Por Hernán Andrés Kruse.-

NOCIONES DE ESPACIO PÚBLICO Y PUBLICIDAD

“Las nociones de espacio público y publicidad, desarrolladas por Habermas en Historia y crítica de la opinión pública, pueden ser mejor comprendidas cuando se las relaciona con el proyecto de la teoría de la acción comunicativa. El trayecto histórico ahí narrado hace verosímil el relato sobre la agencia humana en las condiciones sociales complejas de la modernidad: la posibilidad de la moral y responsabilidad humanas frente a órdenes jerárquicos apoyados en la tradición y doctrina, en un primer momento; y frente a sistemas sociales construidos desde una racionalidad instrumental o estratégica, en un segundo momento.

Cabe señalar que dichas nociones no son accesorias al ideario habermasiano, sino que como el propio filósofo ha manifestado constituyen su motivo principal. En el apartado anterior se refirió la distinción entre las racionalidades comunicativa e instrumental, presentes en la mayor parte de las interacciones humanas. Sin afirmar que son idénticos, se podría establecer una línea de continuidad entre estos modelos de racionalidad y los usos público y privado de la razón descritos por Kant en su ensayo «¿Qué es la Ilustración?». Para Kant, el uso público es el que se hace en calidad de maestro frente al gran público de lectores, mientras que el uso privado se realiza en calidad de funcionario de un puesto, asociación o corporación. Si en el primer caso los individuos no encuentran más limitación que la calidad y pertinencia de sus razones ante la comunidad más amplia de personas; en el segundo, los individuos deben ajustarse y obedecer las reglas incardinadas en la práctica social de la que forman parte como piezas de un engranaje automático. No es difícil, por tanto, descubrir que el carácter privado del segundo uso de la razón viene dado por su telos incuestionable, por el carácter funcionarial de la razón, no por sus rasgos solipsistas. En términos de Habermas, este uso de la razón tendría una intención instrumental, de medios y fines, muy probablemente asociados con procesos de diferenciación social.

Al igual que Kant, Habermas considera que sólo la razón en su uso público puede traer la ilustración y autonomía de las personas. Ya que el ejercicio público de la razón implica en sí mismo la acción de comunicar con otros, los individuos no han de dar por sentada la validez apriorística de ninguna autoridad o norma, sin que antes se hayan asegurado las condiciones procedimentales y materiales para el reconocimiento recíproco, la justicia y la solidaridad entre las personas implicadas. Sin tales condiciones fracasaría cualquier intento de comunicación, interacción y cooperación.

Habermas cree haber encontrado tales condiciones en la historia de la formación de la esfera pública burguesa europea entre los siglos XVI y XVIII. Describe el paso de la idea de la publicidad representativa, reflejo de la majestad del monarca, y por extensión de sus atributos y posesiones; hacia una concepción moderna e ilustrada de publicidad, dirigida a dar cuenta del interés general de la sociedad civil. Esta última se habría constituido como una esfera distinguible del aparato estatal, poseedora de intereses particulares. Dichos intereses no se correspondían ya más con la gloria del rey o la defensa de la fe revelada, sino que tenían que ver sobre todo con asuntos concernientes a la vida íntima y privada de las personas. De manera paradójica, como un efecto no buscado, la defensa de este tipo de intereses, manifiesta en la imposición de límites estrictos a las autoridades política y religiosa, dio origen a la doctrina del liberalismo político, como un paso importante en la lucha por el reconocimiento de los derechos humanos. El cambio de perspectiva supuso además, del lado del poder político, el reemplazo de su búsqueda de la vida buena, de la idea de bien común anclado en las tradiciones compartidas históricamente por el pueblo, por la cuestión de la justicia imparcial para que cada quien pudiera realizar sus proyectos particulares.

En medio de la interacción e intercambio en esta esfera de la opinión pública, cuya existencia se puede constatar en las prácticas discursivas que se desarrollan en cafés, salones, tabernas, etcétera, Habermas observa una creciente problematización de ámbitos hasta entonces incuestionados, ya que eran monopolio de autoridades estatales o eclesiásticas. El acceso a cualquiera de estos nuevos espacios, al parecer, exigía de los individuos despojarse de todo signo de jerarquía, en el entendido de que la única autoridad que cabía en ellos era la del mejor argumento.

Se dijo antes que la racionalización social en el sentido de Weber significó un proceso gradual de desacralización y apropiación pública de dominios restringidos a individuos corrientes. Deliberar en torno de asuntos de la administración y economía estatal, evidenció la capacidad de los individuos para pensar y actuar juntos alrededor de cualquier tema de interés común. La cooperación social, de este modo, según Habermas, mostraba virtudes prácticas y epistémicas fundamentales. Gracias a estas virtudes en tanto subproductos de la publicidad, los sujetos estarían en condiciones de desempeñarse hábilmente en sistemas diferenciados de manera funcional. Las iguales libertades recíprocamente autoatribuidas por los participantes en el espacio público resultaban plausibles.

