Por Hernán Andrés Kruse.-

El 18 de junio se cumplió el nonagésimo sexto aniversario del nacimiento de un eminente filósofo y sociólogo alemán, destacado miembro de la Escuela de Frankfurt y preclaro exponente de la Teoría Crítica desarrollada en el Instituto de Investigación Social. Jürgen Habermas nació el 18 de junio de 1929 en Dusseldorf, provincia del Rin. Estudió filosofía, historia, psicología, literatura alemana y economía en las Universidades de Gotinga, Zúrich y Bonn. Algunos de sus profesores más relevantes fueron Nicolai Hartmann, Wilhelm Keller, Theodor Litt, Johanness Thyssen, Hermann Wein, Erich Rothacker y Oscar Becker. En 1954, con el padrinazgo de los profesores Rothacker y Becker, defendió su tesis en la Universidad de Bonn sobre el tema “El absoluto y la historia. De las discrepancias en el pensamiento de Schelling”.

Durante tres años (1956/1959) fue ayudante y colaborador de Adorno en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt. Entre 1964 y 1971 ejerció la docencia en la Universidad de Frankfurt, pasando a ser un emblema de la segunda generación de la Teoría Crítica. Entre 1971 y 1983 ejerció la dirección del Instituto Max Planck. En 1983 retornó a la Universidad de Frankfurt como docente de filosofía y sociología. En 1986 recibió el Premio Gottfried Wilhelm Leibniz de la Deutsche Forschungsgemeinschaft. En 2001 obtuvo el Premio Nobel de la Paz concedido por los libreros alemanes y dos años más tarde, el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Es doctor honoris causa por varias universidades y miembro de la Academia Alemana de la Lengua y la Poesía (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Alejandro Sahuí (Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa-México) titulado “Razonar en público: la filosofía política de Habermas” (los subtítulos son de mi autoría).

LA COOPERACIÓN SOCIAL: CATEGORÍA CENTRAL DE LA ACCIÓN COMUNICATIVA

“Sin lugar a dudas, una de las categorías centrales de la acción comunicativa en la teoría de Habermas es la cooperación social. Según el filósofo, en la conducta cooperativa se evidencia que la racionalidad es susceptible de funcionar como una capacidad de manipular cosas y sucesos; pero también la capacidad de entendimiento intersubjetivo sobre esas mismas cosas y sucesos. La primera de esas capacidades, que relaciona a los sujetos con objetos externos del mundo, es entendida por Habermas como una acción de carácter instrumental. La segunda, en cambio, referida al trato entre sujetos en calidad de personas, es lo que se denomina propiamente acción comunicativa. Desde el punto de vista habermasiano la acción humana es, antes que nada, interacción, ya que debido a la extrema fragilidad y vulnerabilidad de la especie frente a los eventos naturales los individuos requieren de modo inevitable, en primer lugar, cuidado y solidaridad; y en segundo, cooperación equitativa y respeto por parte de los otros.

Para Habermas, los enunciados anteriores acerca de la vulnerabilidad humana y de los deberes para con ella no deben ser leídos directamente como imperativos morales. Tampoco pretenden reflejar los valores personales del teórico ni sus concepciones de vida buena. Buscan en cambio poner de manifiesto las condiciones sociales y naturales que explicarían de modo objetivo la supervivencia y desarrollo actual de la especie humana. Dice Habermas: «Mi punto es que mis referencias a idealizaciones no tienen nada que ver con ideales que el teórico solitario coloca en oposición a la realidad; me refiero sólo a los contenidos normativos que son encontrados en la práctica».

Además, el hallazgo de dichos contenidos normativos depende, para Habermas, de un proceso de secularización o desencantamiento de las imágenes del mundo provenientes del ámbito de lo sagrado, que en los términos de Max Weber se comprende como un proceso de racionalización. La intuición weberiana es que en la medida en que los sujetos amplían sus capacidades de explicar e influir sobre el mundo, los discursos mágicos, místicos y religiosos pierden de modo proporcional su capacidad explicativa y de integración social, sobre todo porque se revelan las falencias de sus corolarios prácticos. Es decir, lo que en principio era asumido como el orden natural de las cosas se demuestra, en muchos casos, como una injusticia en tanto que daño evitable y por ende absurdo. Si es cierto, como sugiere Weber, que el tema común a las grandes religiones universales es cómo justificar la desigualdad en la distribución de bienes entre los hombres, entonces su problema ético fundamental tiene que ver con la justificación de un sufrimiento que se percibe como injusto. Sin embargo:

“Para que el infortunio personal pueda ser percibido como injusto tiene que producirse primero un cambio en la valoración del sufrimiento, pues en las sociedades tribales el sufrimiento era considerado como síntoma de una culpa secreta” (Habermas).

