Por Luis Américo Illuminati.-

Siempre que hay elecciones y expiran los mandatos, todos -del partido o partidito que sea- quieren ser intendentes, diputados, senadores y presidentes de un país de novela de caballería o de ciencia ficción avanzada. Pero una cosa es la teoría y el deseo de serlo y otra cosa muy diferente es la praxis, la realidad concreta. Desde el inicio venimos ya con el sistema cambiado. Todo el aparato es una trampera para beneficio económico de los candidatos de la falaz partidocracia -grosero sucedáneo de la democracia- y eterna decepción y habitual desilusión del frustrado votante (carne de urna), la víctima del sistema, efecto calesita o burro de la noria. Siempre ha sido así, en el pasado, el presente y en el futuro también. La Argentina se parece a la Divina Comedia del Dante, con la diferencia de que no hay Paraíso, sólo tiene Infierno y Purgatorio. Oscila entre uno y otro en varias secuencias o tramos, desde 1810 a 1852 y de 1853 para adelante, la época de la Organización Nacional. Después vino el periodo de 1955 a 1973 y el subsiguiente, de 1983 a la fecha. Y lo que siempre ha caracterizado a nuestro país desde su nacimiento es la desunión y la discordia, un karma que parece irreversible. Una eterna adolescencia que le impide alcanzar la madurez (ver nuestra nota «¿Sólo se vive una o dos veces? La vida incompleta»). Lo cantó en su poema el mismo José Hernández por boca de Martín Fierro: «Si los hermanos se pelean…»

El recinto no debe ser un reñidero de gallos

Una prueba irrefutable de lo que venimos diciendo son las tumultuosas sesiones y debates de los inquilinos del Congreso Nacional que imitan El Facistol (Le Lutrin) de Boileau, un poema cómico-burlesco del siglo XVII que narra una disputa trivial entre dos canónigos sobre la ubicación de un facistol dentro de una Iglesia. La obra se centra en la exageración de un conflicto insignificante y ridículo. Una disputa entre los canónigos, uno por el lugar del facistol (atril) en la iglesia, y otro por un asiento cerca de él. La discusión es llevada a niveles épicos. Boileau utiliza este contraste para ejemplificar cómo los asuntos más insignificantes pueden ser elevados a niveles universales y categoriales y los temas cruciales que realmente importan son omitidos y pasados de largo. Los medios y los fines se desdibujan y difuminan mediante la exageración, la grandilocuencia retórica y la violencia verbal. Una sátira sobre la vanidad y la estupidez humana. Boileau quiere señalar que la soberbia y la ira enceguecen, a diferencia del diálogo sereno y honesto como único camino de los hombres de buena voluntad que buscan la paz y el bien común. Y si los miembros del Congreso dan tan mal ejemplo, convirtiendo las sesiones en un campo de Agramante, un ring o una liza de esgrima, ¿qué queda entonces para los de abajo, si la ética pública es cualquier cosa, menos cordura, honor y compromiso moral irrenunciable?

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