Por Hernán Andrés Kruse.-

Debut del presidente en la ONU

El presidente de la nación tuvo su ansiado debut en la Asamblea General de la ONU. Debe ser algo muy especial que, como presidente de una nación soberana, Alberto Fernández hable en la asamblea que representa a todos los países del orbe. En su discurso llamó a “recrear el multilateralismo basado en la solidaridad” para superar la crisis social y sanitaria provocada por la pandemia. Señaló, a su vez, que la vacuna contra el virus debe ser considerada como “un bien público global, accesible a todas las naciones”. Convocó a los líderes planetarios a pensar la manera de salir mejores y no peores de este azote. “No es tiempo de globalizar la indiferencia sino de globalizar la solidaridad”. “Si estamos uniendo esfuerzos de médicos, investigadores, inversionistas y sistemas científicos de todo el planeta para descubrir una vacuna que prevenga el Covid-19, tenemos que ser capaces de soñar y construir una vacuna contra la injusticia social, la depredación ambiental y la discriminación en todas sus formas”. “Nadie se salva solo en un planeta que se incendia, se inunda o se envenena”. “Nuestro país está comprometido con una agenda de transición justa hacia el desarrollo integral y sostenible” que contemple “el refuerzo de la productividad y competitividad de la economía y la creación de empleos”.

Respecto al acuerdo arribado con los bonistas expresó: “El endeudamiento externo es tóxico e irresponsable con fines especulativos constituye otra ola de atraso y desarrollo”. Destacó que “las negociaciones con el FMI se encararán de la misma manera de forma responsable, siendo respetuosos de los compromisos contraídos y evitando al mismo tiempo poner en riesgo las condiciones que permitan la reactivación económica y la construcción de un sendero inclusivo y sostenible”. Consideró que la postura de la ONU en relación con los procesos de reestructuración de la deuda soberana “sentó un precedente para el reconocimiento de los derechos económicos soberanos frente a comportamientos abusivos y extorsivos”. “Ningún país puede pagar su deuda a costa de que su pueblo quede sin salud, sin educación, sin seguridad o sin capacidad de crecer”. Sobre el atentado a la AMIA solicitó al gobierno iraní su cooperación “con las autoridades judiciales argentinas para avanzar en la investigación de dicho atentado”. Solicitó, a su vez, a la comunidad internacional el cumplimiento de “las solicitudes contenidas en las cédulas rojas de Interpol ante la eventual presencia de un imputado en sus territorios” y remarcó que es “algo que Argentina jamás dejó de reclamar”. La soberanía de las Malvinas no podía estar ausente de su discurso. Reivindicó los “legítimos e imprescriptibles derechos de soberanía de la Argentina sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur, Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes”. “El Reino Unido persiste en su actitud de desoír el llamado a reanudar las negociaciones respecto a la disputa territorial y ha agravado la controversia por los llamados a la explotación ilegal y unilateral de los recursos naturales renovables y no renovables en el área”. “Hemos solicitado al Secretario General que renueve sus esfuerzos en la misión de buenos oficios que le fuera encomendada por esta organización. Confiamos en que puede ser de gran asistencia para que podamos dar cumplimiento a lo dispuesto por la comunidad internacional”. “Espero que la solidaridad, el diálogo y la cooperación entre naciones, como alguna vez supimos hacerlo, sigan siendo el camino para enfrentar los desafíos que tenemos como humanidad” (fuente: Página/12, 24/9/020).

Fue un buen discurso del presidente pero que seguramente, como siempre ha sucedido cada vez que habla en ese recinto el presidente de un país irrelevante en el concierto de las naciones, no será tenido en consideración por el establishment internacional. Y Argentina, aunque nos duela reconocerlo, es un país poco importante para el sistema político internacional. En relación con su pedido a la teocracia iraní lo más probable es que no suceda absolutamente nada. ¿Cree realmente el presidente que Irán tomará algún día la decisión de colaborar con la justicia argentina para el esclarecimiento del atentado a la AMIA? ¿Cree Alberto Fernández que el país persa entregará a sus hombres? Él es perfectamente consciente de ello pero algo debía decir al respecto ya que peor hubiera sido no mencionar el tema. Sobre la soberanía de las Malvinas cabe acotar lo mismo. Es cierto que las islas son nuestras pero lo cierto es que los ingleses se apoderaron de ellas por la fuerza en 1833 y a partir de entonces pasaron a ser de su propiedad. Los “kelpers” se consideran ingleses y no quieren saber nada con la Argentina. Para colmo, en 1982 el país quedó como el país que comenzó una guerra que terminó de la peor manera: derrotado militarmente y aislado internacionalmente. Nadie duda de la legitimidad de nuestro reclamo. Pero ya se sabe que las relaciones internacionales manejan un diccionario en el que el vocablo “justicia” no figura. Hay que ser conscientes de que probablemente el reino unido jamás se digne a sentarse a conversar sobre la soberanía de las Malvinas. Salvo que un buen día se produzca el milagro de que el imperio anglonorteamericano considere que esas islas ya no le son redituables política, económica y geopolíticamente.

Alberto y el dólar

Hace unas horas el presidente aconsejó a los argentinos que a partir de ahora comenzaran a ahorrar en pesos. Es otro capítulo de la cruzada del gobierno para “convencernos” de que debemos de una vez por todas abandonar el billete norteamericano. Lo primero que debería haber hecho Alberto Fernández es “convencer” a sus ministros que transformen sus ahorros en dólares en pesos. Y haberlo hecho frente a la opinión pública. De esa forma hubiera tenido más autoridad para “invitarnos” a manejarnos exclusivamente en pesos.

El problema, obviamente, es mucho más profundo. La pregunta que hay que formularse es la siguiente: ¿por qué los argentinos prefieren ahorrar en dólares y no en pesos? ¿Son acaso, unos cipayos irrecuperables? ¿Son enemigos de la patria? Nada de eso. Simplemente son argentinos que han dejado de creer en el valor del peso. Y tal decisión no es el fruto de un capricho. Por el contrario, la ajetreada historia económica argentina no hace más que demostrar la racionalidad del pueblo a la hora de elegir al dólar. Nuestra preferencia por el dólar, nuestra obsesión por esa moneda, es consecuencia de las sucesivas devaluaciones que azotaron el poder adquisitivo de nuestra moneda, transformándola en papel pintado. Por eso cuesta entender la postura adoptada por el presidente, un docente universitario que sabe historia argentina, que sabe que la gente eligió al dólar simplemente porque no tenemos moneda. ¿Por qué, entonces, obligarla a manejarse en una moneda en la que no cree? ¿Por qué no dejar, en última instancia, que la gente elija libremente la moneda?

