Por José Luis Milia.-

En la farándula argentina hay una regla no escrita, pero sagrada: si alguien tiene talento, hay que pegarle. No importa si actúa bien, si emociona, si conecta con el público. El talento es una amenaza en ese ecosistema de egos inflados y méritos evaporados. Por eso, cuando aparece una película como Homo Argentum, que no sólo tiene calidad sino también la osadía de mostrar lo que somos, los guardianes del resentimiento salen en manada a escupir veneno.

Nancy Pazos, por ejemplo, definió la película como “hecha por tilingos y gente apátrida”. Una frase que dice más de ella que del film. Tenía que decir algo, claro. Algo que hiciera juego con sus nuevas afinidades políticas, pero que también le sirviera de bálsamo para esa amargura crónica que arrastra desde que su marido, político garrochista, la dejó como “descolado mueble viejo” por una versión más joven, más simpática, más… funcional.

La película duele. Y duele porque no es sólo una película: es un espejo. Dieciséis sketchs que retratan con precisión quirúrgica nuestra fauna nacional. Y faltarían otros dieciséis, porque no entraron todos, faltan políticos, empresarios prebendarios, gerentes de la pobreza, sindicalistas con Rolex y discursos de cartón… Es un inventario de lo que la viveza criolla, la hipocresía política institucionalizada y el alma arremangada han hecho de nosotros.

Pero lo que realmente les quema, lo que les produce urticaria ideológica, es que Homo Argentum se hizo sin pedirle limosna al Estado. Ni subsidios, ni becas, ni manitos mágicas. Eso sí que duele: que alguien haga arte sin pasar por caja. Una herejía en el templo del “todo gratis mientras lo pague otro”.

Es obvio que hay más en esta galería de rencorosos y ofendidos. Ya han salido a pegarle a Francella y saldrán muchos más. Porque en esta secta criolla llamada farándula nacional, la mediocridad no sólo abunda: se celebra. Es un aquelarre de egos inflados y talentos evaporados, donde la grandeza es tan escasa como la humildad en un camarín. Sobran los resentidos con micrófono y faltan los agradecidos con cerebro.

Sólo unos pocos ejemplos bastan: Moria, atrapada en su eterno papel de diva vencida, a la que sólo le queda exhibir sus carnes vencidas de frigorífico en liquidación, descarga su odio como mecanismo de defensa: entre joyas ajenas paraguayas y alianzas con el clan Galmarini, su talento brilla por ausencia. Echarri, actor de reparto con ínfulas de revolucionario, disfruta de los beneficios del Estado mientras se indigna por el sistema que lo alimenta. Y Katia Alemann, olvidada por todos salvo por haber estado casada con el asesino de Cromañón, intenta jugar a la defensora del pueblo desde una credibilidad que hace agua por todos lados.

Lo que sucede con Francella no es nuevo; así pasó también con Brandoni, que cometió el imperdonable pecado de actuar bien y pensar por sí mismo. Un combo letal para los guardianes del pensamiento único.

Homo Argentum no es sólo buen cine. Es un espejo. Y en este país, mirarse al espejo sin maquillaje es un acto revolucionario.

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