Por Hernán Andrés Kruse.-

La legitimación de la represión estatal

En esta parte del diálogo Platón detiene su marcha para centrar su atención en un error que, según él, cometió en su discurso. “(…) Dime: puesto que para nosotros no hay más gobierno bueno que el que hemos visto, ¿no comprendes que los otros no pueden conservarse más que con la condición de tomar las leyes de aquél aprobando lo que se alaba hoy aunque sea poco razonable?” Y agrega: “Que ningún miembro del Estado se atreva a hacer algo que pugne con las leyes y que el que osara sea condenado a muerte después de terribles suplicios. Esta regla es muy justa y muy bella puesta en segundo término, cuando no se tiene en cuenta la primera que acabamos de citar. Expliquemos, pues, de qué manera se establece esta regla que decimos debe poseerse en segundo término (…)”. Platón distingue una regla que los gobiernos inferiores deben necesariamente cumplir para no desaparecer de la faz de la tierra: la apropiación de las leyes rigen el funcionamiento del mejor gobierno, aprobando lo que en la actualidad es considerado legítimo aunque diste de ser razonable. De esta regla se desprende otra regla que no es más que una apología de la represión estatal: que cualquier miembro del Estado cuya conducta atente contra lo estipulado por las leyes debe ser condenado a sufrir torturas y, posteriormente, a la pena de muerte. Esta regla, atroz por cierto, es para Platón justa y bella cuando se ignora la primera regla. Es necesario, por ende, explicar detenidamente el proceso que conduce a la implantación de la regla que legitima la represión del Estado.

La exposición del extranjero

Platón se vale de su clásica comparación entre los jefes y los reyes con el noble piloto y el médico experto y desarrolla a continuación una exposición en boca del Extranjero, que Sócrates el Joven no duda en calificar de absurda. La mayoría está convencida que los médicos son los grandes responsables de los tratamientos que los enfermos están obligados a padecer. Ellos eligen al enfermo para atormentarlo, cortándole o quemándole su cuerpo, y luego reciben a manera de impuesto una suma determinada de dinero, de la que emplean una pequeña parte en beneficio del enfermo. Por último, reciben de los parientes o enemigos del paciente dinero en concepto de salario y no hacen nada por evitar su muerte. Los pilotos actúan con idéntica impunidad. Dejan en pie a los pasajeros en el momento de iniciar la travesía y durante su transcurso cometen todo tipo de fechorías, como arrojar hombres al mar y someter a quienes están en la nave a todo tipo de tormentos. El pueblo, convencido de estas situaciones, decide, luego de deliberar, que ambas partes, la medicina y la navegación, no están en condiciones de ejercer el mando político: que la asamblea se formará sólo con los ricos o con todo el pueblo; que los sectores menos calificados -los ignorantes y los artesanos- tendrán derecho a opinar sobre la medicina y la navegación, y de la manera en que hay que emplear los remedios y los instrumentos de navegación. Finalmente, se procederá a inscribir en tablas o columnas los juicios emitidos por la multitud, al margen de que hayan sido dictados por personas idóneas (marinos y médicos) o por el populacho ignorante, o bien a proclamar que son la quintaesencia de nuestras costumbres y tradiciones. Tales reglas, escritas o consagradas por la costumbre, regirán en el provenir tanto a la navegación como a la medicina.

Cada año, continúa Platón, se elegirán por sorteo, entre los sectores más pudientes o entre el pueblo, los jefes o magistrados que adecuarán su conducta a las normas así instituidas y que tendrán a su cargo la dirección de la navegación y el cuidado de los enfermos. Al término del año los magistrados tendrán la obligación de comparecer ante tribunales que evaluarán su conducta. Cualquiera de sus miembros estará facultado para acusarlos de no haber actuado como correspondía, ya como marino, ya como médico, y serán los propios jueces los encargados de imponer la pena que les correspondería o la multa que estarían obligados a pagar.

Será necesario, a su vez, establecer una ley que consagre la obligación de declarar a quien estudie el arte de la navegación y el de la medicina, independientemente de las leyes, “un extravagante e iluso soñador e inútil sofista”, y no un piloto o un médico. ¿Y qué sucederá después? “Después ocurrirá que el primero a quien se le antoje le acusará de corromper a la juventud persuadiéndola de que debe practicar el arte del piloto y el de la medicina sin hacer caso de las leyes escritas, de dirigir las embarcaciones y cuidar de los enfermos como le plazca, y le citará ante quien de derecho corresponda, o sea, ante un tribunal”. Y si se sospecha que brinda a los jueces y a los ancianos consejos que no se adecuan a la normativa vigente, deberá sufrir los peores suplicios. “Porque”, remarca Platón, “no debe haber nada más sabio que las leyes ni nadie ignorar lo concerniente a la medicina y a la salud, puesto que todo el mundo ha de hacer por conocer las leyes escritas y las costumbres de los antepasados”.