A continuación me tomo el atrevimiento de transcribir este breve ensayo de von Hayek titulado “La libre elección de moneda”. Es un extracto del libro Inflación o Pleno Empleo (Unión Editorial, Madrid, 1976), adaptado por el Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES), y publicado en Tópicos de Actualidad No. 763 (Guatemala, diciembre de 1992).

“¿Por qué no dejar al público elegir libremente la moneda que quiere utilizar? Las personas deben tener derecho a decidir si quieren comprar o vender en francos, libras, dólares, marcos alemanes u onzas de oro. No tengo objeción que hacer a la emisión de moneda por los gobiernos, pero creo que su derecho al monopolio en esta materia y su facultad para limitar la clase de moneda en que los contratos pueden ser convenidos dentro de su territorio o para decidir los tipos de cambio son gravemente nocivos. Parece que lo mejor que podríamos desear en este momento es que los gobiernos, por ejemplo todos los miembros de la Comunidad Económica Europea, y, mejor aún, todos los de la Comunidad Atlántica, se comprometiesen a no poner restricciones a la libre utilización en sus respectivos territorios de las monedas de los demás, incluida su compra y venta al precio acordado por las partes y su uso como unidades contables. Este, y no una utópica Unidad Monetaria Europea, me parece hoy el acuerdo posible y deseable al que debemos aspirar.

El gobierno y la moneda de curso legal

Esta sugerencia puede, en un principio, parecer absurda a los imbuidos del concepto de una «moneda de curso legal». ¿Acaso no es Imprescindible que la ley designe un determinado tipo de moneda como la legítima? La verdad es que esto sólo es cierto en la medida que, si el gobierno emite moneda, debe también decir lo que hay que aceptar para el pago de las deudas contraídas en esa moneda. También de decidir cómo han de ser saldadas ciertas obligaciones legales no contractuales, como los impuestos o los daños y perjuicios. Pero no hay razón para que la gente no sea libre de concertar contratos, incluidas las compras y ventas ordinarias, en la clase de moneda que prefiera, o para que se la obligue a vender a cambio de una determinada clase de moneda. No habría remedio más eficaz contra Los abusos monetarios del gobierno que el de la libertad del público para rechazar la moneda que no le ofrezca confianza y preferir aquella en que la tenga. Tampoco podría haber nada que indujese tanto a los gobiernos a velar por la estabilidad de su moneda como el saber que, mientras conservasen la oferta de ese medio de cambio por debajo de la demanda, ésta tendería a aumentar. Privemos, pues, a los gobiernos (o a sus autoridades monetarias) de toda facultad para proteger su moneda de la competencia: cuando no puedan seguir ocultando que su moneda se degrada, tendrán que restringir la emisión.

La primera reacción de muchos lectores será preguntar si el efecto de ese sistema no sería, de acuerdo con la vieja norma, que la moneda mala expulsase a la buena. Pero esto supone una mala interpretación de la llamada Ley de Gresham. Se trata de una de las más viejas intuiciones en cuanto al mecanismo de la moneda; tan vieja que, hace 2,400 años, Aristófanes pudo decir en una de sus comedias que con los políticos ocurría lo mismo que con las monedas, que los malos echan a los buenos. Pero la verdad, que al parecer aún no ha llegado a comprenderse, es que la Ley de Gresham sólo rige si ambas clases de moneda han de ser aceptadas a un tipo de cambio prescrito, pero sucederá lo contrario si el público tiene libertad para intercambiarías en la proporción que le parezca. Así pudo observarse muchas veces durante las grandes inflaciones, cuando ni la amenaza de las más severas penas conseguía evitar que la gente utilizase cualquier moneda -incluso mercancías, como cigarrillos y botellas de coñac- antes que la del gobierno, lo que claramente significa que la moneda buena expulsa a la mala.

Los beneficios de un sistema de cambio libre

Bastará convertirlo en legal para que la gente se apresure a rechazar el uso de la divisa nacional cuando se deprecie de modo perceptible para hacer sus tratos en una moneda en la que sí confíe. A los empresarios, en particular, les interesará ofrecer en los convenios colectivos unos salarios, no calculados sobre una futura alza de precios, sino expresados en una moneda digna de confianza y que pueda ser base de un cálculo racional. Esto privaría al gobierno de la facultad de contrarrestar los excesivos aumentos salariales y el paro consiguiente mediante la depreciación de la moneda. Evitaría también que los empresarios concediesen esos aumentos con la esperanza de que la autoridad monetaria no les dejaría en la estacada si prometían más de lo que podían pagar. No hay motivo para preocuparse por los actos de ese acuerdo sobre el hombre de la calle, que no sabe ni cómo manejar ni cómo procurarse monedas que no le son familiares. Tan pronto como los comerciantes supiesen que podían cambiarlas al momento, al curso corriente, en su divisa preferida, estarían más que expuestos a vender sus artículos en cualquier clase de moneda. En cambio, las malas prácticas del gobierno se harían patentes mucho antes si los precios sólo subían en la moneda emitida por él, y el público aprendería pronto hacerle responsable del valor de la moneda que de él recibía. No tardarían en utilizarse en todas partes calculadoras electrónicas, que en pocos segundos darían el equivalente de cualquier precio en cualquier moneda al tipo de cambio vigente. Pero a menos de que el gobierno nacional desbaratase totalmente la moneda por él emitida, probablemente se continuaría utilizando en las operaciones diarias al contado. Lo más afectado sería no tanto el uso de la moneda en los pagos corrientes como la inclinación a disponer de diferentes clases de moneda. En todos los negocios y transacciones de capital habría una tendencia a cambiar rápidamente a un patrón de más confianza (y a basar en él los cálculos y la contabilidad) que mantendría la política monetaria nacional en la buena senda.

