Suprema. Los mercados fueron reemplazados por las columnas vertebrales de la democracia: los poderes legislativo y judicial. El experimento hondureño fue perfeccionado en los últimos días en Paraguay. Fernando Lugo, elegido democráticamente en 2008, puso fin a décadas de hegemonía del Partido Colorado. Lugo jamás gozó de la simpatía del orden conservador paraguayo. La semana pasada, la mayoría parlamentaria lo destituyó sin miramientos, sin garantizarle el derecho a una justa defensa. Inmediatamente, el poder judicial convalidó el atropello, mientras un reducido número de simpatizantes de Lugo salieron a la calle para brindarle su apoyo. Fue, qué duda cabe, un golpe de estado institucional, perpetrado por una mayoría legislativa circunstancial apoyada por el poder judicial y el establishment paraguayo.

El golpismo latinoamericano se perfeccionó con el paso del tiempo. Antes, cuando la fuerza del poder militar bastaba para derrocar al gobernante molesto, el golpismo no disimulaba su desprecio por las normas constitucionales. Luego, cuando ese accionar comenzó a tener mala imagen en el mundo desarrollado, los golpistas pusieron en práctica la desestabilización económica como estrategia para voltear al gobernante que no acataba las órdenes del neoliberalismo. Pero faltaba la estrategia más sutil y abyecta: presentar un vulgar derrocamiento como la puesta en funcionamiento de las instituciones de la democracia para castigar a un presidente que no gobernaba como correspondía. Diversos rostros-el militar, el económico, el institucional-que encubren el mismo desprecio por la democracia, por la convivencia en la diversidad, por el pluralismo ideológico, por el derecho de cada uno a convivir en paz y armonía. Diversos rostros que encubren la misma aversión por el voto popular, por la legítima ambición de las masas de elevar su calidad de vida, por el voto secreto y obligatorio. Diversos rostros que encubren la defensa acérrima de intereses mezquinos, antitéticos de los intereses de las mayorías. Diversos rostros que encubren el dogmático convencimiento de que el poder debe estar en manos de minorías selectas, ilustradas, elegidas por la providencia para mandar sobre una masa inculta e irracional; de que el poder les pertenece por derecho natural; de que hay quienes nacieron para mandar y otros nacieron para decir amén; de que, en definitiva, el gobernante de turno está donde está para ser un fiel servidor de quienes se consideran genéticamente superiores a una plebe que no puede ni debe gobernarse por sí misma.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 2/7/012.

A 38 años de la muerte de Perón

El 1 de julio de 1974 falleció Juan Domingo Perón, el político más influyente (para bien o para mal, según desde qué vereda se lo juzgue) de la Argentina durante el siglo XX. La miopía política del antiperonismo lo transformó en un mito viviente. Desde su exilio en Madrid, manejó con sapiencia el arte de esmerilar a todos los gobiernos, civiles y militares, que intentaron reemplazarlo. Puso a Frondizi en la presidencia a comienzos de 1958, pero jamás le tuvo confianza. Es por ello que respiró con alivio cuando las Fuerzas Armadas lo desalojaron del poder en marzo de 1962. El crudo gorilismo que se instaló en la Casa Rosada a partir d entonces no hizo más que envalentonar a Perón. Las organizaciones guerrilleras que se formaron con su bendición persiguieron el objetivo de socavar las bases de legitimidad de los gobiernos que se sucedieron con posterioridad as septiembre de 1955. Durante sus dieciocho años de exilio, Perón sólo buscó el momento oportuno para su regreso triunfal al país. El 17 de noviembre de 1972 aterrizó en Ezeiza bajo la protección del paraguas de José Ignacio Rucci, pero sólo permaneció en el país unas horas, las suficientes para crear el Frente justicialista de Liberación (FREJULI) y poner al frente al binomio presidencial Cámpora-Solano Lima. El 20 de junio de 1973 regresó definitivamente pero la cruenta batalla que se libró en los campos de Ezeiza lo obligó a aterrizar en Morón. El país era un caos y la guerra civil entre la “patria peronista” y la “patria socialista” amenazaba con devorar al país.

