Por Hernán Andrés Kruse.-

La relación nunca fue cordial. Ambos se recelan, se desconfían. Es la lógica consecuencia de las ambiciones políticas que ninguno de ellos oculta. Javier Milei sueña con la reelección en 2027 y Victoria Villarruel sueña con sucederlo ese mismo año. En las últimas horas el distanciamiento entre las dos figuras políticas más relevantes del país se profundizó de manera harto peligrosa. La vicepresidente cuestionó en duros términos el acuerdo del gobierno nacional con Gran Bretaña para la reapertura del diálogo por las Islas Malvinas: “Todos saben lo que representa Malvinas para mí y que ese es mi límite y me obliga a expedirme. La propuesta de acuerdo anunciada con el Reino Unido es contraria a los intereses de nuestra Nación. Ésta propone entregar apoyo logístico continental a la ocupación y permitir de hecho que puedan seguir depredando los mares. ¿Para qué? ¿Para ir a visitar nuestras islas con visa y pasaporte? ¿Nos toman por tontos?”, sentenció Villarruel en redes sociales (fuente: Página/12, 27/9/024).

A la vicepresidente no debería sorprenderle dicho acuerdo ya que a nadie se le escapa la admiración del presidente de la nación por Gran Bretaña en general y por Margaret Thatcher en especial. En un reportaje concedido hace un tiempo a la cadena británica BBC el presidente de la nación admitió que las Islas Malvinas son propiedad de Gran Bretaña y que no existe una solución rápida a la disputa. “No vamos a renunciar a nuestra soberanía, ni vamos a buscar un conflicto con el Reino Unido”, sentenció. Y agregó: “Quizás no quieran (los británicos) negociar hoy, en algún momento posterior quizá quieran hacerlo, muchas posiciones han cambiado con el tiempo”. Durante la entrevistas se permitió elogiar una vez más a Margaret Thatcher, quien ejercía el poder cuando tuvo lugar la guerra en el Atlántico sur en 1982. Cuando s ele preguntó si continuaba admirando a la ex primera ministra, manifestó que “criticar a alguien por su nacionalidad o raza es muy precario intelectualmente. He escuchado muchos discursos de Margaret Thatcher. Ella fue brillante. Entonces, ¿cuál es el problema?” (fuente: Infobae, 6/5/024).

Para Javier Milei la ex primera ministra del Reino Unido (quien, recordemos, ordenó el hundimiento del ARA General Belgrano en 1982) fue una estadista, un emblema del neoliberalismo, una dirigente que, una vez llegada al poder, tuvo la valentía de aplicar sin anestesia los dogmas neoliberales. Para Javier Milei la “Dama de hierro” es un ejemplo a seguir por quienes, como él, persiguen de manera obsesiva sacar a la Argentina de la ciénaga en la que está hundida desde hace décadas. De ahí la importancia de rememorar lo que significó para Gran Bretaña la década thatcheriana. Buceando en Google me encontré con un ensayo de Guillermo Farfán (Profesor adscrito a la Coordinación de Ciencia Política, FCPyS-UNAM) titulado “Las lecciones del neoliberalismo británico” (Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales). Por razones de espacio transcribiré las partes dedicadas a la política laboral de Thatcher y a su enaltecimiento del mercado.

EL THATCHERISMO Y LAS RELACIONES LABORALES

“En el radicalismo del discurso de Margaret Thatcher a su llegada al poder, había una vocación indudablemente neoliberal en favor del papel del mercado, como mecanismo esencial de restructuración económica, y de rechazo a las estructuras corporativas industriales heredadas del pacto de la posguerra como prerrequisito para la nueva gestión política. A la luz del análisis de sus políticas monetarias y fiscales, sin embargo, se puede captar un abandono paulatino de los dogmas monetaristas ortodoxos, sea por la dificultad para regular el circulante o bien por el impacto del desempleo y de la estructura generacional de la población británica sobre los niveles de gasto social. Así, por circunstancias de dificultades para el manejo técnico de los instrumentos de política económica o por las propias falacias de la doctrina monetarista, el gobierno de Thatcher desarrolló un gran pragmatismo en la toma de decisiones políticas.