La estabilidad monetaria a largo plazo

El resultado más probable es que las monedas de aquellos países en cuya política monetaria se confiase tenderían a ir desplazando a las de los otros. La fama de seriedad financiera se convertiría en un capital celosamente custodiado por los emisores de moneda, seguros de que la más ligera desviación del camino honrado reduciría la demanda de su producto. No creo que haya razón para temer que de esa competencia por la mayor aceptación de cada símbolo monetario surja una tendencia a la deflación o un aumento en el valor de la moneda. La gente sería tan reacia a pedir créditos o contraer deudas en una moneda que se creyese iba a aumentar de valor como a prestar en otra amenazada de depreciación. La utilidad milita decididamente en favor de una moneda capaz de mantener su valor con mínimas oscilaciones. Si cada gobierno o emisor de moneda hubiera de competir con los demás para convencer al público de ahorrar la que él emite y concertar en ella sus contratos a largo plazo, tendría que ofrecer confianza en su estabilidad a largo plazo. De lo que no estoy seguro es de si en esa pugna por la confianza prevalecería alguna de las monedas emitidas por los gobiernos o la preferencia irla claramente a unidades como las onzas de oro. No parece improbable que, si a la gente se la diese completa libertad para decidir qué utilizar como patrón y medio general de cambio, el oro acabase por reafirmar su carácter de «recompensa universal en todos los países, culturas y épocas», como lo ha llamado recientemente Jacob Bronowski en su brillante obra The Ascent of Man.

Mercado libre de dinero, mejor que uniones monetarias

Si prefiero la liberación total del intercambio monetario a cualquier especie de unión monetaria es también porque ésta exigiría una autoridad monetaria internacional que no me parece viable ni siquiera deseable, y que seria apenas más de fiar que una autoridad nacional. Creo que hay mucho de cuerdo en la extendida resistencia a conferir poderes soberanos, o al menos facultades dispositivas, a ninguna autoridad internacional. Lo que necesitamos no son autoridades internacionales investidas en funciones ejecutivas, sino simplemente instituciones internacionales lo, mejor, tratados internacionales debidamente respaldados) que puedan prohibir a los gobiernos ciertos actos lesivos para terceros. La efectiva prohibición de toda restricción sobre las transacciones (y la posesión de) diferentes clases de moneda (o créditos en ellas) haría al fin posible que la ausencia de aranceles y otros obstáculos para el movimiento de mercancías y personas garantizase una auténtica zona de libre cambio o mercado común, y contribuiría más que cualquier otra cosa a engendrar confianza en los países en ello comprometidos. Es urgente contrarrestar aquel nacionalismo monetario que critiqué por primera vez en 1937, y que se ha vuelto más peligroso porque, a consecuencia de la afinidad entre ambas ideas, está convirtiéndose en socialismo monetario. Espero que la total libertad para utilizar la moneda que uno prefiera no tarde en ser considerada rasgo esencial de todo país libre. Como en otros contextos, he llegado aquí a la conclusión de que lo mejor que el Estado puede hacer con respecto a la moneda es proporcionar un marco de normas legales dentro del cual el público pueda desarrollar las instituciones monetarias que más le convenga. Creo que con sólo evitar que los gobiernos pusieran sus manos en la moneda haríamos por ella más de lo que ha hecho ningún gobernante. Y la empresa privada lo habría hecho probablemente mucho mejor que todos ellos”.

Portalcdi.mecon.gov.ar

Un asesinato que conmovió a Perón y al país

El 23 de septiembre de 1973 La fórmula Perón-Perón fue apoyada por el 62% del electorado. De esa forma el peronismo histórico, ortodoxo, de base gremial, retornaba al poder por tercera vez en la historia. La goleada de Perón en las urnas fue la cabal demostración del fracaso del antiperonismo que estuvo en el poder durante 18 años. La sociedad, angustiada por tanta violencia y una situación económica delicada, había depositado su confianza en el anciano líder. Dos días después, el 25, un grupo comando de Montoneros fusiló en la vía pública a José Ignacio Rucci, Secretario General de la CGT y mano derecha del flamante presidente. Rucci era el emblema del peronismo sindical ortodoxo, la columna vertebral del movimiento. Al ejecutar a Rucci, los montoneros desafiaron a Perón, intentaron “convencerlo” de que la presencia de la “Orga” en el gobierno era fundamental para garantizar la paz social. Pero el desafío era más profundo: lo que los montoneros pretendían era co-gobernar al lado de Perón, lo que significaba, lisa y llanamente, tirar por la borda el principio que siempre orientó al peronismo: el más estricto y absoluto verticalismo. En efecto, el peronismo se apoyaba en la autoridad única y absoluta de Perón. Lo que el General mandaba debía cumplirse, punto. Quien osaba criticarlo sufría severas reprimendas. Los casos de Cipriano Reyes y Augusto Timoteo Vandor son por demás elocuentes. Los montoneros habían cruzado un límite hasta ese momento infranqueable. Y lo pagaron muy caro. Seguramente la cúpula montonera creyó, en un grosero error de cálculo, que con semejante atrocidad Perón “arrugaría”, aceptaría compartir con ella la conducción del movimiento y, obviamente, del país. Perón no soportó semejante afrenta. A partir de entonces las fuerzas de choque del sindicalismo ortodoxo y las milicias de la Triple AAA le declararon la guerra a los montoneros, dando inicio a una feroz guerra civil que enlutó al país. A partir de entonces y hasta el 24 de marzo de 1976 la derecha y la izquierda del peronismo sembraron el territorio de cadáveres, mientras el gobierno de María Estela Martínez de Perón naufraga irremediablemente.

