Por Pascual Albanese.-
El gobierno de Javier Milei inicia su “segundo tiempo”. El fortalecimiento político surgido de los resultados electorales del 26 de octubre le permite encarar los desafíos de una nueva etapa, fundada en el éxito obtenido hasta ahora en la lucha contra la inflación y centrada en la consolidación de la estabilidad monetaria y la reclamada puesta en marcha de un proceso de desarrollo económico sustentable.
Pero este “segundo tiempo” requiere un cambio cualitativo en relación con el anterior: sólo será posible avanzar sen la medida en pueden articularse los consensos políticos y sociales necesarios para la garantizar la aprobación parlamentaria de la ley de presupuesto para el ejercicio 2026 y, luego, del paquete de leyes que permitan la consecución de los objetivos declamados.
En los últimos dos meses, el índice de confianza en el gobierno elaborado por la Universidad Torcuato Di Tella, estudio que se realiza mensualmente desde 2001, tuvo un repunte altamente significativo, después de una fuerte caída experimentada en los meses anteriores. En noviembre esa confianza subió un 17,5% sobre la cifra de octubre, que a su vez había aumentado en octubre un 8,1% sobre septiembre. Esto implica que en el último bimestre aumentó más de un 25%.
Podría decirse que en la opción entre “Milei o la nada”, fundada en el agotamiento del “kirchnerismo” y la fragmentación de la oposición, el sano instinto de supervivencia prevalece sobre el nivel de disconformidad. En ese escenario, en que la esperanza colectiva convive con un cierto grado de resignación, anidan las expectativas favorables que acompañan la apertura del diálogo entre el gobierno y el conjunto de las fuerzas políticas y sociales, que coincide con las recomendaciones del gobierno de Estados Unidos y el FMI sobre la necesidad de avanzar en la construcción de consensos básicos que garanticen la sustentabilidad en el tiempo de las reformas económicas imprescindibles para superar el estancamiento estructural que padece la Argentina en las últimas décadas.
Lo más trascendente de esta negociación en marcha, impuesta más por el imperio de las circunstancias que por la voluntad de sus actores, es que su desarrollo coloca encima de la mesa las oportunidades y limitaciones que presenta el campo de lo posible en el actual contexto nacional y mundial. Pocas veces tuvo tanta vigencia aquel apotegma de que “la única verdad es la realidad”. El “bilardismo” proclamado por Milei supone la obligación de flexibilizar posiciones para priorizar resultados.
Por aquella definición de Perón de que “la política puramente nacional una cosa casi de provincias. Lo único que verdaderamente importante es la política internacional, que juega por adentro y por fuera de los países”, el punto de partida de ese obligado entendimiento con la realidad es una adecuada comprensión del posicionamiento de la Argentina en un contexto mundial signado por el liderazgo militar y tecnológico de Estados Unidos en una economía global cada vez más integrada e interdependiente. En ese marco corresponde atender a dos cuestiones fundamentales: la atracción de inversiones y el incremento de las exportaciones.
En ese sentido, la primera constatación es que la actual tasa de inversión de la Argentina es incompatible con cualquier perspectiva de crecimiento económico de mediano y largo plazo. Como consecuencia, la prioridad estratégica de todo programa económico realista es la necesidad de inducir un drástico aumento de la inversión productiva.
Ese objetivo exige la restauración de la confianza interna y externa, golpeada por antecedentes históricos que no sólo retraen las inversiones extranjeras, sino que hace que los argentinos tengamos ahorrados fuera de nuestro sistema financiero, en modalidades muy disímiles, sea en depósitos bancarios, propiedades en el exterior o en el famoso “colchón”, más de 400.000 millones de dólares, una cifra mucho más que suficiente para un despegue económico de envergadura.
Como señala el economista Roger Kaufman, “lo que no se mide no se conoce”. Aunque resulten menos impactantes, las estadísticas suelen ser más ilustrativas que los ejemplos puntuales. La inversión extranjera directa radicada en la Argentina asciende hoy a 175.000 millones de dólares, o sea menos de la mitad del volumen de la cifra que los argentinos conservamos fuera del sistema financiero local. Esa cifra equivale al 14% del producto bruto interno. Para entender cabalmente el significado de ese número conviene precisar que hace veinticinco años, al terminar la década del 90, ese porcentaje era del 29% o sea que se redujo a la mitad en lo que va de este siglo.