El 23 de septiembre de 1973 Perón fue reelecto con el 63% de los votos, porcentaje jamás obtenido por candidato presidencial alguno a lo largo de la historia. Como vicepresidente asumió Isabel, cuyo único mérito era la de ser su esposa. Cuarenta y ocho horas más tarde, Rucci fue asesinado por un comando montonero. Perón jamás perdonó ese atentado. A partir de entonces, su gobierno se volcó a la derecha y le declaró la guerra a la “patria socialista”. El país se transformó en un inmenso escenario donde todos los días argentinos y argentinas eran ultimados a balazos. En enero de 1974 la guerrilla copó el regimiento de Azul, en uno de sus más audaces operativos militares, mientras el siniestro López Rega hacía negocios con el líder libio. El 1 de mayo la Plaza de Mayo se cubrió de simpatizantes de la “patria socialista” y la “patria peronista”, o lo que e s lo mismo, de militantes montoneros y de militantes sindicales. Cuando Perón apareció en el histórico balcón acompañado por Isabel, López Rega y compañía, los jóvenes de la “patria socialista” comenzaron a criticar fuertemente su presencia. Perón no toleró semejante afrenta. Acusó a los montoneros de ser unos imberbes y estúpidos que tuvieron la osadía de pretender suplantar en la conducción del peronismo a dirigentes con décadas de experiencia. Su violento discurso terminó con el clásico “ha llegado la hora de hacer tronar el escarmiento”. Los jóvenes de la “patria socialista” se retiraron de la plaza, en actitud desafiante y provocadora. En junio, un Perón moribundo salió por última vez al balcón para despedirse del pueblo. El 1 de julio, falleció. El país quedaba en manos de Isabel.

Así fueron los últimos tiempos de Perón. Tiempos de violencia, intolerancia, intransigencia. Tiempos de muerte y desolación. Ricardo Balbín, el histórico dirigente radical, pronunció un memorable discurso durante las exequias de Perón. En el recinto del congreso, Balbín despidió a su antiguo adversario. Fueron las palabras más sensatas de aquella época. Lamentablemente, nadie las tuvo en cuenta. Isabel se hizo cargo del gobierno nacional, pero el que manejaba todo era López Rega. El líder de la tristemente célebre Alianza Anticomunista Argentina se juramentó exterminar a la guerrilla. La guerra era inevitable. No había retorno posible al diálogo y la convivencia en paz. La derecha peronista se había adueñado de todos los resortes del poder, mientras los montoneros y el antiperonista Ejército Revolucionario del Pueblo, socavaban la legitimidad del gobierno con su guerra de guerrillas. En ese cruento 1974 fueron asesinados, entre muchos otros, Ortega Peña y Silvio Frondizi. La derecha peronista también sufrió muchas bajas, entra las que se destacó al de Jordán Bruno Genta. Mientras tanto, la economía marchaba a los tumbos. La inflación se había desatado y el fantasma del desabastecimiento había comenzado a crear temor en la población.

1975 fue uno de los años más terribles de la historia argentina contemporánea. En Tucumán había comenzado el Operativo Independencia para exterminar al ERP, mientras que en el resto del país aparecían diariamente numerosos cadáveres acribillados a balazos. En julio, la CGT decretó un paro por cuarenta y ocho horas. Jamás el movimiento obrero le había hecho una huelga a un gobierno justicialista. El “rodrigazo” había significado en aquel entonces un durísimo ajuste que no hizo más que disparar la inflación y el desabastecimiento. Para colmo, los dos pesos pesados del gobierno de Isabel, López Rega y Lorenzo Miguel, se declararon la guerra. El duelo favoreció al metalúrgico y el “brujo” debió abandonar primero el gobierno y luego el país. En el ejército, Alberto Numa Laplane fue reemplazado por Jorge Rafael Videla, considerado en aquel entonces un militar “apolítico”. El derrocamiento de Isabel se había puesto en marcha. Se produjo el 24 de marzo de 1976, ante el alivio de muchos y la indiferencia de casi todos.

¿Fue Perón responsable de la tragedia que enlutó a los argentinos? A mi entender, sí. No fue el único, por supuesto. Pero pudo haber contribuido a apaciguar los ánimos y no lo hizo. En su estrategia de retorno al poder no figuraban la concordia, la paz y la tolerancia. Por el contrario, su diabólico juego pendular contribuyó en buena medida a echar más leña al fuego. Por un lado, recibía a los emisarios del régimen militar que se había instalado en el país a partir de junio de 1966; por el otro, aplaudía y legitimaba el accionar guevarista de la guerrilla. Aprovechó el fundamentalismo antiperonista para presentarse domo el único garante de la unión nacional. Lamentablemente, no tenía intención alguna de garantizar la unión de todos los argentinos, sino pura y exclusivamente la de volver a ser presidente, aún sabiendo que estaba seriamente enfermo y que si algo le pasaba durante su presidencia, el país quedaría en manos de Isabel. Lo que aconteció en la Argentina entre el 1 de julio de 1974 y el 24 de marzo de 1976 tuvo en Perón a un gran responsable. Jamás se sabrá a ciencia cierta las razones que lo llevaron a designar como vice a una mujer carente por completo de idoneidad y personalidad, incapaz de hacerse cargo del timón del país.

