Por Hernán Andrés Kruse.-

JpC carece de autoridad moral para criticar al gobierno

En las últimas horas la plana mayor de Juntos por el Cambio dio a conocer, a través de un comunicado, el balance que hace del primer año de gestión de Alberto Fernández. He aquí el texto completo (fuente: Infobae, 8/12/020).

El 10 de diciembre, el Gobierno encabezado por el Presidente Alberto Fernández cumple un año. Así como al inicio del mandato apoyamos la renegociación de la deuda, entendiendo que la oposición es igualmente responsable de defender los intereses de los argentinos hoy alertamos sobre una serie de retrocesos evidentes para el país.

El balance arroja la clara ausencia de un plan de gobierno.

Los argentinos no esperábamos la pandemia, porque desde el oficialismo decían que no llegaría, que era menos grave que una gripe. Pero de golpe la teníamos encima, nos ordenaron una cuarentena enorme, rígida, un estado de pánico al enemigo invisible.

El miedo produjo angustia a la gente. Allí falló y faltó planificación del gobierno. Los argentinos la pasaron mal, preocupados por sus trabajos, la educación de sus hijos, su vida personal.

El COVID-19 no justifica situaciones de vulneración de derechos, que separaron a familias durante meses, impidieron despedir a seres queridos o privaron de atención médica a muchas personas. La imagen de Abigail en brazos de su padre visibiliza el dolor que atravesaron miles de argentinos.

En ningún momento todo esto fue inquietud del oficialismo.

Esa falta de un rumbo también afecto a los sectores productivos y la comunidad internacional: no hay metas incumplidas, sencillamente porque no hay metas. El deterioro institucional del sistema republicano, los graves ataques contra la propiedad privada y el retroceso en seguridad y lucha contra las mafias aumentan la incertidumbre sobre las condiciones para el desarrollo.

El Gobierno enfrentó la pandemia con una prolongación indefinida de la cuarentena, apostó al encierro de la sociedad y los resultados fueron desastrosos en materia sanitaria y económica, con el cierre de comercios, micropymes, pérdida de empleos y un pasivo educativo inestimable.

Ahora el Gobierno reitera prácticas del pasado, látigo y chequera para disciplinar y desfinanciar provincias que gobernadas por signos diferentes al oficialismo, poniendo en jaque el federalismo. Igualmente, busca cambiar las reglas electorales a meses de las elecciones legislativas.

Finalmente, asistimos a una pérdida evidente del protagonismo que había alcanzado la Argentina en los principales foros internacionales, producto de una política exterior improvisada y de posiciones inconsistentes.

-Avasallamiento de las instituciones. La reforma judicial, la modificación de mayorías calificadas para designar un Procurador afín y los traslados solo buscan la impunidad. Ahora, el Gobierno quiere cambiar el sistema electoral para dejar sin efecto las PASO al compás de los intereses del oficialismo: cambiar las reglas electorales sin consenso genera desconfianza y altera la equidad de la competencia política.

-Inseguridad jurídica y violación de la propiedad privada. La embestida comenzó con la expropiación de Vicentín, que frustraron miles de argentinos que se movilizaron. La inacción del Estado y la complicidad de algunos funcionarios permitieron la ocupación ilegal de tierras privadas, desde el Lago Mascardi hasta la toma de Guernica. El Estado debe desarrollar una política que garantice el derecho a la vivienda sin violar la propiedad privada: la respuesta nunca puede ser la violencia.

-Medidas y un entorno macroeconómico que desincentivan la inversión. La Ley del Conocimiento, la ley de teletrabajo, la desconexión con rutas aéreas internacionales y los impuestos desmedidos provocaron la huida de empresas (Falabella, Walmart, Sodimac, Brighstar, Danone, Glovo, Latam, Emirates, Air New Zeland, Qatar Airways, Norwegian, BASF, Axalta, Nike) y la pérdida de miles de puestos de trabajo genuino. Además, la eliminación de la ATP perjudica todavía más a las empresas y la producción. La combinación de estas medidas quiebra la posibilidad de una recuperación basada en la inversión privada y la producción.

-Una situación social alarmante. Mientras la pobreza afecta al 64% de los niños, niñas y adolescentes, y al 70% de los adultos mayores, el Gobierno decidió ajustar a los jubilados y eliminar el IFE, afectando a los más vulnerables.

-Un año sin clases presenciales. A pesar del incansable esfuerzo de los docentes para sostener la enseñanza virtual, la incapacidad del gobierno de trazar un plan para volver a la presencialidad causó que millones de estudiantes perdieran casi un año.

-Inseguridad y retroceso en la lucha contra las mafias. Con apego absoluto a la ley, en 2016-2019 defendimos a la sociedad de los delincuentes y apoyamos a quienes estaban dispuestos a dar sus vidas. En medio de la pandemia, el Gobierno acompañó la liberación de presos comunes y corruptos, medidas que minan las bases mínimas de convivencia de la sociedad. Las barras bravas recuperaron sus estructuras de negocios, invadieron la Casa Rosada y pusieron en jaque el duelo nacional de Diego Maradona, un ídolo popular que está en el corazón y sentimiento de todos los argentinos, y la propia seguridad presidencial.

-Política exterior improvisada e inconsistente. La política exterior exhibe serias falencias en los vínculos con el Mercosur y el resto del mundo. El traspié tras el primer diálogo con el presidente electo de los Estados Unidos y la falta de una postura clara frente a la violación de los derechos humanos en Venezuela lo demuestran. Las potencias medianas como la Argentina hoy necesitan coordinar posiciones con sus vecinos en desafíos globales como el cambio climático, las crisis sanitarias, el terrorismo, la ciberseguridad y la creciente rivalidad de potencias en el escenario internacional.

En medio de la pandemia, el Gobierno divide en lugar de unir a los argentinos. Necesitamos una amplia convocatoria para enfrentar los desafíos, con una hoja de ruta. Cuando el Gobierno lo decida, desde Juntos por el Cambio estaremos. La prioridad es el país, no hay margen para el “paso a paso y después vemos”.

Necesitamos recuperar una visión que oriente las opciones de progreso y movilidad social que fundaron las aspiraciones de varias generaciones de argentinos y argentinas. Un país donde el Estado garantice la igualdad de oportunidades para que el esfuerzo y el mérito tengan sentido.

Es muy interesante el contenido del documento. Confieso que concuerdo con varios de sus postulados pero me parece que es primordial aclarar lo siguiente: quienes lo redactaron fueron gobierno entre el 10 de diciembre de 2015 y el 10 de diciembre de 2019. En ese período hicieron un verdadero desastre tanto en lo institucional, como en lo político y lo económico. Apenas asumió Mauricio Macri designó por decreto a dos juristas miembros de la Corte Suprema. Se trató de un atropello a la institucionalidad de la república que provocó una andanada de críticas. Además, dio el visto bueno a la doctrina Irurzún que en la práctica significó un empleo abusivo de las prisiones preventivas. Su objetivo no fue otro que encarcelar a conspicuos dirigentes kirchneristas, como el vicepresidente Amado Boudou. Fueron patéticas las escenas de su detención. En paños menores y en su propio domicilio, la televisión se ensañó con el vicepresidente para beneplácito de quienes estaban sedientos de venganza. Es probable que en su intimidad Macri haya celebrado esa infamia.

En materia económica Macri sólo tuvo el siguiente objetivo: aplicar a mansalva el clásico ajuste para profundizar la brecha entre los más ricos y los más pobres. Su política económica no fue más que un oprobioso negociado que favoreció, obviamente, al presidente y sus “amigos de toda la vida”. El caso paradigmático fue el de Juan José Aranguren, ministro de Energía durante gran parte de la presidencia de Macri, que ejerció el cargo exclusivamente para beneficiar a un puñado de paniaguados a través de incesantes e inclementes aumentos tarifarios.