Sin embargo, el propio Habermas se encargó pronto de señalar el peligro que corren las libertades individuales cuando no se aseguran institucionalmente las condiciones que hacen posible la racionalidad práctico-moral. Por esta razón indica la necesidad de proteger, incentivar y fortalecer el espacio de la opinión y deliberación pública mediante la garantía estatal a ciertos derechos ciudadanos. En especial a los derechos que promueven la igual participación de las personas en la formación de la voluntad política y en la toma de decisiones colectivas. De esta manera, la contingencia histórica que reveló como un valor compartido a la publicidad, se fue tornando reflexiva con el mecanismo institucional del Estado constitucional y democrático de derecho.

Del mismo modo que la administración burocrática y el mercado representan el esquema de la racionalidad instrumental y estratégica, el discurso práctico —moral o democrático— representa la racionalidad comunicativa que Habermas considera siempre presente en la interacción. Desde su punto de vista, las recurrentes crisis de legitimación y los déficits de integración social sacan a la luz el abandono de las premisas de esta racionalidad por los sujetos. Cuando esto sucede los órdenes normativos devienen naturalizados, reificados, sacrificándose la distancia reflexiva necesaria tanto para la acción espontánea que define la libertad humana, como para la crítica que posibilita el pensamiento y juicio correctos.

El principio de publicidad que Habermas reconstruye a lo largo de su obra connota tanto la apertura ilimitada en relación con los temas de deliberación ciudadana, como la mayor inclusividad posible respecto de sus participantes. Mientras que el primero de los sentidos se refiere al contenido del diálogo, el segundo de ellos se dirige a su procedimiento. Para Habermas ambos sentidos son complementarios: uno porque defiende el derecho de cada persona de decidir lo que sea de interés general; y el otro porque defiende el derecho de todos para participar.

A diferencia de Teoría de la acción comunicativa, en la que Habermas buscaba en calidad de observador externo, como un sociólogo, explicar el desarrollo de las formas de la interacción humana en términos de una pragmática del lenguaje y la comunicación, Facticidad y validez se sitúa en la posición de un participante que se propone justificar la plausibilidad de un singular modo de interacción: el que ha tenido lugar en las sociedades actuales que cuentan con regímenes políticos constitucionales y democráticos. Por ello, el filósofo toma distancia de su inicial descripción del derecho positivo como un sistema formado a partir de las racionalidades sistémica e instrumental y, en este sentido, como una amenaza a la comunicación humana espontánea. Habermas consideraba entonces la creciente intervención del derecho y el Estado en la vida personal como un modo de colonizar el mundo de la vida y deformarlo hasta convertir a sus sujetos en autómatas.

El giro que introduce Facticidad y validez es radical en relación con esto. Ahora el derecho es descrito como el mecanismo a través del cual discurre en forma segura la racionalidad comunicativa y como el medio que permite traducir las intenciones prácticas de las personas al lenguaje más complejo de los sistemas que representan el poder político, el aparato burocrático o la economía. En los términos del propio Habermas, el derecho deja de ser visto desde la imagen de un asedio en contra del mundo de la vida, como una amenaza externa, y es repensado con la metáfora de las esclusas, como un sistema complejo y multidireccional de irrigación de la deliberación pública más incluyente posible. Desde el espacio de la opinión de los medios masivos, de la informalidad; pasando por los canales de negociación de grupos de interés y partidos políticos en los parlamentos; hasta la ejecución y aplicación de leyes por la administración y los tribunales.

El derecho positivo en el Estado constitucional y democrático, se puede decir que instituye y refleja formalmente las reglas que hacen posible la continuidad de la acción comunicativa aun en las sociedades funcionalmente diferenciadas. En palabras del autor, el derecho opera como una bisagra o correa de transmisión entre individuos que se autoatribuyen la condición de agentes igualmente libres, y sistemas expertos que se entienden ajenos a las intenciones de las personas.

El lenguaje ordinario constituye, ciertamente, un horizonte universal del entendimiento; en principio puede traducir todo de todas las lenguas. Pero no puede, a la inversa, operacionalizar sus mensajes para todos sus destinatarios de forma comportamentalmente eficaz. Para la traducción a códigos especiales depende del derecho, el cual está en comunicación con los medios de control o regulación que son el dinero y el poder administrativo. El derecho funciona, por así decir, como un transformador, que es el que asegura que la red de comunicación social global sociointegradora no se rompa. Sólo en el lenguaje del derecho pueden circular a lo ancho de toda la sociedad mensajes de contenido normativo.