Para muchos, esta incongruencia entre los postulados ideológicos y la práctica política constituye una prueba del fracaso neoliberal; sin embargo, para la mayoría de los analistas el gran logro thatcherista lo constituyó su reforma de las relaciones industriales. Pero, ¿hasta dónde semejante reforma ha contribuido a reestructurar la relación entre capital y trabajo? O, por el contrario, ¿en qué medida la aproximación thatcherista al fenómeno de la flexibilidad ha constituido el gran obstáculo para el tránsito a la era postfordista de la economía británica? Es indudable que la causa fundamental del fracaso de los gobiernos laboristas, previos a 1979, residió en la marcada crisis de autoridad que se reflejó tanto en la impugnación de las políticas neokeynesianas de ingresos, como en la resistencia de los trabajadores a ceder en sus prerrogativas adquiridas durante la era fordista. El crecimiento en el número de disputas industriales, de días perdidos a consecuencia de las huelgas y la divergencia entre productividad y salarios son apenas el indicio de esa más profunda crisis en la relación salarial del capitalismo británico. De igual forma, esta contradicción se manifestó en la creciente tensión entre la política económica monetarista de los últimos gobiernos laboristas y el énfasis en la concertación y consulta con las estructuras corporativas del movimiento sindical.

De ahí, pues, que la clave para la restructuración de la sociedad británica residiera en la disolución de los términos del pacto de la posguerra, materializados en el corporativismo industrial. En su proceso de restructuración laboral, el gobierno de Thatcher se benefició del hecho de que la fuerza defensiva de la clase obrera estuviera dirigida, en primera instancia, contra la propia burocracia del movimiento laborista, dentro y fuera de las organizaciones sindicales, y no como pudiera esperarse contra el Estado mismo. De esta manera, las reformas a la legislación laboral durante los años ochenta e incluso los enfrentamientos industriales de los primeros años, fueron emprendidos no sólo en contra de la influencia de los sindicatos a la vida nacional, sino también en nombre de la democracia sindical. La nueva legislación laboral de Thatcher fue derrumbando sistemáticamente dos de los bastiones fundamentales del movimiento obrero británico: la utilización del mecanismo del closed shop —equivalente a lo que conocemos como la cláusula de exclusión—, así como la realización de piquetes huelguísticos contra objetivos secundarios —es decir contra las empresas ligadas a un centro laboral en huelga— o bien la realización de huelgas de naturaleza política diversa a las condiciones de pago y de trabajo dentro de la empresa sujeta a un conflicto laboral.

En 1980 se instituye una primera Employment Act, que tuvo por efecto la penalización de cualquier despido de trabajadores derivado de su negativa a pertenecer a un sindicato poseedor de la prerrogativa del closed shop; además, esta disposición estableció fuera de la ley la realización de piquetes que indujeran a la violación de un contrato comercial o bien que no estuvieran ligados directamente con el funcionamiento material de la empresa en huelga; por último, la ley también prohibió la realización de actividades sindicales encaminadas a forzar la afiliación de los trabajadores a un sindicato. En 1982 se implemento una nueva Employment Act que vino a radicalizar a la anterior en diversos ámbitos: creó la obligación a proporcionar una importante compensación económica a aquellos trabajadores despedidos por no pertenecer a un sindicato, en ejercicio del closed shop; declaró fuera de la ley los contratos establecidos con las autoridades locales bajo el principio de la sola participación de trabajadores sindicalizados, y creó la posibilidad de demandar a los sindicatos en el caso de realizar huelgas ilegales; prohibió la realización de huelgas con fines políticos distintos a cuestiones salariales o condiciones de trabajo.