A modo comparativo cabe mencionar que en Brasil el stock de inversión extranjera directa asciende a 900.000 millones de dólares, en México a 720.000, en Colombia y Chile a 220.000. En términos proporcionales, esa cifra equivale en Chile al 81% del producto bruto interno, en Colombia al 64% en Colombia al 49% en México, al 44% en Perú y Uruguay y al 41% en Brasil, que es una de las economías más aislada de la región. El promedio latinoamericano es del 40%.
Si bien es cierto que la sanción del Régimen de Incentivo al as Grandes Inversiones (RIGI) originó importantes anuncios de radicación de capitales para los próximos años, también vale agregar que en los veinticuatro meses no hubo un flujo significativo de inversión extranjera directa. Muy por el contrario, hubo un proceso de “argentinización”, derivado de que muchas compañías multinacionales transfirieron sus filiales locales a empresarios argentinos.
Este abrupto descenso de la participación de la Argentina en el mercado mundial de capitales está correlacionado una correlativa disminución de su participación en el comercio global. Esa reducción es la raíz estructural de la falta de divisas que provocó las periódicas crisis de estrangulamiento en la balanza de pagos, causantes del estallido hiperinflacionario de 1989 y la debacle económica de diciembre de 2001.
En la actual coyuntura, la baja participación de las exportaciones en el conjunto de la economía constituye el mayor obstáculo a la imprescindible acumulación de reservas monetarias en el Banco Central, que actualmente son negativas por 16.000 millones de dólares, una cifra aún superior a la de diciembre del último mes del gobierno de Alberto Fernández y que impide la total eliminación del cepo cambiario, otro serio condicionante que traba la inversión productiva.
Esta diferencia de 9.000 millones de dólares entre el actual nivel de reservas y la meta comprometida con el FMI es la principal causa de las dificultades para lograr una reducción del riesgo país al mínimo necesario para que la Argentina retorne al mercado de crédito internacional. Esa falencia explica las dificultades surgidas en la negociación para conseguir un préstamo especial de 20.000 millones de dólares de un consorcio de bancos estadounidenses liderado por JP Morgan.
Es cierto que en 2024 la Argentina exportó por valor de 97.000 millones de dólares y obtuvo un superávit comercial de 13.500 millones de dólares. En comparación con el comienzo de este siglo XXI esta cifra representó un aumento del 210%. Pero en ese mismo período las exportaciones de Perú crecieron un 851%, de Brasil un 488%, de Chile un 372% y de Colombia un 320%. El promedio latinoamericano creció un 295%. Para medir esa performance en perspectiva, conviene mencionar que en 1983 la Argentina ocupaba el 38° lugar en el ranking mundial de países exportadores y que en la actualidad cayó al 50° puesto.
Las exportaciones argentinas ascienden al 15% del producto bruto interno, una cifra internacionalmente muy baja. En Paraguay equivalen al 37%, en México el 36,4%, en Chile el 33,6%, en Uruguay el 23%. En el promedio latinoamericano las exportaciones equivalen al 25% del producto regional. En un plano más amplio, la participación argentina en las exportaciones globales es del 0,3% contra un 0,5% del año 2.000 y un 1,75% que llegó a alcanzar a mediados del siglo XX. Brasil, con una economía de mucho mayor tamaño, tiene una participación similar a la Argentina y esa semejanza más que un laurel indica el grado de aislamiento económico del MERCOSUR.
En este enfoque comparativo corresponde incorporar también como un factor relevante el crédito privado, que constituye un motor de la inversión productiva y del consumo popular. En los últimos dos años el volumen del crédito privado ascendió desde el 5,2% hasta el 12% del producto bruto interno, un aumento importante que lo coloca en el mínimo porcentaje alcanzado en 2023.
Pero para dimensionar la gravitación de esas cifras en la vida económica de cada país, en la que funciona también como un auténtico termómetro de previsibilidad, es necesario consignar que en Chile la participación del crédito privado en el producto bruto interno es del 103%, en Brasil del 76%, en Paraguay del 57%, en Ecuador del 56%, en Colombia del 40% y en Uruguay del 31%.
En la década del 90 la Argentina había alcanzado en este terreno un porcentaje del 24%, o sea el doble del actual. Un informe de la consultora “1816” recalca que esa festejada cifra del 12% “debería duplicarse a partir de los niveles actuales para volver adonde estábamos hace poco más de 25 años”. Antes de esa década, y también después, los bancos centraron sus ganancias en la financiación del déficit presupuestario, cuya supresión los obliga hoy a encarar un profundo replanteo.