Pero lo más escandaloso fue el endeudamiento irracional, desenfrenado. Macri decidió financiar su gobierno pidiendo ayuda al capital financiero transnacional. Evidentemente creyó que esa ayuda duraría mientras estuviera en la Rosada. Se equivocó de manera grosera. A comienzos de 2018 la ayuda terminó lo que obligó al presidente a arrodillarse ante el FMI para continuar recibiendo los dólares salvadores. A partir de mayo de ese año la deuda externa se incrementó geométricamente mientras la crisis económica se agudizaba. Resultaba harto evidente que el FMI había efectuado uno de sus desembolsos más importantes de su historia para evitar la caída de un gobierno aliado de Donald Trump.

Macri pasará a la historia como uno de los presidentes más nefastos de la Argentina contemporánea. Dejó como herencia un país empobrecido, una economía maltrecha, una sociedad carcomida por el odio de clase y un estilo de gobierno basado en la burla, el cinismo y el menosprecio por los más débiles.

Pues bien, conspicuos referentes de ese gobierno fueron quienes acaban de hacer un balance del primer año de gestión de Alberto Fernández. La carencia absoluta de autocrítica debiera haberlos inhibido para efectuar semejante crítica. Pero pedir un poco de decoro, de respeto por la ciudadanía, de rectitud y hombría de bien a la dirigencia de JpC es como pedirle peras al olmo.

Más de 40.000 muertos

La cifra es espeluznante. Luego de una cuarentena interminable el balance no puede ser más aterrador. El número de fallecidos por el Covid-19 asciende a los 40 mil. El fracaso de la política sanitaria implementada por el gobierno nacional es estruendoso. Claro que resulta mucho más fácil hablar con el diario del lunes. Ahora es fácil criticar sin piedad al presidente y su ministro de salud. Pero en abril y mayo, cuando la cuarentena era por demás exitosa, nadie se manifestó en desacuerdo.

Refresquemos nuestra memoria. Durante el último verano el Covid-19 estaba causando estragos en vastas regiones del planeta. España, Italia y Gran Bretaña eran de los más afectados en el viejo continente. En Estados Unidos la ciudad de Nueva York estaba siendo devastada pese a contar con un sistema de salud del primer mundo. En ese momento nadie hablaba de la pandemia en la Argentina. Hasta que Ginés González García no tuvo más remedio que dirigirse a la opinión pública. El 23 de enero afirmó: “no existe ninguna posibilidad de que exista coronavirus en la Argentina”. En marzo se produjo el primer caso y a partir de entonces el virus no paró de expandirse a lo largo y ancho del territorio. El 19 de ese mes un atribulado Alberto Fernández anunció una cuarentena total y absoluta por dos semanas. Tomó esa decisión siguiendo los consejos de un grupo de expertos entre quienes sobresalían los doctores Eduardo López y Pedro Chan. Consciente desde el principio de los graves perjuicios económicos que provocaría semejante encierro el presidente fue muy claro: “entre la salud y la economía elijo la salud”. De esa forma se diferenció de aquellos presidentes, como Trump y Bolsonaro, que habían elegido a la economía. Quedaron en evidencia dos modelos antagónicos de combate al virus. Dos modelos que no hacían más que encubrir el antagonismo entre el neoliberalismo y el progresismo.

La cuarentena fue muy exitosa al comienzo. Tal es así que varias veces el presidente, flanqueado por Rodríguez Larreta y Kicillof, anunció la prolongación del encierro mientras comparaba las cifras argentinas con las de otros países (Suecia, por ejemplo) que habían decidido no imponer la cuarentena pese a los estragos que el virus estaba ocasionando. Fue el momento de máximo esplendor político de Alberto Fernández. Su imagen positiva superaba holgadamente el 80% gracias al éxito de la cuarentena. En efecto, en aquel entonces eran bajísimos los números de muertos y contagios, a diferencia de lo que sucedía no sólo en el país nórdico sino en Brasil, Chile, los países europeos mencionados precedentemente y la república imperial. Es probable que semejante nivel de apoyo haya convencido al presidente de que, mientras los números de la pandemia no se dispararan, la cuarentena le garantizaría acumular el poder que necesitaba para independizarse de Cristina o, si se prefiere, para ser realmente el presidente de la nación.

Pero a partir de junio se produjo un quiebre. Importantes sectores de la sociedad comenzaron a relajarse lo que provocó un incremento paulatino de los números de contagios y muertos. Fue entonces cuando quedó dramáticamente en evidencia que la cuarentena era lo único que tenía a mano el gobierno para hacer frente a la pandemia. En julio, lamentablemente, los números comenzaron a dispararse geométricamente y Alberto Fernández perdió el control de la situación. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer las primeras críticas, algunas de ellas con evidente intencionalidad política. “Esto es una infectadura”, llegaron a exclamar algunos referentes de la oposición. Para colmo, la cuarentena también dejó de servir para tapar el descalabro económico que el virus estaba ocasionando. Pero el presidente continuaba imperturbable, anunciando cada dos o tres semanas la continuidad de la cuarentena. Pero era evidente que, a diferencia de lo que sucedía en abril y mayo, ahora muy pocos prestaban atención a sus palabras.

Los peores meses fueron octubre y noviembre. Hubo días en que se anunciaron más de 16 mil contagios y 400 muertes. Pero la cuarentena, de hecho, había concluido hace rato. Era increíble ver por televisión, por ejemplo, los parques de algunas ciudades atiborrados de gente sin barbijo y no respetando el distanciamiento social. Fue entonces cuando el presidente apostó todo su capital político a la vacuna salvadora. Primero anunció públicamente el arribo al país de una vacuna rusa y días más tarde hizo lo mismo respecto a una vacuna norteamericana. También anunció la pronta realización de un plan masivo de vacunación para dentro de muy poco. Hasta ahora todo está en veremos. Lo real y concreto es que en el invierno europeo y norteamericano se produjo un segundo brote pese a que en Gran Bretaña comenzó la vacunación hace pocos días. Mientras tanto en Argentina muchos se comportan como si el Covid-19 fuera algo del pasado. Es una actitud muy criticable pero que no hace más que reflejar el comportamiento de la clase política, preocupada exclusivamente en la suspensión o no de las PASO. ¿El coronavirus? Bien gracias. ¿Y los 40 mil argentinos fallecidos? Una mera estadística.

Cristina, tan implacable como siempre

En las últimas horas la vicepresidenta de la nación publicó una nueva carta. Su contenido es el siguiente (*):

Mañana 10 de diciembre, vamos a sesionar una vez más en el Senado de la Nación. Desde que asumimos, hace exactamente un año, ya lo hicimos 32 veces.

Hace 13 años que no se realizaban tantas sesiones en este cuerpo legislativo.

Cuando comenzamos la pandemia -allá por el mes de marzo- se nos presentó un desafío inédito: teníamos que crear una nueva forma de funcionamiento para poder seguir trabajando y, al mismo tiempo, teníamos que cuidar la vida de todos y todas.

Y la verdad es que gracias al compromiso de los trabajadores y las trabajadoras legislativas, el 13 de mayo tuvimos nuestra primera sesión remota de la historia.

De esta manera, pudimos adaptar el trabajo parlamentario y los procesos administrativos a esta nueva modalidad para seguir funcionando, aún en este contexto que no sólo no pudimos prever, sino que ni siquiera pudimos imaginar.

¡Pero ojo! No fueron sólo las 32 sesiones. En este año se hicieron 215 reuniones de comisión, en las que participaron 284 expositoras y expositores invitados. No hay registros históricos de semejante actividad legislativa.

Aprobamos 40 leyes y dimos media sanción a 87 proyectos de ley que fueron remitidos a la Cámara de Diputados. Entre ellos, todos los proyectos enviados por el Poder Ejecutivo al Senado.

Presupuesto 2021

Sostenibilidad de la deuda

Solidaridad social y reactivación productiva

Aporte solidario extraordinario

Protección y beneficios al personal de Salud

Fondo nacional de la Defensa

Capitales Alternas

Reforma del Ministerio Público

Manejo del fuego

Góndolas

Etiquetado frontal

Alquileres

Cuidados paliativos

Telesalud

Receta electrónica

Economía del conocimiento

Grooming

Teletrabajo

Fibrosis quística

Educación a distancia.

