Por Italo Pallotti.-

En esta Argentina nuestra, esa por la que padecemos el día a día, no se cansa de ofrecernos la más variada continuidad de noticias. Unas para el asombro, otras para el espanto; pocas para nutrir el espíritu de un rayito de esperanza por la que han bregado tantas generaciones. Basta bucear en los últimos tiempos, sin ser eruditos en análisis político, para darnos cuenta de que vivimos un misérrimo momento en cuanto a ese área del quehacer nacional. Las ideas, las propuestas, el lenguaje y sobre todo los mensajes que derraman hacia la sociedad están impregnados de una escasez de propuestas que son, en su mayoría, de una liviandad de contenidos y de un torpe manifiesto; cada uno tratando de instalarse, como mejor convenga, a uno u otro lado de la grieta que supimos conseguir. En ese abigarrado muestrario de candidatos, en interminables listas; conformando otras, no menos, múltiples alianzas de partidos con los nombres y siglas de lo más estrambóticos, se esconden personajes, muchos tan antiguos, que de solo verlos ya sabemos que su verbo discursivo no es otra cosa que el macaneo conocido. De los nuevos, ni hablar; porque su prédica, con cierto aggiornamiento en el énfasis excéntrico puesto en el discurso, no deja de ser más de lo mismo. Pocos se entusiasman. Muchos los detestan. De ahí la preocupación por la poca cantidad de votantes que muestran las alecciones habidas a la fecha. Súmese la preocupación por lo por venir en pocas semanas más.

En ese contexto, esa “sociedad política” se mezcla en una pobreza de actitudes por lo positivo, que nada aportan a la consecución de alternativas que vengan provistas de soluciones a los afligentes problemas, que, de antaño, preocupan a la nación. Un rosario de improvisados relatos, ajustados a la retórica de cada sector, partido, sello, o como quiera llamarse, se embanderan hasta con lo más corrosivo del vocabulario para atacar la idea, aunque precaria, del adversario. El tono mordaz e incisivo, siempre para descalificar; nunca para sumar con criterio y sensatez la búsqueda de consensos. Todo lo contrario. Y así, el tiempo nos traslada a través de ello a lo insustancial, hueco y hasta frívolo muchas veces. Por eso la respuesta, aunque preocupante, desertora del momento de ir a las urnas.

Esta semana, como siempre, nos inundó con alguna mala nueva. El fentanilo adulterado ocupó la atención de todos. La clase política se pavoneó con su verdad o su mentira, vaya uno a saber. Su secuela de muerte y horror, es lo que queda. El recuerdo de Cromañón, la tragedia de Once, el drama de Bahía Blanca, la desaparición del submarino, el incendio de Iron Mountain, la “mafia de los medicamentos”, y podríamos seguir con muchos más. Todos, generalmente, rodeados de ese misterio subyacente que involucra, entre otras razones, negligencias, culpas no resueltas, complicidades, intereses espurios, cuestiones de justicia tardía, corrupción (una rutina), asuntos mafiosos; en fin, una cadena de incertidumbres que dañan, de modo dramático, el cuerpo social.

La consecuencia, esa lucha, a veces descarnada, entre los partidos o agrupaciones mayoritarias de la política por cargar las culpas de aquellos episodios donde la muerte y el dolor consecuente, ni siquiera los conmueve, o hace reflexionar para buscar la verdad a la que se escamotea en el intento por impulsar “la suya”. Por lo dicho, ante esas conductas despreciables de no buscar, tantas veces, la única certeza, a cualquier precio, surge lo que se manifiesta en el título, “Cuando ni siquiera indignarse alcanza”. El pueblo, mira y espera; como siempre.

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