Con la muerte de Perón, la clásica dicotomía de Schmitt “amigo-enemigo” impuso sus reglas. La derecha peronista se había propuesto aniquilar a la izquierda peronista; y viceversa. Los derechos humanos se transformaron en una entelequia, al igual que la constitución de 1853. Con la muerte de Perón, quedó legitimado el terrorismo de estado. A partir del 24 de marzo de 1976 se institucionalizó, pero había comenzado a ponerse en práctica con anterioridad al derrocamiento de Isabel. Con la muerte de Perón, el país quedó a la deriva, en manos de una mujer incapaz manipulada por uno de los hombres más nefastos que tuvo la Argentina. Con la muerte de Perón, el mensaje de Paz de Balbín fue arrasado por la violencia, la locura criminal, la prepotencia de las armas. ¿Quiso Perón dejar como legado un país unido y solidario o, por el contrario, una nación envuelta en llamas para vengarse de su exilio forzoso por dieciocho años? Inquietante secreto que Perón se llevó a la tumba y que es mejor no desempolvar.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 3/7/012

Marx y el doble carácter del trabajo

En el comienzo de “El Capital”, Marx hizo la importante distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. También destacó que el trabajo que se expresa en el valor presenta caracteres diferentes al trabajo que crea valores de uso. Marx considera al “doble carácter del trabajo representado por la mercancías” el tema central de la economía política, el eje en torno al cual gira su comprensión.

Marx se sumerge en una de las cuestiones más áridas de su magna obra. Para que su exposición resulte lo más clara posible, se imagina que una levita vale el doble que 10 varas de lienzo. Al ser un valor de uso, la levita satisface una necesidad concreta del hombre. La creación de ese valor de uso implicó necesariamente una específica clase de productividad, de trabajo útil, que se determina por su finalidad, su modo de operar, el objeto, los medios y el resultado. Para Marx, entonces, el trabajo se vincula estrechamente con la utilidad. La levita y el lienzo son valores de uso cualitativamente diferentes, sirven para fines diferentes. De igual modo, los trabajos que les dieron origen son también cualitativamente distintos. El trabajo del sastre es diferente al del tejedor. ¿Qué sucedería si no existiesen estas diferencias cualitativas? Si la levita y el lienzo no fuesen valores de uso cualitativamente diferentes y los trabajos a los que deben su existencia no fuesen también cualitativamente diferentes, no podrían intercambiarse como mercancías. ¿Qué sentido tendría, por ejemplo, intercambiar una levita por otra? Junto a los diversos valores de uso o mercancías, existe en la sociedad una enorme variedad de trabajos útiles. se trata de la división social del trabajo, cuya existencia hace posible la producción de mercancías. En la India antigua, narra Marx, si bien existía la división social del trabajo, los productos que allí se elaboraban no eran mercancías. El mismo razonamiento cabe aplicar para lo que acontece en el interior de una fábrica. Allí los obreros intercambian sus productos individuales, pero tales productos no son mercancías. Sólo revisten el carácter de mercancías aquellos productos elaborados por los trabajos privados que son independientes entre sí.

La mercancía como valor de uso representa un determinado trabajo útil. Para que los valores de uso se enfrenten como mercancías deben contener trabajos útiles cualitativamente diferentes. En una sociedad que cobija a productores de mercancías, la diferencia cualitativa entre los diferentes trabajos útiles realizados por productores independientes los unos de los otros, se va desarrollando hasta configurar la división social del trabajo. “Como creador de valores de uso, es decir como trabajo útil”, enfatiza Marx, “el trabajo es, por tanto, condición de vida del hombre, y condición independiente de todas las formas de sociedad, una necesidad perenne y natural sin la que no se concebiría el intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza ni, por consiguiente, la vida humana”. Ahora bien, las mercancías consideradas como valores de uso contienen dos elementos combinados entre sí: por un lado, la materia suministrada por la naturaleza, y por el otro, el trabajo humano. En consecuencia, “el trabajo no es (…) la fuente única y exclusiva de los valores de uso que produce, de la riqueza material. El trabajo es, como ha dicho William Petty, el padre de la riqueza, y la tierra la madre”.

Luego de efectuar este análisis de la mercancía como valor de uso, Marx pasa a analizar la mercancía considerada como valor. Había estipulado al comienzo que la levita vale el doble que 10 varas de lienzo. Se trata, obviamente, de una diferencia meramente cuantitativa. Si, por ende, una levita vale el doble que 10 varas de lienzo, 20 varas de lienzo y la levita representan la misma magnitud de valor. Si se considera a la levita y al lienzo como valores, se está en presencia de objetos de igual naturaleza, de “expresiones objetivas del mismo tipo de trabajo”, pese a que los trabajos del sastre y el tejedor son cualitativamente diferentes. Si se prescinde de la utilidad del trabajo, sólo queda de él el ser un “gasto de fuerza humana de trabajo”. Si se prescinde de la utilidad del trabajo del sastre y del trabajo del tejedor-que implican actividades productivas cualitativamente diferentes-, sólo queda el esfuerzo físico y mental de ambos. En consecuencia, tanto el trabajo del sastre como el del tejedor, son trabajo humano, “gasto productivo de cerebro humano, de músculo, de nervios, de brazo, etc.” el sastre y el tejedor aplican de diferente manera la fuerza de trabajo humano, que es la misma en ambos. El valor de toda mercancía, sentencia Marx, implica únicamente gasto de trabajo humano. Todo hombre común y corriente posee esa simple fuerza de trabajo. Al emplearla, trabaja. He aquí, para Marx, “el simple trabajo medio”, que cambia según los países, las culturas y las épocas históricas, pero que siempre existe en las sociedades.