Leyes a favor de los argentinos y las argentinas, para ampliar derechos, hacerle frente a la pandemia, cuidar la economía, fortalecer el federalismo y defender nuestra soberanía.

Cumplimos, como siempre, con todas nuestras responsabilidades.

En su ámbito, el Poder Ejecutivo sin duda ha hecho un gran esfuerzo para afrontar dos tragedias. Una anunciada y otra inesperada. La primera: la economía arrasada del macrismo. La segunda: la pandemia inédita.

Sobre un sistema de salud prácticamente abandonado por el macrismo y contra-reloj, se pudo rearmar un dispositivo y una infraestructura sanitaria que permitió que a ningún argentino o argentina le falte una cama, un respirador o un médico cuando lo necesitó por esta verdadera desgracia del COVID.

Se logró reestrucuturar en un 99% la deuda externa en manos de bonistas privados que, como ya sabemos, dejó el gobierno de Cambiemos.

Y, al mismo tiempo, con el IFE y el ATP se sostuvo durante la pandemia a los más vulnerabilizados y al trabajo registrado y, obviamente, también a las empresas que lo brindan.

Sin embargo, no se puede decir lo mismo del otro Poder del Estado: el Poder Judicial. Representado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la actuación de ese poder no hizo más que confirmar que fue desde allí, desde donde se encabezó y dirigió el proceso de Lawfare. Esa articulación mediática-judicial para perseguir y encarcelar opositores, se desplegó en nuestro país con toda su intensidad desde la llegada de Mauricio Macri a la Presidencia de la Nación y, lo que es peor: aún continúa.

Y que a nadie se le ocurra tergiversar mis palabras con titulares diciendo que pretendemos una Justicia adicta. Todo lo contrario: somos la fuerza política que en el 2003, con el 22% de los votos, denunciamos la extorsión de lo que se conocía como la “mayoría automática de la Corte”, dando inicio a un proceso virtuoso que culminó con la Corte Suprema más independiente y prestigiosa de las últimas décadas.

De aquella Corte, hoy no queda absolutamente nada. De los 4 miembros que propuso Néstor Kirchner, la Dra. Carmen Argibay (magistrada independiente si las hubo) falleció y el Dr. Zaffaroni, reconocido a nivel internacional como uno de los mejores penalistas del mundo, renunció al cumplir los 75 años de edad en cumplimiento de lo dispuesto por el artículo 99, inc. 4 de la Constitución Nacional y de la propia jurisprudencia de la Corte que integraba.

La descripción de los hechos que protagonizaron los dos restantes miembros propuestos por Néstor para integrar la Corte, me eximen de mayores comentarios.

Uno de ellos es el que se fotografiaba con el Juez brasileño Sergio Moro y con Claudio Bonadío. El primero -Sergio Moro- es el que sin pruebas metió preso al ex presidente del Brasil, Inacio Lula Da Silva, impidiéndole ser candidato a presidente y posibilitando la llegada al poder de Jair Bolsonaro, quien lo premió designándolo, en un escándalo sin precedentes, como su Ministro de Justicia. El segundo nunca rindió un exámen para ser magistrado e integro la célebre lista de los “jueces de la “servilleta”. Bonadío se autodefinía como un practicante del “derecho penal creativo”: aberración jurídica si las hay y auténtico eufemismo del lawfare y la persecusión a dirigentes populares.

Este mismo integrante de la Corte, el que se fotografiaba con Moro y Bonadío, fue Presidente de ese cuerpo hasta el año 2018 y en una reunión de jueces federales de Comodoro Py, les aseguró que todas las instancias superiores les iban a confirmar y convalidar todas las decisiones de primera instancia que dictaran contra los dirigentes y ex funcionarios kirchneristas. Lawfare al palo.

La otra integrante que Néstor propuso, no sólo no renunció a su cargo al cumplir los 75 años de edad -como lo hiciera el Dr. Zaffaroni-, sino que además recurrió a un Juez de primera instancia para que le permitiera permanecer en el cargo en acuerdo con el Gobierno de Cambiemos -que no apeló aquella resolución judicial- y en abierta violación a la jurisprudencia de la misma Corte Suprema y a lo dispuesto por la Constitución Nacional.

El macrismo en el Poder completó la fotografía de la Corte actual, cuando a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia intentó nombrar a Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti como miembros de la Corte Suprema.

Lo más terrible de aquel episodio fue que quienes debían garantizar el cumplimiemto de la Constitución y las leyes en todo el País, aceptaron ser designados por decreto sin cumplir lo que prescribe la Constitución Nacional y las leyes, que exigen un procedimiento determinado y preciso para cubrir las vacantes de la Corte.

Por si todo ello fuera poco, en el año 2018, Carlos Rosenkrantz, uno de los dueños del estudio jurídico cuya cartera de clientes esta conformada por los principales grupos empresarios argentinos y extranjeros en el país, fue designado Presidente de la Corte Suprema Justicia de la Nación. No se recuerda algo semejante en la historia del Poder Judicial de la Nación.

Hoy, la Corte esta integrada por esos cuatro funcionarios más el Dr. Juan Carlos Maqueda, histórico dirigente político del peronismo cordobés, propuesto por el Dr. Eduardo Duhalde, durante su breve interinato como presidente.

Estos cinco funcionarios deciden hoy sobre la vida, sobre el patrimonio y la libertad de las personas que habitan nuestro país.

A nadie debería extrañarle entonces, no sólo que el Lawfare siga en su apogeo, sino que además, se proteja y garantice la impunidad a los funcionarios macristas que durante su gobierno no dejaron delito por cometer, saqueando y endeudando al país y persiguiendo, espiando y encarcelando a opositores políticos a su gobierno.

Tampoco deberíamos extrañarnos si esta Corte, que consintió alegremente el mayor endeudamiento del que se tenga memoria a escala planetaria con el FMI, empieza a dictar fallos de neto corte económico para condicionar o extorsionar a este gobierno… O lo que es peor aún: para hacerlo fracasar.

De los tres poderes del Estado, sólo uno no va a elecciones.

Sólo un Poder es perpetuo.

Sólo un Poder tiene la palabra final sobre las decisiones del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo.

Si ese Poder…

Además de ser perpetuo…

Además de no ir jamás a elecciones…

Además de tener la palabra final sobre la vida, el patrimonio y la libertad de las personas por encima del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo…

Si además de todo eso, ese Poder sólo es ejercido por un puñado de funcionarios vitalicios que toleraron o protegieron la violación permanente de la Constitución y las leyes, y que tienen, además, en sus manos el ejercicio de la arbitrariedad a gusto y piacere, sin dar explicaciones a nadie ni estar sometidos control alguno…

Bueno… Si esto sigue sucediendo en nuestro país, estaremos muy lejos de construir la República y la Nación que, estoy segura, anhelamos la inmensa mayoría de los argentinos y las argentinas.

(*) Infobae, 9/12/020

La carta de Cristina tuvo un único objetivo: arremeter con fiereza contra el máximo tribunal de garantías constitucionales. La Corte Suprema ha sido desde siempre el emblema del poder oligárquico dentro de la república democrática, del poder que siempre estuvo alejado del pueblo, del poder que goza de una pésima imagen. La Corte Suprema casi nunca fue independiente, siempre se movió al compás de los vaivenes políticos que siempre sacudieron a nuestro país. A pesar de ello, sus miembros se consideran seres especiales, intocables, elegidos por la providencia para decidir sobre nuestros derechos y libertades individuales. Situados en la cima del Olimpo deciden a piacere, como si fueran dioses paganos. Sus sentencias son definitivas, incuestionables, irrefutables. Se manejan como verdaderos emperadores del derecho observando a los demás con soberbia y petulancia.