Para Weber, el cambio de valoración sería resultado de un proceso de aprendizaje vinculado con el surgimiento y desempeño cada vez más exitoso de esferas de acción humana basadas en un tipo de racionalidad con arreglo a fines; es decir, de acción instrumental. Sin embargo, pese a que la racionalización social traería como consecuencia un aumento importante en el control de las personas sobre su entorno, el diagnóstico weberiano dista mucho de ser optimista. Weber sospecha que la diferenciación de esferas y la independización de los sistemas de acción racional con arreglo a fines acarrearían a la larga pérdida de sentido y de libertad. La metáfora de la jaula de hierro refleja la constitución de nuevos órdenes societales modernos y racionales, pero que al igual que las antiguas tradiciones tribales e instituciones religiosas, aparecen ante los individuos como naturales, mecánicos y necesarios. De tal modo, lo que en principio fue comprendido como un logro o aprendizaje práctico, como resultado de la reflexión y elección de los sujetos, deviene en un orden reificado que trasciende los motivos que serían inteligibles a la mayor parte de las personas que se entienden a sí mismas como agentes. Economía, poder político, derecho positivo, burocracia son buenos ejemplos de ámbitos en los que cotidianamente se rechaza como impertinentes el tipo de razones que los individuos se brindan recíprocamente cuando la interacción se suspende o fracasa. Y es que a menudo los discursos que con pretensiones de objetividad se realizan acerca de dichos ámbitos parecen chocar con el modo en que las personas explican espontáneamente el sentido de su conducta.

En contra del diagnóstico anterior, Habermas procurará reconstruir una forma de racionalización social distinta a la acción instrumental expuesta por Weber. Él busca explicar la posibilidad de coordinar eficazmente las acciones de una pluralidad de actores por medio del mecanismo del entendimiento. Para ello, recurre a la teoría de los actos de habla desarrollada originalmente por John L. Austin y John Searle. La relevancia de esta teoría está asociada con su insistencia en el carácter convencional que atribuye al lenguaje humano; a su dimensión como una práctica social definida por reglas en el sentido de Ludwig Wittgenstein. En una práctica semejante no cuenta tanto el contenido de verdad de las oraciones ni la relación instrumental sujeto-objeto, sino la relación que surge entre sus participantes, su toma de posición recíproca de conformidad con las reglas que la constituyen. Dicho de otro modo, no tanto en lo que los agentes dicen sino en lo que hacen diciéndolo. La idea es que el mero hecho de participar normalmente en prácticas comunicativas demuestra la capacidad personal de reconocer y usar hábilmente ciertas reglas públicas, en tanto éstas forman parte de un consenso básico de fondo más o menos estable.

Admitir, sin embargo, este consenso básico no significa atribuirle automáticamente validez moral. Las reglas que subyacen a la interacción comunicativa definen lo que significa participar en tal interacción, y quien incumple no está faltando a una norma, sino simplemente ha dejado de cooperar con el resto, ha abandonado el juego de las relaciones sociales.

Es verdad que la interacción no se puede reducir a su dimensión comunicativa. El trato con los otros puede estar mediado por instituciones formales o informales que nieguen expresa o tácitamente a algún participante la condición de agente responsable o limiten algunas facultades atribuidas normalmente a las personas morales. Ciencia, técnica y tecnología; derecho, burocracia y economía; etcétera, tienden a privilegiar el papel de los expertos contra el sentido común de los individuos corrientes. En este tipo de sistemas, las capacidades de interlocución, interpelación y de atribución de responsabilidades, constitutivas de la interacción orientada al entendimiento, son a menudo sacrificadas de modo deliberado por mor del automatismo y eficiencia que se presume habrían de resultar de la intervención competente del experto.

La teoría de la acción comunicativa se propone demostrar que, a pesar de los procesos de integración social orientados por razones de naturaleza instrumental o estratégica, como las de la técnica o la economía, es posible juzgar reflexivamente el desempeño de cualquier sistema de reglas que medie en el trato interpersonal, gracias a un aprendizaje práctico de carácter sociocultural.

Habermas reconoce que la constitución de sistemas de reglas independientes del trato comunicativo cotidiano supone una ganancia social de orden cognitivo, incluso para personas que se entienden a sí mismos como agentes responsables. De hecho, la admisión de cierto tipo de reglas técnicas en el contacto con otros posibilita ampliar enormemente el espectro de las relaciones sociales antes limitadas al grupo influido por las costumbres y tradiciones locales. Lo anterior en la medida en que logra desactivar los aspectos más conflictivos de aquéllas, asociados con la carga afectiva pegada a ciertas normas e instituciones. Desde su perspectiva, deudora de Emile Durkheim y George H. Mead, la transformación de los mecanismos de integración social, resultado de este tipo de reglas, propició como una consecuencia no buscada el cuestionamiento de órdenes jerárquicos convencionales. Principios de organización y control social subyacentes en las instituciones política y religiosa gradualmente fueron sustituidos por prácticas deliberativas públicas e incluyentes. Instituciones modernas como el comercio, la ciencia o la burocracia despojaron a los grupos situados al vértice del orden social de los privilegios epistémico y práctico con los que pretendían fundar su autoridad incuestionable.

Por otro lado, el incremento de las relaciones sociales hacia individuos y grupos de extraños puso de manifiesto la pluralidad de formas de vida e imágenes del mundo que no podían ser reducidas sin poner en peligro un modelo de integración social basado en el reconocimiento recíproco de las personas. Una vez despojadas las culturas tradicionales y religiosas de su potencial generador de la solidaridad grupal, el respeto qua individuos pasó a ser dependiente en una gran medida de la capacidad —descrita por Habermas desde Mead— de ponerse en el lugar del otro, de intercambiar puntos de vista, de dialogar sin considerar una mayor coacción que el mejor argumento.