A modo de resumen, el derecho propone como normas o imperativos prácticos las reglas que estaban implícitas en la interacción cotidiana de carácter espontáneo que se ha venido desarrollando a partir de la Ilustración. En este sentido, para Habermas el derecho torna reflexivo y legitima el componente social del mundo de la vida.

El espacio público y la publicidad que son normativamente relevantes discurren a través del medio derecho y son por él asegurados. La postulación de derechos de participación política, en particular, del derecho a votar, refuerza el ideal kantiano del uso público de la razón. La atribución a dichos derechos del carácter de fundamentales refleja el interés de defender las prácticas cooperativas, protegiéndolas de cualquier forma de dominación y explotación.

Habermas discute con quienes consideran su imagen de democracia idealista e ingenua. Argumenta que incluso las descripciones empíricas o fácticas acerca de los regímenes políticos que se refieren como Estados de derecho democráticos, no pueden prescindir de la dimensión de la validez normativa, que es aprehensible solo en la posición de un participante en una práctica cooperativa que es internamente apreciada”.

LA NOCIÓN DE DEMOCRACIA DELIBERATIVA

“La práctica democrática no se comprende bien si se la mira únicamente en su dimensión formal. Es decir, queda incompleta si se la considera realizada porque a nadie se niega el derecho de votar. La noción de democracia deliberativa que Habermas sostiene resalta que una interacción social libre de dominación y explotación es viable sólo bajo condiciones estrictas de justicia y solidaridad.

Subyacente a la concepción de democracia deliberativa, el paradigma de la ética del discurso es una especie de corolario práctico-moral de la teoría de la acción comunicativa. Si en ésta Habermas se propuso demostrar la posibilidad de una interacción social no deformada por las racionalidades instrumental y estratégica, la ética discursiva postulará como un imperativo garantizar las condiciones que mantengan una interacción semejante. Las reflexiones habermasianas en torno a la ética del discurso implican que la acción comunicativa, pese a ser siempre ya posible con el impulso de la Modernidad, no es sin embargo necesaria. Por esta razón se erige como un deber el mandato de asegurar sus condiciones; y esto supone que los individuos se atribuyan recíprocamente la calidad de agentes.

En cualquier caso esa atribución exige sacar a la luz las posiciones diferenciadas que ocupan los sujetos en el mundo social, sobre todo cuando de esas posiciones se siguen consecuencias desventajosas para unos pocos. La frustración de expectativas normativas públicamente accesibles, que conduciría al fracaso de la comunicación y eventualmente a la interrupción de la cooperación social, recuerda el motivo práctico de la teoría. Desde este punto de vista adquiere relevancia moral la dimensión material de la vida personal, que hace posible o que niega la auténtica participación de las personas en la toma de decisiones colectivas.

Por esta razón, frente a la inercia de sistemas como burocracia, poder estatal o economía, Habermas sugiere prestar especial atención a los individuos y grupos que son excluidos formal o materialmente de la deliberación política. Su exclusión reflejaría un déficit normativo. Seguramente también a la larga podría convertirse en una crisis de integración social verificable en términos empíricos.

Lo anterior ayuda a entender uno de los sentidos más relevantes que Habermas asigna a la idea de lo público. El espacio público designa un ámbito incluyente en el que los individuos se reconocen recíprocamente como personas libres por igual. Debido a esta estipulación cualquier exclusión debe ser justificada mediante razones accesibles a todos. Dicho de otro modo, la carga de la argumentación acerca de la exclusión recae siempre sobre quien pretende ejercerla.

En virtud de ello, los individuos marginados, discriminados, quienes se hallan en situación de vulnerabilidad extrema y padecen una vida dañada ponen en duda que exista el respeto que debería subyacer a toda interacción comunicativa. La igualdad de trato individual en estos casos va más allá de la justicia distributiva en la dirección de la solidaridad: “Este principio tiene sus raíces en la experiencia de que unos tienen que dar la cara por otros, toda vez que en tanto camaradas todos tienen que estar interesados de la misma manera en la integridad de su contexto común de vida”(Habermas).

En su obra La inclusión del otro, Habermas analiza el tema del pluralismo, que al modo del politeísmo de los valores descrito por Weber, se relaciona con la condición moderna y la ruptura del monopolio de las interpretaciones, típica de las comunidades cerradas y siempre aparentemente homogéneas. En términos políticos, la cuestión del pluralismo tiene que ver con una pregunta de naturaleza práctica relacionada con la posibilidad de la convivencia cooperativa y pacífica.

