Por Italo Pallotti.-

En esta Argentina nuestra, tan de cimientos flojos en cuanto al civismo demostrado en múltiples ocasiones, tiene la particularidad que los partidos, que supuestamente deben albergar a la dirigencia política en una actitud camaleónica cambian de color, nombre o escudo como si fuera un juego de mal gusto que se practica con el solo objetivo de alternar el tono de los discursos, sus contenidos; pero por sobre todo la temática aggiornada a los tiempos que le permitan sobrevivir a como de lugar. Las viejas bases, que alguna vez sirvieron para concentrar discursos y proyectos de alguna valía, hoy se hallan dispersas en una catarata de improvisaciones, tratando de sobrevivir en una corriente doctrinaria que más parece un echar por tierra conceptos verdaderos, en otras épocas, que un compendio de contenidos que den certezas y credibilidad a las nuevas teorías y verdades para ser proyectadas con altura en el debate.

Estar atentos a los que se produce en el Congreso de la Nación, sobre todo en la Cámara de Diputados, en asuntos que son de gravitación para la marcha del país, producen una extraña sensación de vacuidad que de verdad entristece. Una pequeñez de lenguaje, una endeble construcción de vocabulario; pero por sobre todo una carencia en la ilación de propuestas en lo discursivo que produce desazón de solo pensar lo inútil de las mismas. Todo en una inconsistencia burda y por momentos chabacana. Ni hablar de las acostumbradas conductas reprochables, vergonzantes (por ser suave) de diputadas como Lemoine y Pagano, o las participaciones, onda showman, del diputado Leiva. Todo de pésimo gusto, como una afrenta a quienes depositaron un voto por ellos. A veces los mismos jefes de bancada, que se supone deben traer consigo el pensamiento y la coherencia en el mensaje de sus compañeros, dejan la sensación de una falta de solidez qué, es de imaginar, descoloca a sus pares, y más aún aquellos que siguen el debate esperando que se lo haga con la altura suficiente para convencer a propios y extraños; más aún a estos últimos que siempre aguardan, en el resumen de la perorata, un atisbo de esperanza sobre los planes que se proponen. El sonar fastidioso de la campanita, llamando al redondeo, se transforma en una tortura; como si la posibilidad de sintetizar el palabrerío chocara con el texto escrito y, a veces mal leído, embarullara más el contexto. Algunos, supuestamente más lúcidos, hacen gala de una verborragia y de subido tono, como si con esto, aparte del aplauso, diera mayor firmeza al contenido de la prédica.

Dicho eso, la materialización del discurso de unos y otros nos eleva la sensación que se está hablando de dos países, de una ambivalencia de conceptos y extrañas propuestas que se pierden en la lejanía de lo que realmente se quiere exponer. Todo chato. Casi de culebrón, donde las supuestas verdades de unos, se contradicen con las del otro, dejando la impronta qué, llevadas a la realidad no serán más que dos posiciones rayanas con la mentira. El maltrato, la prepotencia del lenguaje con el que se dirigen al adversario desenmascara, finalmente, las verdaderas intenciones de lo que se quiere decir. Una sublimación en el contenido para tratar de sostener, a veces, lo incomodo de lo tratado en el ámbito parlamentario. Todo enmarcado en una grosera competencia de pasarse facturas por viejas antinomias. De antiguas reyertas. Donde todo conduce a nada. Porque el espectador de esos variopintos enredos verbales, a cuál más sorprendentes, nos llevan a lo expresado en el título, como que muchos de los legisladores cuentan en su haber con una “Fragilidad de memoria” que los deja presos tantas veces de esos archivos feroces esperándolos a la vuelta de la esquina. Como algún candidato qué, al parecer algo amnésico, nos quiere vender que el régimen de Venezuela es apenas un poco flojo de papeles. Y si de otros desmemoriados hablamos que lo diga el Diputado Espert, cuyo destino político parece derrumbarse inexorablemente. ¿Servirá de algo? Tengo derecho a dudar.

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