Quizá sirva como consuelo pero en las democracias más desarrolladas del mundo los jueces de todos los niveles pertenecen a una categoría especial. Basta con observar algunas series norteamericanas en las que sus protagonistas frecuentan los estrados judiciales para que quede plenamente de manifiesto el poder de que gozan los jueces. Tanto el fiscal como el abogado defensor se dirigen a su señoría con un respeto reverencial, como si se tratara de un príncipe. Es impresionante observar el momento en que el magistrado ingresa al juzgado: todos los presentes, al unísono, se ponen de pie. Para la sociedad norteamericana el juez ejerce una función especialísima, cual es el impartir justicia. Nada más y nada menos. Por eso se los respeta. Ello es así porque hacen bien su trabajo. Pero cuando dejan de hacerlo caen en desgracia.

En nuestro país, lamentablemente, no sucede lo mismo. Nadie ignora que un importante porcentaje de jueces no cumplen con su deber. Es decir, no imparten justicia. El problema es que algunos nunca cayeron en desgracia. Tomemos el caso de uno que cayó en desgracia: Norberto Oyarbide. ¿Alguna vez fue realmente juez de la nación? Creo que no. Y no me refiero a su vida privada sino a su actuación como magistrado. Lo mismo cabe decir respecto a Claudio Bonadio-un juez que increíblemente se salvó del escarnio- quien reconoció públicamente que las influencias políticas eran fundamentales para hacer carrera en el Poder Judicial. ¿Y qué se puede decir, por ejemplo, del doctor Julio Nazareno, quien llegó a ser nada más y nada menos que presidente de la Corte Suprema sólo porque era amigo de Carlos Menem? Es imposible respetar a estos personajes porque nunca fueron jueces, nunca honraron su investidura. Es imposible hacerlo porque lesionaron la dignidad de la justicia. En Estados Unidos seguramente nunca hubieran llegado a ser jueces.

El más grave problema que aqueja a los jueces en nuestro país es su carencia total de independencia. Aquí emerge en toda su magnitud la influencia que ejerce la política en su designación. ¿Cómo puede ser independiente un juez si le debe el cargo al poder político? Ahí está el caso del juez Rafael Gutiérrez, dueño desde hace dos décadas de la Corte Suprema de Santa Fe gracias a que en 2000 su amigo Carlos Reutemann lo puso en ese sitial de privilegio. ¿Alguien puede suponer que Gutiérrez es un juez independiente? Ningún juez es independiente si debe favores a la corporación política. Pero tampoco lo es si le debe favores a las corporaciones privadas. Tal el caso del actual presidente de la Corte Suprema de la Nación, el doctor Carlos Rosenkrantz, puesto en la Corte por el establishment empresarial.

La independencia del Poder Judicial, al menos en Argentina, sigue siendo un ideal inalcanzable. Lo es porque al poder político le conviene lidiar con jueces que le deben favores, con jueces que no se atreverían a destapar ollas de corrupción que podrían salpicar a importantes referentes de la “famiglia” política. Es por ello que cuesta creerle a Cristina cuando en su carta clama por la independencia del Poder judicial. La historia política e institucional argentina ha demostrado que si hubo algo que combatió el peronismo a lo largo de su existencia fue, precisamente, la independencia de la Justicia. Me parece que Cristina está enojada con la Corte porque no le rinde pleitesía. Nadie niega la existencia del lawfare pero en la carta queda muy en evidencia su malestar por unos supremos que en las últimas horas tuvieron el tupé de confirmar todas las sentencias dictadas en contra de Amado Boudou, su ex vicepresidente. Si la Corte hubiera fallado en sentido inverso, es decir, hubiera descalificado dichas sentencias, lo más probable es que Cristina no hubiera criticado a la Corte tan duramente como lo acaba de hacer en la mencionada carta.

Alberto y su primer año como presidente

El jueves 10 se cumplió el primer aniversario de Alberto Fernández como presidente de la nación. Antes de intentar esbozar un balance de su gestión no queda más remedio que hacer mención a la manera como el propio Alberto llegó a la Casa Rosada. En mayo de 2019 Cristina Kirchner, la dirigente de la oposición con mayor intención de voto, pateó el tablero electoral al anunciar su decisión de invitar a su ex jefe de Gabinete a encabezar la fórmula presidencial del FdT, reservándose ella, obviamente, la candidatura a la vicepresidencia. Fue su reconocimiento a lo que venía afirmando Alberto Fernández desde hacía tiempo: “con Cristina no alcanza pero sin ella no se puede”. En efecto, con un techo cercano al 35% de los votos pero con un rechazo que orillaba el 60%, la ex presidenta era consciente de que si encabezaba la fórmula opositora no haría más que entregarle la reelección a Mauricio Macri.

Alberto Fernández meditó la propuesta y finalmente la aceptó. Su presencia en la fórmula hizo posible el acercamiento del cristinismo con Sergio Massa, los gobernadores del PJ y los “barones” del conurbano. Con el agregado de un buen número de independientes disconformes con Macri, el FdT venció a JpC en primera vuelta y desalojó al macrismo de la Rosada. El objetivo se había conseguido. La jugada de Cristina había sido exitosa. El 10 de diciembre asumió como presidente Alberto Fernández. Su discurso se centró en una idea fundamental: cerrar de una vez por todas la grieta. Además, dijo que nadie era dueño de la verdad absoluta. Toda verdad, sentenció, es relativa, lo que significa que todos merecemos ser escuchados por el otro. Al día siguiente comenzó a gobernar. Tenía delante suyo dos graves problemas a resolver: uno, de carácter económico; el otro, de carácter político. El primero no era otro que la resolución de un grave problema que Macri le había dejado como herencia: la deuda con el FMI y los acreedores externos. Promediando el primer semestre el ministro Guzmán, luego de arduas negociaciones, logró acordar con los buitres. Mientras que lo más importante, la negociación con el FMI, recién comenzará luego de la asunción de Biden el 20 de enero.

El segundo problema era tan o más relevante que el económico. Alberto sabía muy bien que era presidente gracias a Cristina. Carente de vuelo político propio llegó a la Rosada por la sumatoria de los votos de Cristina y Sergio Massa, más algún aporte de los gobernadores y los barones. Debía sí o sí comenzar a construir poder para no ser más que un títere de la vicepresidenta. En eso estaba cuando, en el invierno del hemisferio norte, el Covid-19 comenzó a causar estragos. Sin embargo, en enero el ministro Ginés González García aseguró que no teníamos que preocuparnos por una pandemia muy lejana. Dos meses más tarde, exactamente el 19 de marzo, el presidente anunció una cuarentena estricta que fue prolongando hasta hoy. Ese día comenzó el gobierno de Alberto Fernández. Ante un panorama inédito, impensado, el presidente y su ministro de Salud se vieron en la imperiosa necesidad de hacer frente a un enemigo desconocido, invisible y sumamente peligroso.

Su lema fue muy explícito: entre la economía y la salud, ésta era prioritaria. Al principio todo fue realmente alentador ya que la cuarentena estaba dando sus frutos. Los números de contagios y muertos eran bajísimos mientras en muchos países sucedía todo lo contrario. Fue el momento de gloria de Alberto Fernández. Las encuestas señalaban una aprobación a su gestión superior al 80% pese a que la economía se resquebrajaba sin remedio. Sin embargo, nadie osaba cuestionarlo. Tan agrandado estaba que se permitió darse algunos lujos delante de las cámaras de televisión, como el de menospreciar la forma en que países tan importantes como Suecia, por ejemplo, estaban enfrentando a la pandemia. Mientras tanto, los expertos que estaban a su lado eran tratados por verdaderas celebridades por los grandes medios de comunicación.

La luna de miel comenzó a languidecer al despuntar el invierno. Sectores importantes de la sociedad comenzaron a mostrar signos de fatiga provocados por una cuarentena que a esa altura comenzaba a poner en evidencia su impotencia ante el avance del virus. Sin embargo, Alberto Fernández se mantuvo incólume en su estrategia. Se empecinó en prolongar la cuarentena hasta el infinito desoyendo las advertencias sobre lo que estaba pasando con la economía real. A partir de agosto el número de contagios y muertos se incrementó geométricamente quedando dramáticamente en evidencia la ineptitud del ministro de Salud y su equipo de asesores. El virus se había tornado ingobernable mientras Alberto intentaba convencernos de que gracias a la cuarentena la situación hubiese sido mucho más dantesca. Pero los números no mienten: cuando falta muy poco para fin de año el Covid-19 se cobró la vida de un poco más de 40 mil compatriotas. Sobran los comentarios.