Puesto que en las sociedades pluralistas es inevitable la existencia de discrepancias en los juicios de la gente, parece primordial establecer algún tipo de mecanismo o procedimiento que permitan hacerse cargo de ellas. Pese a que no existe plena garantía de objetividad dadas las posiciones parciales de los participantes, el rechazo a priori de todo procedimiento abona en favor de la violencia del más fuerte. El discurso público, en la medida en que sus reglas sean respetadas, ayudaría a filtrar los sesgos particularistas que resultaran excluyentes de algunos individuos o grupos. La justificada prevención contra la ideología, dominación y explotación de los poderosos, que a menudo se disfrazan con el discurso de los derechos humanos, justicia, seguridad, etcétera, no echa por tierra la pretensión moral de que también, en contra de esos discursos perversos, el diálogo sea el mejor de nuestros recursos.

De hecho, el propio Habermas ha reconocido la función ideológica desempeñada a veces por la idea de derechos humanos, que habría reflejado eventualmente los valores e intereses de la clase o grupo dominante, en demérito de su pretendida universalidad. En su opinión existe una inevitable impregnación ética en toda comunidad jurídica y proceso democrático. Sin embargo, en lugar de sugerir como obvia consecuencia la desaparición de este tipo de derechos, Habermas señala la necesidad de clarificar su contenido y de expurgar todos aquellos supuestos normativos que no sean susceptibles de justificación pública: «Los derechos fundamentales liberales y sociales tienen la forma de normas generales que se dirigen a los ciudadanos en su calidad de ‘seres humanos’ (y no sólo como miembros de un Estado)» (Habermas).

Además, Habermas rechaza como condición del espacio público la preexistencia de un pueblo homogéneo. La noción de patriotismo de la constitución tiene la función de explicitar los elementos de pertenencia a la comunidad política, acotándolos a principios básicos mínimos que hagan posible coordinar las iguales libertades de las personas por mor de la cooperación y la convivencia pacífica. La integración ética de grupos y subculturas con sus propias identidades colectivas debe encontrarse, pues, desvinculada del nivel de integración política, de carácter abstracto, que abarca a todos los ciudadanos en igual medida.

Cercano al liberalismo de Rawls, el modelo de patriotismo constitucional expuesto por Habermas busca lograr una identidad centrada en valores específicamente políticos —nometafísicos—. Dichos valores, verbigracia, la democracia, división de poderes, derechos fundamentales, podrían en principio conseguir la adhesión de individuos que sostengan distintas creencias, imágenes del mundo y valores culturales. Para Rawls apuntalar lo político frente a las tradiciones particulares no implica que dicho dominio sea más importante que los otros. De hecho significa lo contrario: que porque se reconoce y tiene en la más alta estima la pluralidad de intereses, creencias y formas de vida, debe hallarse el modo que haga viable su desarrollo y permanencia.

En cualquier caso nunca será seguro evitar la exclusión o discriminación política. Por esta razón es indispensable que, al diseñar los procedimientos democráticos para la formación de la voluntad y agenda políticas, existan mecanismos garantizados con cierta suficiencia para actualizar permanentemente los principios y valores que configuran el proyecto constitucional. Además de la existencia de reglas e instituciones formales, la sociedad política deberá incentivar la participación de sus miembros, fortalecer los espacios en los que acontece la deliberación pública, y ser muy sensible a un sinnúmero de manifestaciones de las personas y grupos en desventaja expresadas a menudo de modo desarticulado como protesta social.

En este sentido, el tipo de estrategias empleadas por quienes no han logrado filtrar sus intereses y valores a la agenda política, como son la desobediencia civil y la objeción de conciencia, ameritan una atención y protección especial. Porque, como ha reconocido Habermas, con independencia del tema de la controversia, con dichas estrategias se busca defender la conexión retroalimentativa entre procesos formales e informales de constitución de la voluntad política. En sus propios términos: «La justificación de la desobediencia civil se apoya en una comprensión dinámica de la Constitución como un proyecto inacabado».

Se podría afirmar entonces, con Habermas, la importancia de considerar los puntos de vista de quienes sufren exclusión y daño injustificados, antes que otra cosa. Cuando se es consciente de la inercia de las tradiciones o de las lógicas sistémicas de los órdenes societales, resulta imperativo reflexionar acerca de las condiciones que hacen posible las libertades personales. La frustración en el desempeño de dichas libertades en algunos sujetos o grupos hace objetivamente relevantes determinados contextos como prioridades políticas. El proyecto de la Ilustración que Habermas se propone seguir confirma el lugar de la razón práctica, que permite autocomprendernos como agentes responsables aun en el contexto de las sociedades complejas”.

(*) Alejandro Sahuí (Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa-México): “Razonar en público: la filosofía política de Habermas”.

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