Por Claudio Valdez.-

Allá por el año 1969, un profesor universitario con ironía señalaba: “En La Argentina se alternaron dos formas de gobierno; la dicta-joda y la demo-joda”. Pocos años después, ya en la década de los setenta, un gerente argentino de una empresa multinacional me aconsejaba: “Pibe, si yo tuviera tu edad me iba del país; esto no tiene solución”.

Tenían razón, “la joda” fue y es verdad, también la falta de solución. Pueblo y gobiernos transitaron derroteros hacia la nada: nada creíble, nada provechoso, nada sostenible, nada seguro, nada aportando a la unión nacional; más bien todo lo realizado estuvo orientado consciente o inconscientemente a la desintegración y precedido por la urgencia del oportunismo.

Se desintegraron sistemas de salud, educativos, de fomento del transporte y las comunicaciones, de explotación e industrialización estratégicas, empresas privadas, además de desarticularse necesarias organizaciones estatales.

Resulta increíble que los dirigentes, y en especial aquellos que tienen formación superior, no advirtieran que bienestar y felicidad no se logran con sólo cambiar las leyes. Aristóteles, pensador de la antigüedad, enseñaba: “El cambiar fácilmente de las leyes vigentes a otras leyes nuevas es debilitar la fuerza de la ley”, dificultándose en consecuencia “afianzar la justicia y consolidar la paz interior”.

De ese modo se traza un camino más al desorden y a la nada, que dirigencias sin estadistas insisten en practicar creyendo poder evitar de esa forma las nefastas consecuencias de sus reiterados errores. Errores que para ser enmendados no requieren de ninguna modificación legislativa: si las leyes vigentes atentan contra la soberanía, la independencia y la libertad de la nación son nulas.

Así entendido, se comprende que los caminos emprendidos por “lo nulo” sólo pueden llevarnos a “la nada”: sucesivos gobiernos del Estado argentino han demostrado con sus decisiones este disparate organizativo, que finalmente resulta siempre un potencial suicidio en masa, aun para quienes creen beneficiarse.

Los pueblos, las naciones y los Estados sólo se sostienen si respetan una “superior moralidad” (buenas costumbres) sabiéndose que la moralidad republicana exige libertad, igualdad y fraternidad. Los ciudadanos que creemos esta posibilidad sentimos que el camino a recorrer debe hacerse como señaló nuestro prócer Manuel Belgrano: “Poniendo voluntad, no incertidumbre; método, no desorden; disciplina, no caos; constancia, no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad, no condescendencia”. ¡La solución para el pregonado “país en serio” lo continúa reclamando!

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