Pero ese número no es el único escalofriante. Hace unos días la UCA dio a conocer el nivel de pobreza: 44%, pero aclarando que de no ser por los planes sociales ese porcentaje sería en realidad del 53%. Estamos hablando de un poco más de la mitad de los argentinos. Un horror. Un espanto. Aunque parezca increíble, Alberto Fernández dijo en las últimas horas que no había un solo argentino que padezca hambre. Una mentira escandalosa, obscena, francamente inmoral. ¡Cómo puede afirmar semejante barbaridad con semejante nivel de pobreza!

Siempre es bueno recordar la famosa frase de Joan Manuel Serrat: “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Y la verdad es que hoy, a un año de la asunción de Alberto Fernández, estamos mucho peor que entonces.

Alberto y su relación con CFK

Apenas Alberto Fernández aceptó la propuesta de Cristina el tema de la relación entre ambos, si el FdT ganaba las elecciones, acapararía la atención de todos. Las preguntas comenzaron a brotar como hongos. ¿Será capaz Alberto de no dejarse influenciar por Cristina? ¿Cómo hará Alberto para no ser un títere de Cristina? Si la relación se llegara a quebrar ¿sería el fin del FdT? ¿Se resignará Alberto a gobernar en función de los dictados de su vicepresidenta? Había algo que quedaba perfectamente en claro desde el principio: la supervivencia del FdT dependía de la voluntad de Alberto y Cristina de no tensar demasiado la cuerda. Tal es así que desde que asumió Alberto y hasta el día de hoy, los grandes medios repiquetean hasta el hartazgo con el inminente quiebre de la relación del presidente y su vice. Están obsesionados con esa fractura porque, conviene reiterarlo aunque canse, ello implicaría automáticamente la caída del gobierno.

Alberto y Cristina tienen, pues, algo en común: la necesidad de evitar a como dé lugar esa fractura. Seguramente no debe ser fácil ni para el presidente ni para la vicepresidenta conservar la relación. Alberto no la quiere a Cristina. Eso es harto evidente. Basta con recordar lo que decía de ella a propósito del memorándum de entendimiento con Irán. En aquel entonces la acusó lisa y llanamente de encubrir a quienes atentaron contra el edificio de la AMIA en julio de 1994. Dijo públicamente que era una delincuente. Cristina, mujer que no olvida, jamás perdonó semejante afrenta. Seguramente debe sentir una visceral aversión por Alberto. Lo debe despreciar con toda su alma. Pero en 2019 pudo más la realpolitik que los sentimientos. Al igual que Alberto, Cristina sabía muy bien que con ella la elección no se podía ganar pero que sin ella no valía la pena siquiera competir. Cristina también sabía muy bien que sólo retornando al gobierno podría estar a resguardo del sector de la justicia que la quiere ver presa. No podía, pues, darse el lujo de seguir permaneciendo en el llano con posterioridad a las elecciones presidenciales de 2019. No podía dárselo porque estaba en juego su libertad y también la de sus hijos Máximo y, fundamentalmente, Florencia.

Cristina hizo aquella jugada de ajedrez pensando exclusivamente en su situación procesal y en la de sus hijos. No hay que olvidar que Florencia estuvo exiliada en Cuba un año para evitar ser juzgada. La corporación judicial es, por ende, para la vicepresidenta el peor de sus enemigos. Está convencida de que la quiere destruir pese a su declamada inocencia. Durante el primer año de gestión de Alberto Fernández la vicepresidente percibió que el presidente no estaba haciendo todo lo que podía para resolver su situación judicial. De ahí su encono con la ministra de Justicia, brazo derecho de Alberto. Con el correr de los meses la ansiedad de Cristina no paró de subir provocando un serio deterioro a su relación con el presidente. La guerra fría comenzó a derretirse al publicar Cristina su carta en la que advertía que había en el gobierno ministros que no funcionaban. Esa embestida le costó el cargo a María Eugenia Bielsa, cuya cabeza le fue ofrendada a Cristina por Alberto en señal de acercamiento. Evidentemente no fue suficiente. La relación lejos estuvo de mejorar. Para colmo en los últimos días la Corte Suprema avaló todas las sentencias en contra de Amado Boudou por la causa Ciccone Calcográfica. La reacción de Cristina se materializó en una nueva carta en la que propone implantar un sistema popular de elección de los jueces supremos lo que implicaría, de llevarse a la práctica, una modificación de la Constitución.

En el día de ayer (jueves 10) por primera vez en varios meses Alberto y Cristina aparecieron juntos en un acto de gobierno en el que el presidente entregó archivos de la dictadura a la Secretaría de Derechos Humanos. El lugar fue la ex ESMA. Pero se trata, me parece, de una mera puesta en escena. En efecto, Alberto, aunque jamás lo reconocerá en público, al menos por ahora, tiene en mente continuar en el poder en 2023. Es lógico y hasta natural que aspire a la reelección. El problema es que para Cristina el presidente es tan sólo un ave de paso, un dirigente que ocupa la presidencia de manera fortuita con la única misión de crear las condiciones para que su sucesor sea Máximo Kirchner. El choque de trenes se producirá inexorablemente cuando no falte tanto para las elecciones presidenciales de 2023.

Aunque para muchos pueda resultar inaudito tanto el presidente como su vice ya están pensando en la sucesión presidencial. También lo está pensando la oposición. En este juego nadie es inocente. El problema es que ya han fallecido por el Covid-19 más de 40 mil compatriotas y la educación, la salud y la economía están destruidas. Pero eso a la clase política, lamentablemente, parece tenerla sin cuidado.

“Patologías de la división de poderes”

La carta de la vicepresidenta es una nueva corroboración de una histórica ley política argentina: “cada gobierno que asume se obsesiona con tener un Poder judicial en general y una Corte Suprema en particular total y absolutamente alineados”. En nuestro país la división de poderes, columna vertebral de la democracia liberal, es una entelequia. La realidad indica que dicho principio sufre diversas patologías que le impiden vivir saludablemente. A continuación me tomo el atrevimiento de transcribir parte de un muy interesante ensayo de los profesores Jorge F. Malem Seña (Universidad Pompeu Fabra, Barcelona) y Hugo O. Seleme (Universidad de Córdoba, CONICET, Argentina) titulado “Patologías de la división de poderes” (DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho). Su lectura ayuda sobremanera a comprender por qué en nuestro país los vocablos “independencia” y “justicia” son como el agua y el aceite, es decir son incompatibles.

INTRODUCCIÓN

La idea de una democracia moderna, republicana, constitucional, que respete determinados valores básicos, se asienta sobre una serie de principios y de reglas establecidos y no especialmente controvertidos. Entre ellos se incluyen, sin pretensión de exhaustividad, que haya elecciones periódicas en un marco de libertad e igualdad, que los ciudadanos gocen de derechos fundamentales y que el Estado diseñe sus instituciones sobre la base de la separación de poderes. Tales exigencias responden a la preocupación por alcanzar el autogobierno y por salvaguardar los derechos individuales de toda forma de tiranía estatal o de su avasallamiento por parte de otros individuos. La democracia se instaura así no como un modo de obtener privilegios para los gobernantes, su impunidad manifiesta o riquezas para los miembros del aparato estatal. Su núcleo es más elemental: crear las condiciones para el autogobierno y el florecimiento de los derechos de los ciudadanos, constatado que los individuos son incapaces, por distintos motivos, de gobernarse a sí mismos sin contención social. La idea de separación de poderes se presenta así como algo consustancial a la democracia moderna, aunque ya fuera señalada como ínsita en la noción de república, su referencia histórica. Debido al carácter central que ocupa la división de poderes en el diseño institucional de nuestras democracias liberales es especialmente importante identificar las enfermedades o patologías que pueden afectarla. El mal funcionamiento de la división de poderes puede conducir a que todo el entramado institucional se resquebraje y finalmente colapse. El objetivo del presente trabajo es analizar las diferentes formas de mal funcionamiento que pueden corromper dicha división. Un paso indispensable para identificar tales patologías es clarificar en qué consiste la división de poderes y cuáles son las consideraciones normativas que pueden ofrecerse para justificarla. A esta tarea nos abocaremos en la siguiente sección, para luego identificar aquellas prácticas que pueden afectar su buen funcionamiento. Nuestro objetivo es llamar la atención sobre las múltiples amenazas que acechan a este mecanismo institucional para que se comprenda cabalmente su fragilidad y se desarrollen reaseguros para protegerlo.