El asesinato de Rucci fue el punto final a una relación de los montoneros con Perón que duró muchos años. Luego de los fusilamientos de José León Suárez en junio de 1956 nace lo que pasó a la historia con el nombre de la “resistencia peronista”. Si bien el peronismo jamás aceptó el derrocamiento de su líder, esta resistencia fue protagonizada por jóvenes provenientes de los sectores medios y medios altos de la sociedad, pertenecientes al ámbito universitario. Al principio profesaban una marcada ideología de derecha (algunos de sus miembros formaban parte de la organización “Tacuara”) pero luego, a raíz de la influencia que ejercería sobre ellos, entre otros, el padre Carlos Mujica, abrazaron la causa del socialismo. Astuto y maquiavélico, Perón, que nada tenía de socialista, los utilizó para socavar la legitimidad de los sucesivos gobiernos civiles y militares que le sucedieron con posterioridad al 16 de septiembre de 1955. Desde Madrid bendijo la guerra de guerrillas que pusieron en práctica creyendo (los hechos le dieron la razón) que el accionar guerrillero terminaría a la larga por demoler al antiperonismo en el poder. Por su parte, los guerrilleros creyeron que Perón estaba de su lado, profesaba sus mismas creencias, sus mismos ideales socialistas. La realidad fue muy diferente: simplemente los usó en beneficio propio. Cuando los montoneros se percataron de ello ya fue demasiado tarde. Ello ocurrió inmediatamente después de la matanza de Ezeiza el 20 de junio de 1973. Al decidir Perón recostarse sobre el ala derecha del movimiento, les demostró que ya no los necesitaba. Y ahí fue cuando Perón cometió otro grosero error de cálculo ya que seguramente creyó que los montoneros acatarían su decisión. El asesinato de Rucci le demostró exactamente lo contrario. El anciano líder había jugado con fuego desde su exilio para crear las bases que permitieran su histórico retorno y ahora ese fuego comenzó a quemarle las manos. Los montoneros se sintieron, con razón, traicionados. Y Perón, también con razón, no podía permitir semejante cuestionamiento a su autoridad. El resultado no podía ser otro que una lucha fratricida que enlutó a todos los argentinos.

¿El gobierno de AF será más kakistocrático que el de MM?

El 29 de diciembre de 1974 La Prensa publicó un artículo de Jorge L. García Venturini titulado “Aristocracia y democracia”. Al leerlo descubrí el vocablo “kakistocracia” que significa “el gobierno de los peores”. Aludía, obviamente, al gobierno de María Estela Martínez de Perón, carcomido por la ineficiencia y la violencia desembozada. Hoy, 46 años después, este escrito goza de una vigencia asombrosa. Ello significa que durante las últimas cinco décadas hemos soportado, salvo honrosas excepciones, gobiernos mediocres, malos y muy malos. No es el momento de hacer un repaso de lo que hicieron quienes nos gobernaron entre diciembre de 1974 y la actualidad. Lo que sí puedo afirmar es que la capacidad de asombro del pueblo argentino es inagotable. Cuando De la Rúa abandonó la Casa de Gobierno seguramente millones de argentinos exclamaron “es imposible que en el futuro tengamos un gobierno peor que éste”. Lamentablemente, seguimos soportando gobiernos kakistocráticos. La segunda presidencia de Cristina fue bastante malo. A tal punto lo fue que Daniel Scioli fue vencido por Mauricio Macri en el ballottage de noviembre de 2015. De haber gobernado relativamente bien Cristina hubiera colocado a Scioli la banda presidencial en el Salón Blanco de la Casa Rosada.

El gobierno de Macri fue sencillamente lamentable. Fue un típico gobierno oligárquico en el sentido aristotélico, es decir, un gobierno de ricos que benefició a los de su clase. Esta reflexión no está sacada ni del Manifiesto Comunista de Marx ni de Qué Hacer de Lenin, sino de La política de Aristóteles. Sus últimos dos años fueron lisa y llanamente una pesadilla. A partir de su acto desesperado ante el FMI por ayuda financiera perdió totalmente el rumbo. Todas las variables económicas se descontrolaron mientras cundían la incertidumbre y la angustia en vastos sectores del pueblo. Cuando las PASO sellaron su suerte seguramente muchos argentinos volvieron a exclamar “es imposible que en el futuro tengamos un gobierno peor que éste”. Pues bien, si no reacciona a tiempo Alberto Fernández hará posible lo imposible: pasar a la historia como un presidente que hizo peor las cosas que su antecesor.

Lo digo con mucha preocupación y pesadumbre porque lo voté creyendo que no hacía falta ser un estadista como Churchill para hacer las cosas mejor que Macri. Cabe reconocer que al principio nos ilusionamos con Alberto Fernández. Su discurso de asunción el 10 de diciembre fue excelente. Dijo algo que jamás le escuché decir a alguno de sus predecesores. “Nadie tiene la verdad absoluta. Toda opinión es necesariamente relativa. En consecuencia, es fundamental escuchar todas las opiniones”, expresó. Esta reflexión, seguramente sacada de Hans Kelsen, era un canto a la tolerancia, valor fundamental de la democracia como filosofía de vida. Todo marchaba relativamente bien hasta que entró en escena el coronavirus. Al principio el gobierno no le prestó la atención que correspondía. Ginés González García, ministro de Salud, dijo que se trataba de un problema sanitario de China, un país que está muy lejos de Argentina. Fue en pleno verano cuando todos sabíamos los estragos que estaba causando en Europa y Estados Unidos.

En marzo el gobierno se percató de que el coronavirus no era una simple gripecita. Siguiendo el consejo de un grupo de expertos, Alberto Fernández impuso una severa cuarentena por dos semanas. Como el virus no aflojaba el presidente, siempre flanqueado por Kicillof y Larreta, prorrogó varias veces la cuarentena, siempre por dos semanas. Durante marzo, abril y mayo la cuarentena, cabe reconocer, fue extremadamente exitosa. Los números en materia de contagios y muertos eran bajísimos. Las comparaciones que el presidente hacía con otros países, lo que provocó serios disgustos diplomáticos, eran contundentes. En ese momento Argentina era uno de los países que mejor estaba enfrentando a la pandemia. Fue entonces cuando el presidente alcanzó el pináculo de su popularidad. Su imagen positiva superaba con creces el 80 por ciento. El pueblo apoyaba la cuarentena a pesar del severo costo económico que estaba pagando.

Todo marchaba viento en popa cuando, como dijo en su momento Macri, comenzaron a pasar cosas. El pueblo comenzó a sentir cansancio por tantos meses de encierro mientras que el presidente se mostraba impotente para evitar que muchos argentinos flexibilizaran por su cuenta la cuarentena. Fue entonces, me parece, cuando Alberto Fernández comenzó a perder el control de la situación. Lamentablemente, jamás la recuperó. El quiebre se produjo en julio cuando intentó retornar a la fase 1 del encierro amenazando con aplicar el Código Penal a quienes se reunieran en secreto en las casas particulares. Se trató de un delirio total que provocó más risas que miedos. La cuarentena había dado todo lo que podía dar. Más no se le podía pedir. Y el presidente demostró que carecía de un plan alternativo. A tal punto era así que reconoció públicamente que la cuarentena era lo único que tenía el gobierno a mano para hacer frente al coronavirus.