Una sociedad fosilizada y autoritaria

Ahora bien, ¿qué sucedería si las cosas se produjeran realmente de esta forma? ¿Qué sucedería realmente en una sociedad donde nadie se atreviera a ejercer arte alguno al margen de lo establecido por la ley escrita o la tradición, por miedo a ser severamente castigado? La respuesta la brinda Sócrates el Joven: “Lo que sucedería es que se acabarían y desaparecerían de entre nosotros todas artes sin poder renacer por el mero hecho de impedir esta ley toda investigación, y la vida humana, tan dificultosa ya, se haría verdaderamente insoportable bajo un régimen semejante”. Platón pinta el cuadro de una sociedad fosilizada y autoritaria, donde se considera un crimen cualquier atisbo de innovación y cualquier manifestación de rebeldía creadora.

¿Qué sucedería, pregunta Platón, si se exigiera que todas las cosas planteadas precedentemente se cumplieran conforme a las reglas vigentes, y si se encargara a un solo hombre-elegido a través del sufragio o designado al azar-que hiciera cumplir tales normas y si este hombre, por ambición desmedida o por el afán de hacer favores, dedicara todos sus esfuerzos, pese a su ignorancia, a actuar en su contra? Provocaría un mal mucho mayor que el precedente. Cuando se establece un sistema normativo en base a lo consagrado por la costumbre o en función de los hábiles consejeros que saben cómo convencer al pueblo de lo que verdaderamente le conviene hacer, quien comete la osadía de desconocer las reglas comete una severa falta, “perturba y pervierte la práctica mucho más gravemente que pueden hacerlo las reglas escritas”. Los encargados de redactar las reglas y las leyes sólo disponen de una estrategia para garantizar el orden público: impedir que ni un solo hombre ni la multitud las vulnere.

Meras imitaciones

Para Platón las reglas redactadas de la mejor manera posible por los hombres con educación son meras imitaciones de la verdadera naturaleza de las cosas. Ahora bien, ese hombre instruido -el verdadero político- está convencido que si en un momento decide aplicar una disposición que le parece mejor que la que está en vigencia, de ninguna manera atenta contra el arte de la política. También puede suceder que un ciudadano común o una multitud de hombres comunes decidan reemplazar las leyes vigentes por otras leyes que consideran mejores. En este caso, actuarán-si ponen todo su empeño-como lo hubiera hecho el verdadero político. En otros términos: harán una buena imitación de lo bueno y lo verdadero. Pero si ese hombre cualquiera y esa multitud de hombres comunes son ignorantes, la imitación que resulte de lo bueno y lo verdadero será mala. Las genuinas reformas legales son llevadas a cabo por los verdaderos políticos; las buenas imitaciones, por los ciudadanos comunes inteligentes; y las malas imitaciones, por los ciudadanos comunes ignorantes. “Pero si son gente inteligente, lo que hagan no será una simple imitación, sino la verdad misma”. Sin embargo, todo el mundo sabe que la multitud es incapaz de poseer arte alguno. Si efectivamente existe un arte real-el arte de la política-, ni la masa, ni los ricos y ni el pueblo en su conjunto, jamás lo podrán ejercer con idoneidad. En consecuencia, aquellos gobiernos que pretenden imitar al gobierno verdadero-“el de uno solo inspirándose en su arte”-deben extremar todos los recaudos posibles para, luego de establecido el sistema normativo, no violentar lo estipulado por las leyes escritas y las tradiciones.

Platón retoma el tema de las formas de gobierno

El gobierno de los ricos que imita al verdadero gobierno recibe el nombre de “aristocracia”, mientras que el mismo gobierno que no hace más que burlarse de las leyes se denomina “oligarquía”. Platón se vale de la legitimidad de ejercicio (*) para efectuar la distinción entre aristocracia y oligarquía. Cuando el poder es ejercido por uno solo en base al respeto a las leyes, ejecutando una fiel imitación del gobernante que posee la ciencia política, emerge el reinado. Platón denomina “rey” al gobernante que ejerce el poder legítimamente, independientemente de si gobierna en función de la ciencia política o en función de la opinión formulada en las leyes. ¿Qué sucede si se encuentra al gobernante que ejerce el poder en función de la ciencia política? Responde Platón: “Si por lo tanto se encuentra uno solo que posea verdaderamente la ciencia política y que gobierne, le daremos este mismo nombre de rey y ningún otro; refiriéndonos a él, los nombres de los cinco gobiernos no serán más que uno”. Pero si ese gobernante ejerce el poder violando permanentemente los derechos humanos y aparentando ser un rey, merece ser considerado un tirano.

