Por José Luis Milia.-

En la Argentina de hoy, la justicia no se imparte: se improvisa según el humor ideológico del día, como si fuera un “reality” de televisión. El caso del coronel Jorge Daniel Carnero Sabol es una muestra grotesca de cómo el aparato judicial se ha convertido en una maquinaria de castigo ideológico. Condenado por una acción de guerra en la que murieron 15 terroristas -sí, terroristas, no “jóvenes idealistas”- Carnero Sabol solicitó la libertad condicional tras cumplir las dos terceras partes de su condena. Pero claro, eso sería aplicar la ley, y en esta Argentina, la ley es apenas un decorado.

Fabián Gustavo Cardozo, recién desembarcado como juez subrogante del Tribunal Federal de Resistencia el 6 de septiembre de 2025, tardó exactamente cinco días en alinearse con la narrativa oficial. Cinco días. Ni una semana necesitó para dictar un fallo que parece redactado por un comité de militantes con título de psicólogo. ¿Imparcialidad? ¿Estudio del expediente? ¿Análisis jurídico? No, lo suyo fue más bien una adhesión automática al dogma.

Cardozo venía de Posadas, Misiones, donde ganó su cargo por concurso en 2022. Salió primero. Brillante. Aunque, claro, también Roland Freisler tenía fama de estudioso y eficiente cuando fue designado en el Tribunal del Pueblo Alemán entre 1941 y 1945. El problema no es la inteligencia y la entrega al trabajo, sino el uso que se les da.

Y aquí viene el detalle que todos los jueces militantes prefieren ignorar: los juicios de lesa humanidad iniciados desde 2003 violan flagrantemente el artículo 18 de la Constitución Nacional. Ese artículo, que parece haber sido borrado del Código de Ética Judicial, establece que “nadie puede ser penado sin un juicio previo, basado en una ley que ya existiera antes del hecho que se juzga”, y que “se prohíbe ser juzgado por comisiones especiales o jueces designados después del hecho”. ¿Irretroactividad de la ley penal? ¿Principio de legalidad? ¿Juez natural? Todo eso quedó sepultado bajo toneladas de relato.

Pero claro, cuando el acusado es un militar, esos principios constitucionales se convierten en papel higiénico. La ley se aplica según el color ideológico del expediente. Y si hay que torcer la Constitución para que encaje, se hace sin pudor.

El fallo por el que se le negó la libertad condicional al coronel Carnero Sabol, se basó en una entrevista del Equipo Interdisciplinario de Ejecución Penal, que concluyó que el coronel “no se consideró responsable de los hechos por los que se le condenó” y “carecía de resonancia afectiva”. ¿Qué significa eso? ¿Que no se quebró en llanto frente a los evaluadores? ¿Que no pidió perdón con la entonación correcta? ¿Desde cuándo la justicia exige arrepentimiento emocional como requisito para aplicar la ley?

También se le reprocha no haber adoptado una “actitud crítica” respecto a los hechos. ¿Qué debía criticar? ¿Haber cumplido con su deber militar en un contexto de guerra reconocido por el propio juicio a las Juntas Militares? ¿No haber simpatizado con quienes lo atacaban? Pero claro, en esta justicia de boutique, el contexto histórico es un estorbo si no encaja con el relato.

Como si todo lo anterior no bastara, el juez se apoyó, también, en las declaraciones de las víctimas, quienes manifestaron “animadversión” ante la posible liberación. Es decir, si las víctimas odian -lo cual desde el punto de vista humano tiene su lógica- el odio se convierte en ley. ¿Desde cuándo el resentimiento eterno es criterio jurídico? ¿Vamos a consultar a cada víctima antes de aplicar el Código Penal? ¿O sólo cuando el acusado no pertenece al club ideológico correcto?

El fallo fue respaldado por los fiscales Diego Jesús Vigay y Horacio Francisco Rodríguez, simpatizantes de la agrupación “Justicia Legítima”, nombre que suena más a secta que a principio jurídico. Ellos aseguran que Carnero Sabol “no asume ninguna responsabilidad” y que “demuestra una incapacidad absoluta para respetar y comprender la ley”. ¿Y cómo lo saben? ¿Le hicieron un test de empatía? ¿Un examen de conciencia? ¿O simplemente no les gustó su cara?

Al negar la posibilidad de rehabilitación, los fiscales abandonan su rol legal y se convierten en ejecutores morales. No juzgan: sentencian. No aplican la ley: la reinterpretan según sus convicciones. Y si pueden hacerlo con tono de superioridad moral, mejor.

Esto que viene sucediendo desde 2003 no es justicia. Este caso no es una excepción. Es el reflejo de una justicia que ha perdido el rumbo, que confunde venganza con legalidad, que exige arrepentimiento y delación como moneda de cambio y que convierte a jueces y fiscales en guardianes del relato. Una justicia que no busca reparar, sino castigar eternamente. Y que, por supuesto, se reserva el derecho de admisión a la ley según el color ideológico del acusado.

Hoy, en Argentina, la toga es un disfraz y la Constitución Nacional un panfleto opcional.

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