LAS PATOLOGÍAS DE LA DIVISIÓN DE PODERES

Como hemos señalado, el hecho de que la división de poderes descanse sobre dos valores —el de la eficiencia y el de la libertad individual— determina que de modo indefectible cualquier diseño institucional que la corporice se encuentre sometido a tensiones. El diseño institucional debe lograr que el poder esté dividido pero no de tal modo que lo vuelva inerte o ineficaz frente a los poderes privados. De lo que se trata es de dividir el ejercicio del poder estatal en tres ramas competenciales que haga más difícil el actuar omnímodo de una de ellas que conduzca inexorablemente a la tiranía. Al mismo tiempo, se intenta que estas tres ramas actúen coordinadamente de manera eficaz. Cuando esto último no se logra nos encontramos en presencia de una patología que es tanto o más peligrosa que el mal que la división de poderes pretendía evitar: la tiranía de los poderes privados. Existen tres variables que pueden ser de utilidad para caracterizar las patologías de la división de poderes. La primera, tiene que ver con el tipo de intervención que puede sufrir un poder estatal en los asuntos que deberían quedar reservados a su competencia exclusiva. Un poder estatal puede estar sujeto a influencias debido a la interferencia efectiva de otro agente o debido al mero hecho de que éste tenga poder de interferencia. Esta distinción se asienta en la idea republicana de libertad según la cual un agente es libre cuando otros no poseen la capacidad de interferir en sus asuntos —en este caso los reservados a cada poder estatal— de manera arbitraria o ilegítima (22). A los fines de este trabajo daremos por sentado que la distribución competencial de los poderes es legítima y que es arbitraria cualquier injerencia que traspase los límites fijados por estas competencias (23). La segunda variable se vincula con el resultado provocado por la influencia indebida. A este respecto la influencia que un poder padece puede evitar que tome una decisión con cierto contenido o provocar que la adopte. La interferencia o la capacidad de interferencia arbitraria puede provocar que los poderes estatales actúen —adoptando una decisión con cierto contenido específico— u omitan actuar —se abstengan de decidir—. Finalmente, la tercera variable se refiere al carácter público o privado de los agentes que indebidamente influyen sobre la actividad de un poder estatal. Quien interfiere o posee la capacidad de interferencia arbitraria puede ser uno de los poderes del Estado o puede ser un grupo de presión privado. Combinando las tres variables es posible clasificar las patologías del siguiente modo.

La invasión de un poder estatal por otro

Aunque la misma idea de división de poderes y el sistema de balances y contrapesos requiere que un poder tenga algo que decir sobre la actuación de los otros, no toda injerencia es arbitraria o ilegítima. No toda injerencia de un poder en los asuntos de otro constituye una invasión y representa una patología del sistema. De lo que se trata entonces es de identificar los diferentes supuestos de invasión o injerencia ilegítima y distinguirlos de los casos en que la injerencia no sólo no es patológica sino que es acorde con la justificación de la división de poderes.

Obstrucción

La obstrucción se caracteriza por la interferencia efectiva de un poder en el normal funcionamiento de otro. Existe interferencia cuando un poder del Estado de modo deliberado impide que otro adopte ciertas decisiones que deberían —de acuerdo con la distribución de funciones— quedar libradas a su arbitrio. De este modo, la obstrucción se caracteriza por dos elementos: requiere la acción de un poder estatal y tiene por finalidad evitar que otro poder actúe dentro de su ámbito de competencia. La mera acción de un poder para evitar que otro actúe, en consecuencia, no constituye una obstrucción. Por el contrario, para que la división de poderes —y la idea de balances y contrapesos— funcione es imprescindible que un poder pueda presentar algún obstáculo al actuar omnímodo de otro. Lo que se requiere para que exista obstrucción es que la interferencia sea ilegítima, esto es que invada los ámbitos de competencia que han sido reservados a otro poder.

Un ejemplo paradigmático de obstrucción del poder legislativo por parte del poder judicial puede encontrarse en la actuación de la Corte Suprema estadounidense con relación a la legislación del New Deal (24). En el caso Lochner vs. New York (1905), la Corte Suprema de los Estados Unidos estableció que la libertad de contratación estaba protegida constitucionalmente por la Decimocuarta Enmienda y que, por tanto, la limitación de la jornada laboral por medio de una ley era inconstitucional (25). Durante los años que siguieron la Corte Suprema utilizó el mismo argumento para declarar inconstitucional a toda aquella legislación que intentara regular las condiciones laborales (26). La inversa también puede darse. El poder legislativo se entromete en la labor jurisdiccional cuando dicta leyes específicas para enervar decisiones de los jueces. Como acertadamente señala P. Andrés, «el legislador puede actuar invasivamente en esa esfera [la judicial] emanando leyes singulares o leyes dirigidas a intervenir sobre controversias ya instauradas, o, incluso, ya decididas en sede jurisdiccional. Las primeras son leyes cuyo contenido no sería “normativo”, por defecto de generalidad, sino más bien un acto impropio del legislador; las segundas serán retroactivas y, en el último supuesto, irían contra la cosa juzgada» (27).

Inhibición

La inhibición que un poder estatal provoca en otro implica una forma de intervención mucho más sutil. A diferencia de lo que sucede con la obstrucción, no requiere la existencia de una interferencia ilegítima efectiva sino el poder de interferir en las decisiones reservadas a otro poder. El mero poder de interferencia tiene como consecuencia que una rama del poder estatal no adopte decisiones que son de su competencia exclusiva. Al igual que en el caso de la obstrucción, para que estemos en presencia de una inhibición no es suficiente que un poder del Estado se auto restrinja a la hora de adoptar decisiones debido a la posibilidad cierta de que otro poder interfiera. Por el contrario, este efecto autorestrictivo es un componente esencial del buen funcionamiento de la división de poderes. Así, por caso, que el parlamento se cuide de dictar normas inconstitucionales debido al poder de interferencia que tiene la Corte Suprema en base al mecanismo de control de constitucionalidad es algo deseable. Lo que adicionalmente debe darse para que exista inhibición es que la autorestricción se produzca por la posibilidad de interferencia ilegítima, esto es con relación a ámbitos de competencia reservados.

Uno de los mecanismos más utilizados para producir la inhibición del poder judicial, por ejemplo, es el vinculado con la destitución de sus miembros. La reciente ley de reforma del consejo de la magistratura sancionada por el parlamento argentino puede llegar a convertirse en un ejemplo de mecanismo inhibitorio. La ley ha modificado la configuración del consejo —que es el órgano encargado de acusar a los jueces en caso de mal desempeño frente al Jurado de Enjuiciamiento— volviéndola eminentemente política. Aunque el consejo está constituido por jueces, académicos y legisladores, los únicos legitimados para proponer candidatos son los partidos políticos. Es probable que esto conduzca a que la mayoría de miembros del consejo tengan la misma orientación política que el partido gobernante, tanto en el ejecutivo como en el parlamento. Dada la afinidad política que es dable esperar que se produzca entre el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria con los miembros del Consejo de la Magistratura es también posible conjeturar que esto actuará como un mecanismo inhibitorio de las decisiones judiciales en cierto tipo de causas. En todos aquellos supuestos donde los jueces tengan que decidir en contra de medidas adoptadas por el Ejecutivo o la mayoría parlamentaria pesará sobre ellos la posibilidad de interferencia arbitraria por parte del Consejo lo que puede conducirlos a inhibirse para juzgar la actuación de los otros poderes estatales.