En su conjunto, ambas legislaciones representaron un avance gubernamental relativamente modesto contra el poder de los sindicatos —si considera, por ejemplo, el alcance de la fallida Industrial Relations Act de 1971— pero fueron la antesala para iniciar una reestructuración más profunda de las relaciones laborales en los años subsiguientes. En la reforma de 1984 el closed shop fue declarado ilegal y se instituyó el derecho, para cualquier individuo trabajador, de negarse a participar en una huelga aun cuando la mayoría de los trabajadores hubiera votado en favor de su realización. La limitación de la actividad sindical y el abandono total de las formas de concertación corporativa surtieron el efecto esperado no sólo como resultado de la capacidad del gobierno para resistir las acciones sindicales, sino también como consecuencia de los efectos de la crisis sobre las posiciones de la clase trabajadora. Así sucedió en diversos conflictos industriales como las huelgas de los acereros, ferrocarrileros, trabajadores de la salud, servidores públicos y trabajadores de los servicios de agua; el único caso en donde el gobierno sufrió un retroceso fue en su intentona de forzar a los mineros a aceptar el cierre de algunas minas, pero esos fueron tropiezos provisionales que no impedirían más adelante la derrota de la huelga de los mineros en 1985.

Dentro de las reformas legales referidas, aunadas a la de 1988, también existían otras disposiciones que abrieron la puerta a modificaciones al interior de las relaciones laborales de las empresas: en el marco de las limitaciones y posterior anulación de las prerrogativas de los sindicatos a ejercer el closed shop, se contemplaban, además, medidas de “democratización” en los procedimientos para la elección de los representantes sindicales (obligatoriedad, bajo amenaza judicial, de realizar votaciones secretas en la elección e reelección de los líderes), así como la realización de referenda para legitimar la realización de las huelgas, o incluso para tomar cualquier decisión concerniente a una acción sindical (también con la facultad de ejercer acción penal contra los líderes, como quedó establecido en el Acta de 1988). Estas acciones estaban encaminadas a minar el poderío de los Shop Stewards (representantes de base o delegados) que protagonizaran los eventos que llevaron a la crisis de autoridad en la década de los setenta. Con estas reformas, se venció la capacidad de resistencia del movimiento obrero (ilustrado de forma dramática en la derrota de los mineros en 1985) y al mismo tiempo se crearon las condiciones para introducir el principio de la flexibilidad del trabajo a la manera neoliberal.

De todas las iniciativas promovidas por los gobiernos de Thatcher, sólo fracasó su intento de desvincular la utilización de los fondos sindicales para el apoyo financiero del Partido Laborista. Sin embargo, en lo general, los movimientos sindicales fracasaron en su intento de doblegar la postura inflexible de las autoridades como se puede apreciar en la disminución del número de huelgas y días laborables perdidos por este motivo, así como en el decrecimiento de la membresía sindical que pasó de 13.5 millones en 1979 a 10.5 millones en 1986.

El efecto más importante del debilitamiento del movimiento sindical se manifestó en la elevación de la productividad de la economía británica, aunque es justamente en el análisis de la naturaleza de dicho aumento donde se pueden captar tanto los alcances como los límites de la gestión conservadora. Antes de los problemas sociales que llevaron a la caída de Thatcher en 1990, se pueden distinguir dos periodos importantes desde la perspectiva de la economía durante la década de los ochenta. La primera fase, hasta 1982, se caracteriza por una pronunciada recesión acentuada por las políticas monetaristas de austeridad, derivadas de la política monetaria denominada como la Médium Term Financial Strategy (MTFS) y de la política de saneamiento financiero reflejada en los niveles del endeudamiento estatal (cuantificado en el Public Sector Borrowing Requirement, (PSBR). Durante esta primera etapa, la economía británica se vio arrojada a un tremendo proceso de quiebras empresariales y de crecimiento del desempleo que llevaron a la destrucción masiva de capital fijo, presumiblemente maquinaria y tecnología obsoletas sobrevivientes de las décadas anteriores. Este fuerte descenso en el valor de la inversión fija, sumado al crecimiento en el número de desempleados, invariablemente se reflejó en los años venideros en una elevación de la productividad del trabajo.