Golpeado por un escenario no previsto Alberto Fernández comenzó a perder los estribos. Y la oposición, que hasta ese momento había permanecido callada, se envalentonó y comenzó a criticar al gobierno con extrema dureza. El sector duro del macrismo salió a la calle para protestar contra el “autoritarismo” del gobierno mientras los grandes diarios no paraban de tirar con munición gruesa. Mientras tanto, el número de contagios y muertos empezó a subir peligrosamente. Comenzó a quedar en evidencia el fracaso de la cuarentena, hasta ese momento el capital político más preciado del presidente. En ese punto de inflexión Alberto Fernández tomó la peor de las decisiones: intentar que el pueblo se “olvide” del coronavirus distrayéndolo con otros temas importantes, pero no vitales como el Covid-19. Me refiero a la reforma judicial, por ejemplo. Mientras tanto, también quedaba dramáticamente en evidencia los estragos que estaba causando la pandemia en el área económica.

Pero el presidente no se conformó con intentar ocultar su fracaso sanitario no hablando más sobre el tema. Aconsejado vaya uno a saber por quién, no tuvo mejor idea que abandonar toda moderación y tolerancia. Apareció en todo su esplendor el Alberto Fernández de barricada que le dijo adiós a la sana convivencia democrática. Como en las mejores épocas de Cristina, a cada ataque del presidente le siguió la réplica de la oposición. La grieta, una vez más, comenzó a imponer sus códigos. Hoy el pueblo está sumido en la impotencia y el miedo. No sabe a ciencia cierta qué pasará al día siguiente. El gobierno sólo atina a aplicar cepos al dólar cada vez más duros mientras el presidente aparece todos los días en televisión anunciando todo tipo de obras, como si estuviera en plena campaña electoral.

Este nuevo escenario ha sido recibido con beneplácito por los intransigentes de JpC, capitaneados por Mauricio Macri y Patricia Bullrich. Cada vez que el presidente tiene un traspié, aplauden a rabiar. Están tan envalentonados que hasta tienen el tupé de presentarse como los paladines de las instituciones de la república. Allá por marzo nadie hubiera imaginado semejante desvergüenza. Lamentablemente, los sucesivos yerros de Alberto Fernández, su incapacidad de conducción en estos tiempos tan difíciles han hecho posible lo imposible: que JpC esté en condiciones el año próximo de ganar las elecciones legislativas. Mientras tanto, el número de contagios y de muertos por la pandemia no para de aumentar. Pero eso a la clase política la tiene sin cuidado.

ARISTOCRACIA Y DEMOCRACIA

Por Jorge L. García Venturini

De las alternativas semánticas sufridas en el transcurso del tiempo, estos vocablos parecieron tener significados opuestos. La participación de todos en la cosa pública fue denominada democracia (aunque como forma de gobierno el nombre correcto era república), y como tal se enfrentaba a la participación de sólo unos pocos, lo que se denominaba aristocracia y, también, oligarquía, términos éstos que se usan indistintamente, lo cual tampoco es correcto. La democracia –en el lenguaje ligero y convencional– suele resultar así lo contrario de la aristocracia. Pero esto reclama una mayor atención, pues detrás de una falsificación semántica se esconde siempre una falsificación conceptual y entran en juego principios fundamentales.

Si por aristocracia entendiéramos una clase social que por su linaje está investida de numerosos privilegios, entre ellos el de gobernar, siendo estos privilegios hereditarios e inalterables cualquiera sean los verdaderos valores éticos o la efectiva capacidad para hacerlo, es cierto que la democracia (y la república) constituyen lo contrario de aquel sistema. Y en buena hora. Pero resulta que aristocracia significa también y fundamentalmente el “gobierno de los mejores” (aristos es, en griego, el mejor), y en tal sentido democracia no tenía por qué oponerse a aristocracia, al menos que se deseara algo que no debería desearse, esto es, el gobierno de los peores. Sin embargo, la incuria del lenguaje, que nos hace decir a veces lo que no queremos decir, nos ha llevado con mucha frecuencia a asociar aristocracia con oligarquía, que no es el gobierno de los mejores sino de unos pocos (y según su sentido tradicional, el gobierno “egoísta” de esos pocos), y a enfrentar democracia a aristocracia, en el elevado significado de este término.

Y como el lenguaje nos condiciona y aun nos determina –como dirían los estructuralistas, “yo no hablo, soy hablado”– en no pocas conciencias democracia pasó a significar o a implicar la mediocridad, la medianía (la llamada mediocracia), o directamente la posibilidad de acceso al poder de los menos aptos, de los inferiores, aun de los incapaces y de los peores. Hay casos en que ya no se trata de aristocracia ni de democracia sino abiertamente de kakistocracia(1).

En nuestros días todos se autodenominan democráticos y casi no hay quien se diga aristocrático; este término puede sonar casi a un insulto. Y esto es muy grave. Porque al socaire de los términos mal empleados, se ha ido perdiendo el sentido de lo mejor, desplazado paulatinamente por el conformismo ante el mediocre y aun, de hecho, por la aceptación de lo peor. Y lo más triste es que eso se haga en nombre de la democracia.

La democracia (preferentemente en su verdadero significado de forma de vida, pero aun también en el sentido de forma de gobierno) sólo puede funcionar efectivamente y realizar los elevados pronósticos que le atribuimos los que nos llamamos democráticos, si no se opone a la aristocracia, sino que se complementa y se impregna de ella. Por ser democráticos, ¿habríamos de no aspirar al gobierno de los mejores? En nombre de la democracia, ¿habríamos de aplaudir al gobierno de los peores?

Y adviértase una cosa. Que esto del gobierno de los peores no son meras palabras. Hay casos en la historia en que diversas circunstancias hacen posible la toma del poder a quienes rigurosamente son los peores, por sus turbios antecedentes, por su frágil moral, por su ausente capacidad y otros rasgos afines.