Cuando el simple trabajo medio se multiplica, surge el trabajo complejo. En consecuencia, un trabajo complejo pequeño equivale a múltiples trabajos simples. La experiencia se ha encargado de demostrar que diariamente se produce la reproducción de trabajo complejo a trabajo simple. Una mercancía puede deber su existencia a un trabajo muy complejo; sin embargo, su valor la iguala con el producto del trabajo simple. La mercancía como valor sólo representa una específica cantidad de trabajo simple. Al considerar a la levita y al lienzo como valores, se prescinde de la diferencia que existe entre sus valores de uso y, también, de las diferencias que se dan entre sus formas útiles, es decir, el trabajo del sastre y el trabajo del tejedor. La levita y el lienzo son, como valores de uso, el resultado “de la combinación de una actividad útil productiva”. El sastre utiliza la tela para efectuar una actividad que da como resultado la levita, mientras que el tejedor utiliza el hilado para efectuar una actividad que da como resultado el lienzo. Mientras que como valores, la levita y el lienzo son “simples cristalizaciones análogas de trabajo” (…) “inversiones de fuerza humana de trabajo pura y simplemente”. Los trabajos del sastre y el tejedor, que son cualitativamente diferentes, forman parte de los valores de uso “levita” y “lienzo”. Considerados la levita y el lienzo “valores”, tales trabajos son pura y exclusivamente “trabajo humano”, con lo cual se hace caso omiso a tales diferencias cualitativas. Sin embargo, la levita y el lienzo no son sólo “valores en general”, sino también valores que poseen una específica magnitud. La levita vale el doble que 10 varas de lienzo. ¿A qué se debe esta diferencia en la magnitud del valor? ¿Por qué la levita vale el doble que 10 varas de lienzo? Porque en las 10 varas de lienzo está contenida apenas la mitad de trabajo que contiene la levita. En relación con el valor de uso, explica Marx, el trabajo representado por la mercancía únicamente es relevante desde el punto de vistas cualitativo; pero en relación con la magnitud de valor el trabajo sólo interesa cuantitativamente. En relación con el valor de uso, “lo que interesa es la clase y calidad del trabajo”. En relación con la magnitud del valor, lo que importa es “su cantidad, su duración”. Si la capacidad productiva de los trabajos útiles necesarios para la producción de X mercancía permanece invariable, su magnitud de valor aumentará si aumenta su cantidad.

Marx culmina su análisis del doble carácter del trabajo reasentado por las mercancías de la siguiente manera. Considera que hay una relación directamente proporcional entre la cantidad de valor de uso y la riqueza material, lo que significa que cuanto mayor sea la cantidad de ese valor de uso mayor será la riqueza material. Cinco levitas visten a cinco personas, mientras que una levita vista a una sola persona. Ahora bien, el aumento de la riqueza material puede correr paralelo con una disminución de la magnitud de valor que representa. ¿Cómo es ello posible? el doble carácter del trabajo lo explica, enfatiza Marx. La capacidad productiva alude siempre a la producción de trabajo útil. Se refiere específicamente a la eficiencia de una determinada actividad productiva útil, encaminada a una meta determinada dentro de un espacio de tiempo determinado. El rendimiento del trabajo útil, medido en la cantidad más o menos grande de productos, depende del ritmo en que se incremente o disminuya su capacidad productiva. En relación con el trabajo que el valor representa, las modificaciones que se producen en la capacidad productiva lejos están de afectarlo. Durante el mismo período de tiempo, el mismo trabajo rinde idéntica cantidad de valor aunque su capacidad productiva se haya modificado profundamente. También puede arrojar diferentes cantidades de valores de uso, las que variarán en función de su capacidad productiva. “Como se ve”, culmina Marx, “el mismo cambio operado en la capacidad productiva, por virtud del cual aumenta el rendimiento del trabajo y, por tanto, la masa de valores de uso creados por éste, disminuye la magnitud de valor de esta masa total incrementada, siempre en el supuesto de que acorte el tiempo de trabajo necesario para su producción. Y a la inversa”.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 5/7/012.

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