Conducción

En este supuesto un poder a través de acciones deliberadas provoca que otro poder adopte decisiones que se encontraban dentro de su ámbito competencial. Al igual que en el caso de obstrucción existe una acción deliberada —en lugar del mero poder de actuar— pero a diferencia de lo que allí sucede lo que aquí se busca es que el poder en el cual se interviene adopte una decisión con un contenido determinado en lugar de impedir que decida. La conducción se caracteriza por dos elementos: requiere la acción de un poder estatal y tiene por finalidad fijar el contenido de las decisiones que son competencia de otro poder. Al igual que en el caso de la obstrucción, la mera acción de un poder para provocar que otro actúe no implica que el primero conduzca al segundo. Lo que caracteriza a la conducción es que el poder conductor fija el contenido de una decisión que corresponde adoptar a otro. Si, por el contrario, un poder provoca que otro adopte una decisión sobre un tema que le compete pero sin intentar incidir sobre el contenido de la misma, no estamos en presencia de un caso de conducción. Tal accionar, lejos de ser patológico, constituye un remedio para un peligro que quienes diseñaron el sistema de la división de poderes no alcanzaron a predecir: el de la inactividad indolente de una rama del poder estatal. En efecto, como hemos visto, una de las justificaciones que tuvieron en mente quienes diseñaron el mecanismo de división de poderes fue la del reaseguro en contra de la tiranía. El peligro en contra del que intentaban protegerse era el de un poder unificado ejercido despóticamente. Para esto delinearon un sistema newtoniano de contrapesos en el que la actividad de un poder constreñía a la actividad de los dos restantes. No obstante, esto presuponía que todos los poderes tenían una tendencia a ejercitar sus funciones y que al hacerlo corría el riesgo de que se transformasen en tiranos. No se les ocurrió pensar en el problema opuesto, esto es, que los poderes permaneciesen inactivos conduciendo a la ineficacia y al riesgo de tiranía de los poderes privados. La lógica de la división de poderes ha llevado a que en aquellos sistemas enfermos por la inactividad de uno de los poderes del Estado sean los otros poderes quienes estimulen su actuación.

La estimulación de la actividad de un poder por parte de otro, no obstante, no es equivalente a un acto de conducción, ya que lo característico de la estimulación es la provocación de la actividad de otro poder pero sin intentar incidir sobre el contenido de la decisión. Un poder lleva adelante acciones tendentes a que otro poder cumpla con sus funciones, pero sin intentar establecer cómo debe hacerlo. De esta manera, la división de poderes funciona como una herramienta para garantizar la eficacia estatal. La actuación de la Corte Suprema argentina en el caso Mendoza es un ejemplo claro de estimulación de la actividad de un poder por parte de otro sin conducción (28). Frente a la demanda de un grupo de ciudadanos en contra del Estado Nacional, la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires (29) para que remediasen la situación de contaminación existente en la cuenca Matanza-Riachuelo, la Corte Suprema argentina ordenó a las partes demandadas que presentasen un plan de saneamiento ambiental que satisficiese ciertos objetivos (30). Como consecuencia de esta sentencia el Congreso de la Nación sancionó la Ley 26.168 por la que se creó la Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo, cuya función fue la de prevenir y remediar el daño ambiental (31). Lo importante del caso es que la Corte Suprema estimuló al parlamento para que cumpliese con su función, pero dejó en sus manos y en las del ejecutivo elaborar el plan de saneamiento ambiental. Expresamente la sentencia señala que queda a salvo «lo que corresponde al ámbito de discrecionalidad de la administración» en lo que se refiere a la «determinación de los procedimientos para perseguir los resultados y cumplir con los mandatos» y los objetivos fijados. La República Argentina también sirve para ejemplificar en qué consiste la conducción de un poder por otro. Las acciones llevadas a cabo por el Poder Ejecutivo durante las presidencias de Carlos Menem en la década de los noventa con el objeto de lograr el alineamiento de las decisiones de la Corte Suprema con las políticas presidenciales son un caso claro de conducción del Poder Judicial por parte del Ejecutivo. La más visible de estas acciones —aunque no la única— consistió en alterar el número de miembros de la Corte y designar ministros adictos y aliados a la presidencia. Aquí no se trató simplemente de provocar que la Corte decidiese, sino de incidir indebidamente en el contenido de sus decisiones (32).

Congraciamiento

En esta patología el poder de interferencia que un poder estatal tiene sobre las decisiones de otro provoca que este último adopte decisiones que considera pueden ser del agrado del primero. Al igual que en los casos de conducción, el resultado es que un poder del Estado incida sobre el contenido de las decisiones que son competencia exclusiva de otro poder. Lo que cambia es el mecanismo por el cual esto se produce. El congraciamiento, a diferencia de la conducción, no requiere que un poder actúe de manera deliberada interfiriendo en el otro, sino que basta que tenga el poder de interferencia y que esto sea conocido. La mera posibilidad de interferencia es lo que determina que un poder intente congraciarse con otro alineando sus decisiones con las preferencias de este último. Al igual que en el supuesto anterior, que el poder de interferencia que un órgano tiene sobre otro provoque que este otro actúe no basta para que estemos en presencia de un caso de congraciamiento. Para que se dé este último es necesario que la influencia de este poder de interferencia sea decisiva para que un órgano adopte decisiones que son de su exclusiva competencia. Si esto no sucede, entonces estamos en presencia de un caso en que la actuación de un poder es estimulada por la posibilidad de que otro interfiera, pero el contenido de su decisión sigue estando bajo su exclusivo control. Este mecanismo no es patológico sino que constituye una de las herramientas del sistema para evitar la inactividad y la ineficacia del gobierno. Esto queda claro si modificamos levemente el ejemplo dado en el apartado anterior. Si el Congreso argentino antes de que la Corte Suprema dictase sentencia y previendo la posibilidad de que lo hiciese, hubiese dictado una legislación de saneamiento ambiental, tal supuesto no sería un caso de congratulación que lamentar. Este es el caso, toda vez que el poder de interferencia de la Corte no suplantó el poder de decisión del parlamento sino que, por el contrario, lo estimuló a ponerse en movimiento. Si se hacen ligeras modificaciones al segundo caso que hemos ofrecido con anterioridad también es posible utilizarlo como un ejemplo de congratulación. Si la Corte Suprema sin que mediase ninguna acción directa del Poder Ejecutivo hubiese comenzado a alinear sus dictámenes con las políticas presidenciales y lo hubiese hecho debido al poder que detentaba el Ejecutivo y el parlamento para alterar su número de miembros, se estaría en presencia de un caso de congratulación. La posibilidad de interferencia de un poder sobre otro ha incidido indebidamente en el contenido de sus decisiones. El carácter invisible del congraciamiento lo hace especialmente peligroso. Esto porque no sólo puede ser invisible para la ciudadanía sino incluso para quien detenta el poder de interferencia. En un sistema político donde, por ejemplo, el Poder Ejecutivo puede influir en la configuración de la Corte Suprema o de la judicatura en general, la congratulación se dará con total independencia de quien ocupa dicho poder. Aun si quien ocupa el cargo es alguien que se opone a que el Poder Ejecutivo ejerza esta influencia, la mera posibilidad de interferencia determinará que la judicatura intente congraciarse encolumnándose detrás de sus políticas.

22 Cfr. Ph. Pettit, Republicanism: A Theory of Freedom and Government, Oxford, Clarendon Press, 1997.

23 Qué cuenta como interferencia arbitraria es uno de los asuntos más debatidos en la teoría republicana contemporánea. Para abordar el problema que aquí nos interesa hemos adoptado un enfoque formalista que presupone que las reglas que fijan la división de poderes son legítimas y establecen los límites de la interferencia no-arbitraria.