El ideal aristocrático está presente en la mejor tradición occidental. Aun ya en la epopeya homérica el concepto de areté (de la misma raíz que áristos) es el atributo propio e indeclinable de la nobleza. Areté es el valor, el talento, el honor, la virtud, la capacidad, el señorío. En los filósofos clásicos y en los tiempos medios siempre se afirma la necesidad del “gobierno de los mejores”, aunque nunca fue fácil lograr la fórmula para realizarlo. Y aun Rousseau, inteligentemente, señala como la mejor forma de gobierno no la democracia (que él entiende en el sentido de ejercicio directo de poder por la multitud) sino la aristocracia electiva, convencido de que del sufragio surgirían los mejores, aunque reconoce que el procedimiento puede fallar. Pero lo que nos interesa destacar aquí es que un hombre del siglo XVIII, un vocero de la revolución, un antimonárquico y un antiaristocrático (en el sentido de aristocracia clasista y hereditaria) haya insistido en el término aristocracia para designar la forma ideal de gobierno.

En nuestro siglo tenemos el caso, no ya de un pensador sino de un político activo, que constituye un verdadero modelo de lo que queremos decir. Se trata de Winston Churchill, el mayor de los aristócratas. Su sentido democrático fue realmente excepcional. Nadie defendió con tanta lucidez y decisión la democracia como forma de gobierno y como forma de vida. A nadie le debe tanto la democracia. Hasta tuvo el gesto de no aceptar (cosa que no hicieron sus colegas, incluso laboristas) como premio un título de nobleza, conformándose con el de sir, porque de lo contrario no hubiera podido seguir asistiendo a la Cámara de los Comunes, su templo, su trinchera. El era antes que nada un child of the House of Commons, como tantas veces se autocalificara en sus brillantes discursos. Sin embargo, nunca dejó de ser un lord, ya que lo era por su linaje, un señor del espíritu, en sus gestos, en sus palabras, en sus hábitos y en su talento, cabal personificación de la vieja areté homérica y caballeresca.

Peligrosa tendencia de nuestro tiempo de mediocrizar, de igualar por lo más bajo, de apartar a los mejores, de aplaudir a los peores, de seguir la línea del menor esfuerzo, de sustituir la calidad por la cantidad. La verdadera democracia nada tiene que ver con esas módicas aspiraciones. No puede ser proceso hacia abajo, mera gravitación, sino esfuerzo hacia arriba, ideal de perfección. Y esto vale tanto para la conciencia individual como para la conciencia colectiva, que se interaccionan. Decía muy bien Platón que “la calidad de la polis no depende de las encinas ni de las rocas, sino de la condición de cada uno de los ciudadanos que la integran”.

El cristianismo y el liberalismo, cada uno en su momento, fueron grandes promotores sociales, pues quebraron estructuras excesivamente rígidas e hicieron que los de abajo pudieran llegar arriba. En tal sentido fueron dos grandes procesos democráticos. Pero ninguno de sus teóricos abogó por la mediocridad ni renunció al “gobierno de los mejores”. Sólo el populismo actual, que no es democrático sino totalitario, adjura del ideal aristocrático y entroniza a los inferiores.

Qué lástima.

(1) Kakistoi: los peores. Es decir entonces, “gobierno de los peores”. Pensamos que sería ilustrativo la divulgación de este vocablo, dadas las circunstancias que atravesamos.

La tragedia de los setenta

En su edición del 26/8/020 La Nación publicó un artículo de Zeferino Reato titulado “La larga sombra d elfos años 70 parece no acabar nunca”. He aquí su contenido:

“¿Por qué a los argentinos nos interesan tanto los 70? ¿Cuál es el atractivo de aquellos años de pasiones enfrentadas que despertaron sueños colectivos que aún hoy siguen provocando admiración y entusiasmo, pero que terminaron consumidos en la sangre, el fracaso y la frustración?

Hay muchas respuestas posibles; en parte, dependen del lado en el que cada uno se ubica en aquella época, ya sea por recuerdos propios o ajenos. Es historia, pero es historia viva porque sigue involucrándonos en el presente, como reflejo y aparente origen de las grietas que hoy nos atraviesan, aunque las divisiones fratricidas vienen desde hace mucho más tiempo, al menos desde nuestras luchas civiles, apenas después de la Revolución de Mayo. Tanta vivacidad nos enciende, nos seduce. Hay, además, una razón que parece una frivolidad pero no lo es tanto. Nuestra historia no es, ciertamente, una espiral de progreso, un encadenamiento de éxitos, sin embargo, no ha sido nunca una historia gris, de gente aburrida. Aún en ese marco, los 70 se recortan como la época más atractiva, un set por el que desfilan escenas que parecen surgidas de la imaginación de libretistas geniales. En mi opinión, los 70 nos siguen atrayendo tanto porque fueron una época en la que casi todos los argentinos se sintieron involucrados -algunos más, otros menos- en tres proyectos de país bien definidos, tres patrias como se decía entonces y se recuerda ahora: la Patria Socialista, la Patria Peronista y la Patria Militar. Patria es la palabra precisa para definir los ideales, la entrega sin cálculos, la garra militante con la que esos proyectos fueron encarados, siempre al límite, creyendo que el cielo podía ser tomado por asalto, en una secuencia inevitable de acciones sobre las que ya no había nada para reflexionar porque la verdad había sido revelada y estaba al alcance de los elegidos. A pesar de que estaban mortalmente enfrentadas, el 25 de mayo de 1973, dos esas tres patrias fueron vivadas en la Plaza de Mayo por centenares de miles de argentinos felices debido a la vuelta del peronismo al gobierno; terminaban casi dieciocho años de proscripción.

-¡Perón, Evita, la Patria Socialista! -cantaban los montoneros, los más barullentos y numerosos.

-¡Perón, Evita, la Patria Peronista! -replicaban las columnas de los sindicatos.