Aunque haya sido reconocido por sus beneficiarios, el desequilibrio fiscal fue durante muchos años el mayor y más floreciente negocio de la llamada “Patria Financiera”, así como ocurría también con las empresas de la “Patria Contratista”, que lucraban con los sobreprecios en los contratos con el Estado, puestos hoy en evidencia en el publicitado trámite de la “Causa Cuadernos”.
Este conjunto de índices (tasa de ahorro interno, inversión extranjera directa y nivel de exportaciones) son factores estructurales que permiten medir con mayor precisión el grado de competitividad internacional de una economía y sus posibilidades reales de inserción en un escenario global donde el aislamiento externo es sinónimo de atraso productivo. Según los estudios de la Fundación Mediterránea, el actual nivel de productividad de la economía argentina de hoy es de similar al de 2006.
Pero la cuestión de la competitividad internacional de la economía, que es el punto central del actual debate político en la Argentina, requiere una precisión. En un mundo económicamente cada vez más integrado, la competencia no se libra solamente entre las empresas. Compiten también, y principalmente los países, es decir sistemas integrales de organización y de decisión.
En esa competencia sistémica entre estados juega un lugar decisivo la calidad de los bienes públicos, desde la salud pública y la educación de la fuerza de trabajo hasta la eficacia del sistema judicial, pasando por la infraestructura de transportes y comunicaciones, y que actualmente tiende a extenderse también al despliegue de la inteligencia artificial, que es la llave del futuro.
Este es el trasfondo de las negociaciones iniciadas entre el Poder Ejecutivo con la activa participación del nuevo Ministro del Interior, Diego Santilli, cuya reconocida ductilidad hace honor a una cultura política forjada en el peronismo, y los gobernadores, los diversos bloques parlamentarios de la oposición, las centrales empresarias y la CGT sobre la apertura de la economía, la modernización de la legislación laboral, la reforma del sistema tributario, la privatización de empresas estatales y la futura modificación del régimen previsional.
Pero estos temas indispensables de negociación son parte de una agenda más amplia, que necesariamente incluye cuestiones como el desarrollo de la infraestructura en materia de transportes y comunicaciones, erigido en el principal reclamo de todas las provincias, más allá de la filiación partidaria de sus gobernantes.
Ese requerimiento responde a la necesidad de aprovechamiento integral de las nuevas inversiones en energía y minería, que coinciden con el imperativo estratégico insoslayable de promover una reindustrialización internacionalmente competitiva que abra camino a una reformulación de la geografía económica de la Argentina que en el mediano y largo plazo permita brindar una respuesta efectiva a la crisis planteada por la pérdida de competitividad del gigantesco conglomerado de pequeñas y medianas empresas industriales asentadas en el conurbano bonaerense, epicentro del drama de la pobreza estructural.
Obvio resulta subrayar que la productividad de las empresas tiene dos condicionamientos básicos. El primero es “puertas adentro”, donde la responsabilidad recae enteramente sobre la gestión empresarial. El segundo es “puertas afuera”, donde tiene un impacto cualitativo el escenario en que se desarrollan las actividades productivas, que depende precisamente de la reducción del “costo argentino”, que reside en la infraestructura de servicios, concebida en su sentido más amplio, y en el contexto institucional.
En este contexto institucional están anclados dos conflictos de intereses que entran en juego a partir del acuerdo comercial con Estados Unidos. Ambos están vinculados con la cuestión de la propiedad intelectual, cuya relevancia económica aumentó exponencialmente en esta nueva era histórica signada por el advenimiento de la sociedad del conocimiento.
El primero de esos dos conflictos, planteado en la industria farmacéutica, gira alrededor de las patentes medicinales, tiene como antagonistas a los laboratorios nacionales y sus competidores extranjeros y reside en las normas que regulan la comercialización de medicamentos, con su impacto en un rubro social y políticamente tan sensible como es el precio de los remedios.
El segundo conflicto, que tiene mayor volumen político, es la discusión sobre las patentes de semillas, donde el sector agropecuario sostiene, con razón, que el mayor costo derivado del pago de royalties tendría que compensarse con la eliminación de las retenciones a las exportaciones, que representan un cepo fiscal que atenta contra la competitividad de la actividad productiva que proporciona el mayor volumen de divisas que recibe anualmente la Argentina.
En esa tarea para “nivelar la cancha” en términos de competitividad internacional, planteada como una exigencia de los sectores industriales nucleados en la UIA, resulta imposible eludir la responsabilidad indelegable del Estado, cuyas obligaciones constitucionales están por encima de las discusiones ideológicas sobre la delimitación de sus funciones específicas.
