Por Claudio Valdez.-
La Argentina del siglo XXI sigue caracterizada por la protesta. Los actuales gobernantes la exteriorizan contra anteriores gobiernos, contra Estados extranjeros, contra las jerarquías de la Iglesia Católica, contra políticos, contra periodistas y contra toda entidad que critique el proyecto oficialista en ejecución.
Los dirigentes de dispares organizaciones también se expresan mediante manifestaciones masivas en ruidosas protestas, convencidos de que “los procedimientos de activismo y barricada” son imprescindibles para lograr la atención de un Estado en que sus integrantes predominan como “irrespetuosos y contrapopulares”.
El Estado se convierte así en facilitador de contracultura, desde que los opositores en presunta defensa de derechos populares encuentran excusa para encendidas protestas: no debería omitirse que “sin orden no hay justicia posible”, como que “orden sin justicia es solo la fuerza”.
La experiencia histórica demuestra que la mayoría de los denominados luchadores sociales no aportan a la justicia ni a la libertad; más bien coartan libertades, instalando violencia y padecimientos, oprimiendo al propio pueblo que declaman defender. Sus acciones suelen producir lágrimas y mayor miseria.
La producción de protesta social es estrategia del actual “progresismo” (comunismo internacional) que pretende así lograr la desarticulación de las naciones y demoler el “estado de derecho” vigente, para luego establecer un nuevo régimen ajustado a la voz de orden del internacionalismo colectivista. La protesta social es estimulada como recurso político para aparentar voluntad plebiscitaria y consiste en exteriorizaciones de fuerza, planificadas para legitimar oposición a cuestionables decisiones de gobierno.
Lo cierto es que los pueblos evolucionados no deben necesitar movilizarse para protestar por mejores condiciones de vida. Los “aprendices de estadistas gobernantes” deberían saber interpretar desde las necesidades insatisfechas la consecuente situación del país: la pobreza y la indigencia, las violaciones a los derechos personales y de propiedad son indicadores incuestionables de miseria e inseguridad. Miseria material y moral que la pujanza de nuestra nación no justifica por la extensión y riqueza de sus territorios, además de la manifiesta vocación de paz, prosperidad y felicidad de sus habitantes honestos.
Gobernantes y dirigentes deben entender que las más legítimas protestas no son las de “ciertas movilizaciones de masa”, sino determinados tipos de hechos sociales que constituyen en sí frustraciones comunitarias; tales como emigración, solicitudes de doble nacionalidad, evasión impositiva, abandono escolar, delitos, toxicomanías, desprotección laboral, desempleo encubierto, huelgas, reclamos de servidores públicos, demandas de sectores pasivos, quejas de operadores económicos y quiebras empresarias, que sin necesidad de ningún otro indicador señalan la urgencia de intervención de la autoridad estatal.
Las protestas masivas, siempre originadas por demandas legítimas, casi nunca logran que los cambios requeridos sean a favor del bien común. Resultan, más bien, una pervertida táctica aprovechable por cualquier parásito social, que todo responsable ciudadano debe en lo posible desechar: la nación solo se sostiene con trabajo fecundo y respeto ciudadano.
La protesta es recurso de quienes están impedidos de hacer, en tanto que el gobierno debe hacer cumpliendo el proyecto político vigente en el “Preámbulo Constitucional” formulado por los representantes del pueblo de la Nación Argentina. La definitiva legitimidad de cualquier gobierno depende exclusivamente de esta capacidad.
02/08/2025 a las 3:30 PM
Sr.Vadez
Una nota para guardarla en la mesita de luz y volver a leer cada noche.
Verdades de una contundencia inapelable.
De esas que debieran tomar nota los que hartos de la regalería, hoy se quejan que no está más; y de parte del gobierno que olvidan, en efecto, que hay una CN que respetar.
Unos y otros en falta. Comprenderán, un día?.