Los partidarios de la Patria Militar no cantaban nada, asistían en silencio a los insultos de la muchedumbre contra todo aquel que tuviera uniforme, pero «si uno verdaderamente tenía oído», como decía el personaje de la novela de Mario Paoletti, podía detectar que también se gestaba otra ola social, la de los contrarrevolucionarios, opuestos tanto a los guerrilleros como a los peronistas «de Perón». La Patria Socialista murió antes de nacer y la Patria Peronista se hizo añicos en poco tiempo. La Patria Militar también fracasó: el sueño de los militares que dieron el golpe del 24 de marzo de 1976, encaramados por un consenso social que impresiona tanto que ahora conviene olvidarlo, era disciplinar a la sociedad como si fuera de plastilina; terminó desvaneciéndose no solo por los miles de detenidos-desaparecidos sino también por la crisis económica de principios de los 80 y por la guerra perdida por Malvinas frente a Gran Bretaña y sus aliados. Habrán notado dos cosas, una que a algunos les provocará rechazo. La primera -la más inocente- es que no me involucro entre los que vivaron a alguna de esas patrias, pero es solo por una cuestión de edad. Agradezco el detalle y espero que contribuya a mi esfuerzo de abordar esta década tan compleja a través de la precisión en los hechos y el despojo de intereses particulares o de grupo que se espera del periodismo, al menos del periodismo no militante. Aparte de la búsqueda de la objetividad como un propósito que, aunque inalcanzable, se supone guía nuestro trabajo. Más polémico es el supuesto de que, para mí, no solo los guerrilleros -protagonistas estelares de la época- eran jóvenes idealistas. No: idealistas también eran los militares que, en nombre de conceptos como la Patria y Dios salieron a morir y a matar; como los jóvenes de la vereda de enfrente, aunque con otros sueños, animados por otras pasiones. Y los peronistas, ¿no estaban también impulsados por nobles ideales como la comunidad organizada, el pacto entre el capital y el trabajo, la justicia social y la felicidad del pueblo?

Todos eran idealistas pero eso no puede disimular ni justificar la tragedia a la que tantos de ellos contribuyeron de una manera tan activa. Tzvetan Todorov lo explicó bien en un artículo en el diario español El País: «No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles no disculpan los actos innobles». Salgamos un poco de nuestras pendencias para comprender que la confianza ciega, militante, acrítica en los ideales, resulta muy peligrosa: entre 1975 y 1979, los revolucionarios camboyanos liderados por Pol Pot forzaron a los habitantes de las ciudades a trasladarse al campo para que allí vivieran, trabajaran y se purificaran de los vicios individualistas y capitalistas que habían adquirido durante tanto tiempo. El sueño era un socialismo agrario inspirado en la prédica de Mao Tse-tung, pero pronto derivó en un millón y medio de muertos, el 25 por ciento de la población de Camboya; uno de cada tres hombres si hacemos el cálculo de las víctimas según el género. Los 70 fueron una época de ideales grandiosos -vinculados nada menos que a la Liberación, la Revolución, Dios, la Patria- pero que, en sintonía con esa efervescencia, desembocaron en que «tanto los hombres de izquierda como de derecha eran capaces de acciones apocalípticas, que implicaban a veces el asesinato masivo», como indicó el prestigioso periodista Jon Lee Anderson. Quienes se refugian en los ideales para justificar los errores políticos y los crímenes apelan a una «ética de la convicción», en la que, como indicó el sociólogo alemán Max Weber, quienes deciden qué hacer y cómo hacerlo se fijan solo en sus principios y objetivos pero no se sienten responsables de las consecuencias que impulsan sus acciones. Y eso ocurre a derecha y a izquierda, no solo con los protagonistas de la violencia del pasado reciente sino también con quienes simpatizan y militan esas causas en el presente.

Para evitar eso, para fijar en la memoria todas las acciones que realmente derivaron de esos ideales, incluyo en Los 70, la década que siempre vuelve, tres anexos: el primero, sobre cuántas fueron, de verdad, las víctimas de la dictadura según los registros elaborados por el Estado durante el kirchnerismo; el segundo, acerca de las listas de desaparecidos que elaboró la dictadura de Jorge Rafael Videla, y el tercero, referido a otro tema tabú: el número de víctimas de los grupos guerrilleros, un registro que ningún gobierno de la democracia ha querido realizar, pero que incluyo porque ningún sector debería arrogarse el monopolio del sufrimiento. En la práctica ese monopolio sí existe, y cómo. En mi opinión, es el resultado de la superioridad moral otorgada a los revolucionarios; a las guerrillas -tanto a las víctimas como a los sobrevivientes- pero también a sus familiares, y a sus simpatizantes y patrocinadores del presente. En primer lugar, por el salvajismo del terrorismo de Estado: durante siete años, la dictadura pisoteó los derechos humanos más elementales, cometió delitos cuyo solo recuerdo aún nos estremece. Pero esa empatía natural con las víctimas fue mucho más allá y derivó en la defensa -o, al menos, la justificación- de la lucha armada en los 70 por parte de los organismos de derechos humanos y de vastos sectores de la coalición ahora gobernante, no solo del kirchnerismo. Según esta visión, muy extendida también en el periodismo, los guerrilleros tal vez se hayan equivocado en los medios, en el uso de las armas -«era otro contexto histórico», dicen- pero la lucha en sí era buena, los ideales eran nobles. En todo caso, deben ser imitados aunque con otros instrumentos, adaptados a estos nuevos tiempos. Con relación a las víctimas de las guerrillas, uno podría esperar que quienes más sufrieron el terrorismo de Estado fueran los más sensibles frente al dolor de los otros. Pero no suele ser así: la lucha política -la grieta- puede más que la empatía. Los 70 son años que no parecen dispuestos a dejarnos; justifica esa tozudez el hecho de que cumplen varias funciones. Una de ellas es que nos ofrecen respuesta a la pregunta que suele atormentarnos cada tanto, cuando nos descubrimos en el medio de una de esas crisis que se nos han vuelto tan habituales: ¿Por qué estamos así? Es el famoso dilema que se plantea Zavalita, el protagonista de Conversación en La Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa, ya en la primera página: «¿En qué momento se había jodido el Perú?»

¡Qué tema! ¿Cómo explicar semejante tragedia sin caer en fanatismo e intolerancia? Dice muy bien Reato que para bucear en las causas de esta hecatombe habría que remontarse a los albores de nuestra historia, a lo que sucedió inmediatamente después de consumada la revolución de mayo de 1810. Habría que remontarse, entonces, a los fusilamientos ordenados por Moreno y Castelli a raíz de la contrarrevolución comandada por Liniers un par de meses después de la deposición de Cisneros. Puede ser. Pero para no irnos tan atrás creo que un buen punto de arranque es el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930. Ese hecho es crucial porque significó la feroz decisión del orden conservador de cortar de raíz el proceso de democratización del sistema político que había comenzado con el triunfo del “Peludo” en 1916. Al derrocar a Yrigoyen el orden conservador le envió a la sociedad el siguiente mensaje: todo bien con la participación de “todos” (es decir de los sectores medios porque la clase obrera era invisible políticamente) pero los resultados serán legítimos sólo si nos favorecen”. Los radicales fueron proscriptos mientras los conservadores aplicaban el tristemente célebre fraude patriótico para evitar imprevistos como lo fueron las dos victorias de Yrigoyen.