Es posible criticar la transición narrada por Habermas entre estas dos formas de solidaridad grupal, una de carácter tradicional convencional y otra moderna reflexiva. De hecho, él mismo reconoce que dicha transición no sucede de modo automático e incluso puede no llegar a acontecer. La tendencia recurrente de las sociedades modernas a crisis de integración muestra la prevalencia en ellas de dinámicas ajenas al trato directamente comunicativo y cooperante de los sujetos como personas y no medios para los propósitos instrumentales o estratégicos de otros; verbigracia, votos, fuerza de trabajo, prestigio, dinero, etcétera.

En medio de sistemas sociales autonomizados como poder político y dinero, la noción de acción comunicativa reconstruye y explicita las reglas que han de ser seguidas cuando las personas actúan junto con otros, interactúan y comparten el propósito común de entenderse y cooperar. A pesar de que —como ya se dijo— dichas reglas no son per se imperativos éticos, permiten explicar la aparición de prácticas como el discurso moral, los derechos humanos, la democracia o la ciencia, ya que a todas ellas subyace un esquema de deliberación fundado en la publicidad e inclusión del mayor número de personas. En relación con dichas prácticas, concluirá Habermas, no se conocen otras distintas que sean capaces de satisfacer con éxito los mismos propósitos.

Después de la deflación pragmatista de las categorías kantianas, el «análisis trascendental» significa la búsqueda de aquellas condiciones —presuntamente universales, pero sólo inevitables de facto—que deben estar satisfechas para que puedan realizarse determinadas prácticas para las cuales no existe un equivalente funcional, puesto que sólo pueden ser sustituidas mediante una práctica del mismo tipo.

La acción comunicativa u orientada al entendimiento interpersonal hace posible a los individuos una mirada crítica acerca de costumbres o instituciones que eran asumidas como válidas a priori. Sin embargo, debe decirse que la experiencia de la reflexividad suele acontecer básicamente ante el fracaso de la interacción y la ruptura del consenso prevaleciente. Fracaso y ruptura que pueden consistir en un fallo de la acción instrumental sobre el mundo que se comparte, pero también en la frustración de expectativas normativas que ponemos sobre otros.

En estricto sentido, por tanto, la moral para Habermas se refiere a la problemática de una vida dañada; de una forma de vida violentada y deformada social e intrapsíquicamente, donde las categorías de la razón instrumental y estratégica no tienen respuesta. No obstante, lo hace únicamente de modo negativo, es decir, la moral o ética discursiva rechaza aquellas reglas y principios que atentan contra el autoentendimiento de los sujetos como agentes, pero no proponiendo modelos concretos de organización social o formas de vida buena.

Habermas conecta de esta manera la noción de acción comunicativa con una forma de pensar la moralidad humana que puede ser coherente con sistemas sociales funcionalmente diferenciados. A través de la acción orientada al entendimiento, que se demuestra como un dato irrebasable del mundo social moderno, las personas son capaces de juzgar en términos práctico-normativos los éxitos y fracasos de los sistemas sociales con independencia de su principio de integración y grado de complejidad. Por esta razón, Habermas señala la existencia de límites al desempeño de dichos sistemas impuestos por el orden de la moral: “Dado que las morales están cortadas a la medida de la vulnerabilidad de unos seres vivos que se individúan por socialización, tienen que solucionar siempre dos problemas de una sola vez: hacen valer la inviolabilidad de los individuos exigiendo igual respeto por la dignidad de cada uno de ellos, pero en esa misma medida protegen también las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco en virtud de las cuales los individuos se mantienen como pertenecientes a una comunidad. Los principios de justicia y solidaridad responden a esos dos aspectos complementarios. Mientras que el primero postula igual respeto e iguales derechos para cada individuo particular, el segundo exige empatía y preocupación por el bienestar del prójimo”.

Estas cuestiones, justicia y solidaridad, en la medida que son inmediata y fácilmente perceptibles por los seres humanos, en particular cuando faltan y echan de menos, muestran la relevancia práctica de la teoría de Habermas que a menudo ha sido juzgada como ideal y distante. En una revisión de su propia concepción ético-discursiva, el filósofo define su propuesta como un esfuerzo por trascender desde dentro el carácter reificado de sistemas u órdenes normativos que amenazan la vida de los seres humanos: “Quien actúa moralmente no se atribuye «más o menos» autonomía; y en la acción comunicativa, los participantes no se suponen una vez «un poco más» y otra vez «un poco menos» de racionalidad. Desde la perspectiva de los participantes estos conceptos están codificados binariamente. Tan pronto como actuamos «por respeto a la ley» u «orientados al entendimiento» ya no podemos actuar al mismo tiempo desde el punto de vista objetivante de un observador. Durante la ejecución de la acción desconectamos las autodescripciones empiristas en favor de la autocomprensión racional de los actores”.

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