Así, en la segunda fase, que va de 1982 a 1989, la economía británica no sólo ingresó a un proceso de recuperación y crecimiento económico muy marcado, sino que además logró sostener la tasa de incremento en la productividad en los niveles más altos de los países europeos. Pero ¿de qué manera contribuyó dicho aumento de la productividad, basado en el debilitamiento del movimiento sindical y la destrucción de capital, a la modernización de la economía? Al respecto se ha desarrollado un enconado debate entre los partidos políticos y al interior de los círculos académicos, por las razones siguientes. La productividad de la economía británica creció a tasas relativas superiores a otros países (2.1 por ciento, en promedio anual, entre 1979-1987), porque se había rezagado con relación a sus contrapartes europeas durante todo el periodo de la posguerra, de tal manera que los recientes aumentos de la productividad se limitaron a cerrar esa brecha, a partir de lo cual sería esperable un decrecimiento de su capacidad de ulterior expansión. La desaceleración de la economía durante 1990 y la aceptación oficial de una recesión para finales de este año y para 1991 parecen confirmar esta hipótesis. Sin embargo, y en la medida que tal recesión no es un fenómeno sólo local, el que la productividad haya aumentado sostenidamente durante siete años nos dice ya, por lo menos, que se logró superar la resistencia de la clase trabajadora.

Pero el problema de fondo es otro, porque esa debilidad y abatimiento del movimiento sindical evitó, junto con la terquedad neoliberal, la restructuración de la sociedad sobre una base posfordista. Hay al menos dos fenómenos que permiten plantear esta afirmación. En el terreno del empleo se han producido transformaciones sustanciales. Al final de 1990 la economía británica se ha mantenido con un nivel aproximado de 1.7 millones de desempleados, cifra superior al 1.1 millones que existían hacia 1979. Uno de los orgullos personales de Thatchcr, sin embargo, fue el haber creado dos millones de empleos durante sus diversas gestiones; tenemos así el extraño logro de un gobierno que liquidó cientos de miles de empleos al inicio de su gestión (para el ano de 1983 el 113 desempleo alcanzó los 3.5 millones), para crearlos de nuevo al final de una década aunque con diferencias importantes. En contraste con los años anteriores, enmarcados en los principios fordistas del empleo estable y de largo plazo, el crecimiento de la economía británica de los años ochenta se caracterizó por el desarrollo del subempleo, el empleo de la mujer, el trabajo a tiempo parcial, un elevado margen de movilidad laboral y el empleo independiente; fenómenos agravados por la falta de participación del Estado británico en la capacitación y adiestramiento de la fuerza de trabajo.

En otras palabras, el thatcherismo se distinguió por introducir una flexibilidad al mercado de trabajo muy distante del modelo imaginario de un empleo permanente como prerrequisito a la colaboración del trabajador con los objetivos de la empresa. Así, la amenaza a la pérdida del empleo, la inestabilidad laboral y el riesgo de la descalificación del trabajo fueron el verdadero estímulo que impulsó el aumento de la tasa de productividad. Por su parte, tampoco existe ninguna evidencia que demuestre que la destrucción masiva de capital, de los primeros años del gobierno conservador, condujera a la eficiencia y a la renovación del equipo bajo un principio de mayor flexibilidad y de reorganización de los procesos de trabajo. Las causas de este hecho nos obligan a incorporar nuevos elementos de explicación al respecto, pero es relevante destacar por lo pronto, casi como rasgo peculiar del capital británico, la tendencia del empresariado a rechazar los nuevos métodos de administración y comercialización, por ejemplo a la manera japonesa, e incluso la tendencia a utilizar las nuevas tecnologías bajo una norma eminentemente fordista. Es incuestionable que uno de los grandes desafíos para el gobierno de Thatcher lo fue la necesidad de vencer la fuerza defensiva de la clase trabajadora y entre mayor se demostró ésta, más radical debió ser la solución neoliberal. Pero quizás el éxito de la política antisindical de los gobiernos de Thatcher fue también la razón de su fracaso en el establecimiento de los términos de un nuevo pacto social, sin el cual la transición hacia una sociedad posfordista quedó postergada para gobiernos posteriores”.

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