Con el paso del tiempo el sistema político se transformó en una gigantesca olla a presión. Bastaba que algún dirigente la destapara para que todo volara por los aires. Es probable que el régimen conservador jamás hubiera imaginado que en la década del cuarenta aparecería un dirigente capaz de hacerlo. Ese dirigente fue Juan Domingo Perón. Militar de derecha, admirador de Mussolini y conspirador en 1930, Perón protagonizó el hecho que marcó un antes y un después en nuestra historia: el 17 de octubre. Fue el nacimiento del peronismo que permitió a los eternos postergados por el orden conservador hacer oír su voz. Meses más tarde, exactamente el 4 de junio de 1946, Perón asumía la presidencia. En ese momento el país estaba dividido en dos sectores enfrentados a muerte: por un lado el peronismo y por el otro la Unión Democrática conformada por todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los comunistas, que veían a Perón como una especie de lugarteniente de Hitler.

Tal el origen de la antinomia peronismo-antiperonismo que hizo de la Argentina una nación inviable. Perón impuso su concepción de la comunidad organizada que en la práctica significó la ejecución de un liderazgo de masas que no admitía disensos. Quien osaba criticar a Perón era acusado de traidor a la Patria. Apoyado en las fuerzas armadas y el movimiento obrero organizado, Perón edificó una gigantesca maquinaria de poder que hizo imposible la tolerancia y el respeto por el otro. De esa forma fue germinando en el antiperonismo un odio hacia todo lo que oliera a peronismo que terminó por estallar el 16 de septiembre de 1955, día del derrocamiento del General. Era el comienzo de la Revolución Libertadora, cuya obsesión era evitar a como diera lugar la repetición del peronismo. El método elegido fue digno de Robespierre. Sus máximos referentes aplicaron un antiperonismo atroz que tuvo su máxima expresión en junio de 1956 cuando aplastó sin misericordia a un grupo de militares y civiles que se habían sublevado. A partir de ese momento comenzó a incubarse en el peronismo proscripto un odio que haría eclosión el 25 de mayo de 1973, día en que asumió como presidente Héctor Cámpora.

El odio al antiperonismo se incubó durante los 18 años de exilio de Perón. El líder, un maquiavélico genial, supo sacar provecho de ese sentimiento. Desde Madrid bendijo a las “formaciones especiales” compuestas por jóvenes de clase media alta que ansiaban, en nombre de Perón, hacer la revolución socialista. Perón los dejó hacer creyendo acertadamente que la guerra de guerrillas que esos jóvenes propiciaban socavaría la legitimidad del antiperonismo que estaba en el poder. El golpe de gracia dado por la guerrilla peronista al antiperonismo fue el secuestro y asesinato del emblema de la Revolución Libertadora, el teniente general Pedro Eugenio Aramburu. Fue un feroz mandoble del que el antiperonismo jamás logró reponerse. Finalmente, Alejandro Agustín Lanusse, el último presidente de facto de la Revolución Argentina, no tuvo más remedio que convocar a elecciones presidenciales para marzo de 1973.

El 11 de marzo la fórmula Cámpora-Solano Lima arrasó con casi el 50% de los votos. El jacobinismo antiperonista había fracasado. Con Cámpora en el gobierno las “formaciones especiales” detentaron el poder. El peronismo de izquierda se había adueñado del país. Con el antiperonismo en retirada creyó que nada ni nadie iba a frenar la marcha hacia el “socialismo nacional”. El 20 de junio debía ser una fiesta popular. Era el regreso definitivo al país de Perón. Todos sabemos lo que pasó en Ezeiza. El peronismo de izquierda se trenzó a balazos con el peronismo sindical por el control del peronismo, lo que en la práctica implicaba el control del gobierno. Ese sangriento día fue el comienzo de la tragedia que enlutó a los argentinos hasta la asunción de Alfonsín el 10 de diciembre de 1983.

Perón no anduvo con vueltas. Al hacer renunciar a Cámpora y reemplazarlo provisoriamente por Lastiri envió un furibundo mensaje no sólo a las formaciones especiales sino a toda la sociedad: como militar de derecha no iba a tolerar la violencia de izquierda. Los hechos posteriores demostraron que fue consecuente con ese mensaje. El peronismo de izquierda se sintió traicionado y decidió mandarle una contundente respuesta al mensaje del líder: el cadáver de Rucci acribillado a balazos. A partir de entonces el territorio nacional fue escenario de una dramática lucha entre los dos sectores del peronismo. Esa lucha se intensificó con posterioridad al fallecimiento de Perón y la asunción de María Estela Martínez de Perón. 1975 fue, qué duda cabe, uno de los años más violentos de nuestra dramática y fascinante historia. La incapacidad de la presidente de garantizar el monopolio legítimo de la violencia sirvió de base de legitimación para su derrocamiento el 24 de marzo de 1976.

Con la Junta Militar en el poder la fuerza de choque del peronismo de derecha se institucionalizó, transformándose en el brazo ejecutor del terrorismo estatal. Empleando la tipología de Reato se puede afirmar que la patria peronista y la patria militar se aliaron para aniquilar a la patria socialista. Y lo lograron. Pero el precio que pagaron fue altísimo. La trágica década del setenta tuvo como capítulo final uno de los actos terroristas más irracionales: la famosa contraofensiva de los montoneros durante el segundo semestre de 1979 que terminó en un fracaso estrepitoso. Desprestigiado por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos y la debacle económica, la dictadura militar dio un feroz manotazo de ahogado para salvarse: la recuperación militar de las Islas Malvinas. En la práctica significó un desafío a Estados Unidos y la OTAN. El 14 de junio de 1982 las tropas argentinas se rindieron de manera incondicional. Ese día terminó de hecho el Proceso de Reorganización Nacional. Pero las heridas que provocaron no sólo la guerra perdida sino fundamentalmente la década del setenta no han cicatrizado.

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