24 Como no podría ser de otro modo el carácter paradigmático de este ejemplo depende de brindar una interpretación igualitarista de la Constitución estadounidense. Quienes piensan que los derechos constitucionales deben ser interpretados de acuerdo con un paradigma libertario, verán el actuar de la Corte Suprema como legítimo y no lo considerarán un caso de obstrucción.

25 Específicamente la Corte Suprema estadounidense estableció que una ley del Estado de Nueva York que limitaba la jornada laboral de los panaderos vulneraba la libertad individual de contratación.

26 La era Lochner concluyó en 1937 con el dictado del fallo West Coast Hotel Co. vs. Parrish. En el mismo la Corte Suprema reconoció las facultades del gobierno para adoptar medidas que tuviesen por objeto regular la economía.

27 Cfr. P. Andrés Ibáñez, «La independencia judicial y los derechos del juez», en A. Saiz Arnaiz (dir), Los derechos fundamentales de los jueces, Madrid, Marcial Pons, 2012, 51.

28 CSJN, «Mendoza, Beatriz Silvia y otros C/Estado Nacional y otros s/daños y perjuicios», decisión del 20 de junio de 2006, Fallos, 239:2316.

29 También fueron demandadas cuarenta y cuatro empresas.

30 La sentencia señala: «El objeto decisorio se orienta hacia el futuro y fija los criterios generales para que se cumpla efectivamente con la finalidad indicada, pero respetando el modo en que se concreta, lo que corresponde al ámbito de discrecionalidad de la administración. De tal modo, el obligado al cumplimiento deberá perseguir los resultados y cumplir los mandatos descriptos en los objetivos que se enuncian en la presente, quedando dentro de sus facultades la determinación de los procedimientos para llevarlos a cabo». Los objetivos que la sentencia fijaba para el plan de saneamiento eran: «1) la mejora de calidad de vida de los habitantes de la cuenca; 2) la recomposición del ambiente en la cuenca en todos sus componentes (agua, aire y suelos), y 3) la prevención de daños con suficiente y razonable grado de predicción».

31 La Provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires dictaron con posterioridad sus propias leyes adhiriéndose a la ley federal.

32 Vid., entre otros muchos, H. Verbitsky, Hacer la Corte. La construcción de un poder absoluto sin justicia ni control, Buenos Aires, Planeta, 1993.

El aporte de Robert Michels (*)

Aristocracia democrática y democracia aristocrática

Una máscara democrática aceptable

La aristocracia ha sido barrida en todas sus formas en el presente, sentencia Michels. Ante este cuadro de situación el conservadorismo puso en práctica la estrategia de aparentar ser una democracia. Ante el avance de las masas cubrió su verdadero rostro con la máscara democrática. Cuando imperaba el absolutismo, el conservadorismo enarboló la bandera del absolutismo. Hoy que impera el constitucionalismo, es partidario del constitucionalismo. Y mañana lo será del parlamentarismo, si le conviene. Cualquier partido político, sea que se interese por cuestiones nacionales o locales, debe hacer todo lo necesario para demostrar su apego a las reglas de la democracia. En consecuencia, los partidos de la aristocracia se han visto obligados a hacer hipócritamente una profesión de fe democrática para congraciarse con aquellas masas a las que tanto desprecian. El principio conservador lejos está, por ende, de implicar una defensa total del orden existente. Si ello fuera cierto el conservadorismo estaría condenado a la extinción. Conservadorismo no es sinónimo de rigidez dogmática. En determinados momentos históricos, cuando los conservadores se vieron excluidos del poder por el avance incontenible de la democracia, su partido, en franca rebeldía contra el orden estatal vigente, fue capaz incluso de adoptar un carácter revolucionario.

Las nuevas circunstancias políticas obligaron al partido conservador a modificar, por instinto y por convicción, su funcionamiento aristocrático por uno democrático. En otros términos: por obra del nuevo escenario político el partido conservador se transformó en un partido popular. ¿Por qué los defensores del orden conservador se han transformado en paladines de la democracia? Responde Michels: “El reconocimiento de que sólo las masas pueden ayudar a restablecer la antigua aristocracia en su prístina pureza, y a fin de terminar con el régimen democrático, transforma en demócratas a los mismos defensores de la opinión conservadora” (“Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna”. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1983, pág. 50). Las masas pasan a ser el apoyo logístico fundamental del partido conservador en su afán por restablecer su esencia aristocrática. Los conservadores se muestran solidarios con los humildes, hacen un esfuerzo considerable por tejer alianzas con el proletariado revolucionario prometiéndole un fuerte alineamiento con su causa; en definitiva, se hacen populares para destruir la democracia y restaurar la monarquía.

El partido conservador se propone eliminar la democracia con métodos democráticos. Dice Michels: “La democracia debe ser eliminada mediante una forma democrática de voluntad popular. El método democrático es el único practicable mediante el cual la vieja aristocracia puede recuperar renovado el dominio” (pág. 50). Es el propio instinto de supervivencia política lo que obliga al conservadorismo a aparentar simpatía y comprensión por las penurias del proletariado. “El propio instinto de autoconservación obliga a los viejos grupos de gobernantes a descender de sus elevados sitiales durante las elecciones y a usufructuar de los mismos métodos democráticos y demagógicos empleados por la más joven, la más numerosa y la más inculta de nuestras clases sociales: el proletariado” ( pág. 50). Realismo político químicamente puro. Maquiavelismo en su máxima expresión.

Hoy, en la mayor parte de las monarquías, la aristocracia logra mantenerse en el poder sin necesidad de valerse de una mayoría parlamentaria. Sin embargo, necesita, para afianzar su buena imagen ante la opinión pública, contar con representación parlamentaria. Para capturar escaños en el parlamento se cuida mucho por no divulgar sus genuinos principios políticos ni por apelar a quines genuinamente sustentan tales principios. Un partido político de la clase media del campo que brindara un discurso a su propia clase, estaría condenado al fracaso. Toda fuerza política que centra su campaña política en la defensa de los intereses de los miembros de la clase social a la que aquella representa, probablemente no sería capaz de lograr una sola banca en el parlamento. El conservadorismo no constituye ninguna excepción. Si un cuado suyo pretendiera acceder al parlamento invocando los verdaderos principios conservadores estaría condenado al fracaso. Sólo le cabe un camino: simular que le preocupa la situación de los proletarios y que sus intereses coinciden con los intereses proletarios.

“De esta manera”, remarca el autor, “el aristócrata se ve forzado a conquistar la elección en virtud de un principio que no acepta, y del cual su alma reniega. Todo su ser reclama autoridad, la imposición de un sufragio restringido, la supresión del sufragio universal dondequiera que exista, pues lesiona sus privilegios tradicionales. Sin embargo, puesto que reconoce que en una época democrática que lo arrolla, sólo puede sostenerse con este principio democrático, y que con su defensa franca nunca podría tener la esperanza de sostener un partido político, disimula sus verdaderos pensamientos y aúlla con los lobos democráticos para conquistar la mayoría apetecida” (pág. 51). Este párrafo de Michels constituye una extraordinaria lección de pragmatismo político. Es probable que muchos candidatos en la Argentina hayan tenido en mente-y continúen teniendo en mente-este principio fundamental de la política. La lógica del poder obliga a los conservadores a actuar conforme al principio esencial de la política moderna según el cual son pocos aquellos que tienen chances de acceder a un escaño parlamentario. En consecuencia, los conservadores no tienen otro camino más que el de conquistar el cariño de las masas haciéndoles escuchar su música preferida: la promesa de defender con ahínco sus derechos desde el parlamento. “El espíritu conservador de la casta de los antiguos amos, por muy profundadamente enraizada que esté, se ve obligada a adoptar-al menos durante el tiempo de las elecciones-una máscara democrática aceptable” (pág. 52). La historia de los procesos electorales en nuestro país no hace más que corroborar la sabiduría de esta sentencia.

(*) Artículo publicado en el portal rosarino Ser y Sociedad el 26/7/011

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