Platón destaca, entonces, la existencia del tirano, del rey, de la oligarquía, de la aristocracia y de la democracia. Y menciona a continuación que esta clasificación de los gobiernos se debe a que los hombres lejos están de aceptar ser gobernados por un solo hombre. En efecto, están convencidos que jamás lograrán encontrar al hombre digno de ejercer semejante función, al hombre capaz de reunir en su persona la voluntad y la capacidad de ejercer el poder dignamente, al gobernante virtuoso capaz de distribuir a cada miembro de la sociedad lo que verdaderamente le corresponde; “parece que un hombre solo puede maltratarnos, matarnos o perjudicarnos más fácilmente que varios. Si en efecto se encontrara un monarca tal como lo hemos descrito, se le amaría y se disfrutaría viviendo bajo tan excelente forma de gobierno, la sola que aprueba la razón”.

Los hombres redactan las leyes debido a la imposibilidad de ser gobernados por un rey superior a los demás en el arte de gobernar. “Pero hoy día, como en las ciudades no se ve aparecer, como ocurre en los enjambres de abejas, un rey tal como lo hemos descrito, que supere a todos por las cualidades del cuerpo y del alma, no cabe más recurso que reunirse en consejo para redactar las leyes siguiendo el ejemplo de un verdadero gobierno”. Platón remarca, con pleno convencimiento, que no puede causar sorpresa alguna los males que aquejan a aquellos gobernantes que se empecinan en ejercer el poder desconociendo a la ciencia política, mandando en función exclusiva de lo estipulado por las leyes escritas y las costumbres. Es increíble que a nivel gubernamental actúen de una forma que en los restantes aspectos de su vida los llevaría a la ruina. Sin embargo, no todos los estados han sucumbido a raíz de este accionar de sus gobernantes. En efecto, desde hace muchísimo tiempo que los estados están sometidos a estos males y hay algunos que han sabido mantenerse a flote. Otros, lamentablemente, no lograron sobrevivir. El conocimiento de la ciencia política salvó a aquéllos y sentenció a éstos.

Pregunta del extranjero

En esta parte del diálogo, El Extranjero se pregunta cuál es el gobierno que los hombres soportan mejor y cuál gobierno les resulta más intolerable. “Pues bien”, continúa su razonamiento, “¿reconoces que de las tres formas de gobierno es la más difícil al mismo tiempo la más fácil”. Azorado y perplejo, Sócrates el Joven le ruega al Extranjero que le explique lo que acaba de manifestar. “Que sólo la monarquía, el gobierno del pequeño número y el de la multitud, son los tres gobiernos de los que nos hemos ocupado al principio de este discurso”. Inmediatamente, el Extranjero le propone a Sócrates el Joven dividir cada forma de gobierno en dos, de manera de obtener seis formas de gobierno y poner en un lugar de privilegio al séptimo y genuino gobierno. Vale decir que en “El Político”, Platón afirma la existencia de siete formas de gobierno, mientras que en “La República” destacaba cinco formas de gobierno.

De la monarquía nacen la realeza y la tiranía; del gobierno de una minoría, la aristocracia y la oligarquía; y de la democracia nacen la democracia sujeta al imperio de la ley y la democracia autoritaria. Platón hace la división en función de la observancia o no de las leyes, y concluye que la monarquía es la mejor forma de las seis formas de gobierno estipuladas; pero ante la carencia de leyes, la más difícil de tolerar. Playón no ahorra energía para criticar al gobierno de la multitud: “En cuanto al de la multitud, todo en él es débil; no es capaz de nada bueno ni de un gran mal comparativamente a los otros, porque el poder está dividido en mil partes entre mil individuos”. La democracia es para Platón sinónimo de mediocridad o, como dijo siglos más tarde José Ingenieros, de “mediocracia”. La democracia es un régimen político gris, incapaz de las grandes hazañas y de las grandes tragedias. Ello explica por qué la democracia se transforma en el peor gobierno cuando impera la ley y en el mejor gobierno cuando reina la anarquía. Quien desee vivir en el desenfreno, encontrará en la democracia el régimen político que mejor lo garantiza. Pero la democracia se transforma en una pesadilla cuando reinan las leyes. Platón le tenía terror a la tiranía de la mayoría. En definitiva, para Platón la monarquía es, dejando de lado al verdadero gobierno, el mejor gobierno que los hombres pueden tener.

Finalmente, Platón remarca la necesidad de distinguir entre el verdadero gobernante, el político que posee la ciencia política, del resto de los políticos que participan en los diversos gobiernos, para quienes no ahorra adjetivos descalificadores: “(…) facciosos, jefes de varios simulacros, simulacros ellos mismos, los mayores imitadores y magos y los sofistas de los sofistas (…) Para nosotros, resulta esto verdaderamente como un drama en el que se ve, como hemos dicho, algo como un coro de centauros o de sátiros que hay que distinguir de la ciencia política y que por fin hemos felizmente conseguido separar”.

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