Sólo una respuesta eficaz a esta necesidad estratégica tornará viable el gigantesco salto exportador indispensable para superar la crisis y colocar nuevamente a la Argentina a la altura de los tiempos. En esa respuesta cumple un rol decisivo el reposicionamiento internacional de la Argentina.
El alineamiento con Estados Unidos en materia de defensa, seguridad, lucha contra el narcotráfico y afirmación de los derechos humanos tiene que articularse con la necesaria intensificación de las relaciones económicas con China y el fortalecimiento del indispensable vínculo estratégico con Brasil, que exige una reformulación integral del MERCOSUR, orientada hacia una apertura internacional, cuyo primer paso es la inminente firma del largamente demorado tratado de libre comercio con la Unión Europea.
La estrecha correlación entre la política exterior y la política de defensa permite calibrar el valor simbólico de la designación como Ministro de Defensa del teniente general Carlos Presti, primera vez que un jefe militar en actividad ocupa un cargo en el gabinete nacional desde la restauración de la democracia en 1983. La última vez que ocurrió algo semejante fue en 1975, cuando la presidente Isabel Perón designó Ministro del Interior al coronel Vicente Damasco, nombramiento generó un amotinamiento que motivó su renuncia y encumbró como Comandante General del Ejército al entonces general de brigada Jorge Rafael Videla, quien meses más tarde encabezó el derrocamiento del gobierno constitucional.
Solamente Oscar Aguad, ex Ministro de Defensa de Mauricio Macri, Agustín Rossi, que ocupó ese cargo con Alberto Fernández, y dirigentes de organizaciones de defensa de los derechos humanos salieron a criticar el nombramiento. Pero el hecho de que los tenientes generales Martín Balza, que desempeñó la jefatura del Ejército entre 1991 y 1999 durante la presidencia de Carlos Menem, César Melani, que ocupó ese cargo entre 2013 y 2015 durante el mandato de Cristina Kirchner, y Juan Martín Paleo, que lo hizo entre 2024 durante la gestión de Fernández, hayan coincidido en reconocer la legalidad de esa designación, recibida por la mayoría de la oficialidad como un gesto de reconocimiento histórico, supone también la irrupción de un consenso implícito sobre una decisión política que simboliza la plena integración de las Fuerzas Armadas en el sistema institucional de la República.
Paralelamente, la totalidad de los gobernadores empezaron a asumir un inédito protagonismo. La total orfandad del gobierno nacional en materia de control territorial, la inédita circunstancia de que ningún gobernador reconozca hoy una referencia partidaria nacional y la crisis de conducción que atraviesa el peronismo y obstaculiza la existencia de una oposición organizada provocan que el centro de la negociación política pase por el diálogo entre el Poder Ejecutivo Nacional y las provincias.
Simultáneamente, el sindicalismo peronista, forzado por las circunstancias a una negociación con el gobierno y las entidades empresarias para acordar las modalidades de la reforma laboral en ciernes, reivindica su autonomía política dentro del peronismo y encara un novedoso proceso de renovación interna. El hecho de que una de las primeras iniciativas de la flamante conducción de la CGT haya sido la convocatoria a una jornada de debate sobre “La inteligencia artificial el mundo del trabajo” revela la existencia de una clara conciencia de la necesidad de formular nuevas respuestas a los desafíos sociales que plantea el cambio de época.
La Argentina atraviesa un punto de inflexión histórica. En abril de 1955, cinco meses antes de su caída, Perón convocó al Congreso Nacional de la Productividad, con el objetivo de generar los acuerdos necesarios entre los actores productivos para iniciar una nueva etapa de su política económica, una vez agotada la fase inicial, centrada en la ampliación del consumo interno y la mejor distribución del ingreso. Su derrocamiento no permitió conocer los resultados del intento. 70 años después, tras haber vuelto a tocar fondo, las circunstancias colocan a la Argentina, y especialmente también al propio peronismo, frente a un desafío de similar envergadura que, quiérase o no, habrá de determinar la agenda pública de este año 2026, que está a punto comenzar.
Hay una feliz paradoja que juega a favor. El retraso experimentado en los últimos veinte años muestra a la vez una gigantesca potencialidad dormida. Una estrategia políticamente sustentable en el tiempo que promueva la corriente de inversiones necesarias para el aprovechamiento integral de las posibilidades reales que ofrece la Argentina puede permitir un despliegue productivo capaz de volver a colocarnos a la altura de los tiempos.
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