Por Luis Alejandro Rizzi.-

Todos sabemos que la Argentina no funciona, o mejor dicho, funciona mal. Muy probablemente Milei es la expresión final o el resultado de ese mal funcionamiento.

Una de las causas de ese mal funcionamiento fue el pésimo uso de los recursos y también muy probablemente una de las causas de ese vicio inherente al ser humano que es la corrupción. Adán habría sido el primer corrupto, lo que el cristianismo explica diciendo que todos nacemos con un “pecado original”. Una visión, por cierto, pesimista de la raza humana.

Originariamente “nacemos malos” y el bautismo no nos convierte en buenos, nos abre la posibilidad de elegir entre el “bien” y el mal”, nos hace libres.

A partir del nacimiento, tenemos una obligación: la de elegir o decidir cada acto de nuestra vida, desde lo más simple, que lo delegamos en las diferentes “rutinas”, hasta lo más complejo, que exige al máximo nuestra capacidad de “pensar”.

La calidad de la vida depende de la “calidad de las decisiones”, un tema que vengo abordando desde hace decenas de años.

Si una mayoría pensamos que la Argentina funciona mal, es porque hemos hecho un mal uso de nuestra “libertad”, hemos decidido mal.

Esto vale para el ciudadano que vota en una elección, hasta el gobierno que decide sobre cuestiones y problemas que tienen que ver con el “bien común”.

Hay entre esos extremos decisiones también cruciales que se toman a diario, como decir que sí o que no a un hijo, calificar un examen, elegir un profesional, tomada la palabra en su sentido más extenso o lato, para solucionar un problema, como el uso de medios para ganar dinero.

Todo ese cúmulo o piélago de decisiones nos define como seres humanos y como sociedad, en esa otra inmensidad que es la vida.

La función de todo gobierno, yendo a la política, es la de saber administrar todas esas diferencias, que van desde las decisiones correctas hasta las incorrectas.

Por eso las “diferencias” existirán siempre y no hay patrón humano capaz de ponderar o calificar la “calidad de las decisiones”, ya que una misma decisión puede ser buena, regular o pésima según la circunstancia.

Si bien a medida que pasan los años, la experiencia de vida me guía hacia un “agnosticismo”, diría positivo, no puedo negar que el cristianismo es más bien una filosofía de vida, y cuando releo los Evangelios, suma o saga de parábolas, pienso que estoy leyendo un tratado del “sentido común”, y ése es el valor que lo hace perdurable.

La “calidad de las decisiones” se conocerá por sus frutos o consecuencias y esos análisis, tan simples y tan difíciles a la vez, son los que nos deberían guiar para que la Argentina funcione algo mejor o mucho menos mal.

No es fácil distinguir si lo bueno es “menos mal” o “menos mal” es lo bueno”; como lo explicaría Víctor Massuh, es una relación de opuestos.

Creo que el tema argentino es que siempre pensamos desde un solo “opuesto”, y esa es una de las claves que debemos tener en cuenta para modificar y cambiar el funcionamiento de nuestro país.

En mi experiencia aprendí que siempre me enseñaron a pensar desde un solo extremo y en contra del otro.

Traducido, diría, nunca me enseñaron a “estar en el lugar del otro”. Eso lo fui aprendiendo en la calle, una de mis escuelas favoritas.

En política crecí “en el antiperonismo”, en el “anti-rosismo”, en lo “socialmente correcto”, que la mayoría de las veces era cultivar la hipocresía y a veces hasta el cinismo podría ser ejemplo de virtud, como amargo remedio, “las mentiras piadosas”, un oxímoron pretendidamente racional y empático.

Cuando el gobierno dice “no más Kuka”, dice que hay que excluir a un 25% de la sociedad; cuando se autocalifica como el mejor de la historia, ¿con qué pautas lo dice?, porque con el mismo derecho puedo decir lo contrario, pasa que no sé si sería el “peor”, quizás hubo otros “más peores”.

Una de las fronteras de la vida es eludir la relación de los opuestos, que sería lo opuesto a “viva la libertad”.

Si eliminamos al “opuesto” nos convertimos en “esclavos” supuestamente felices.

El tema es que en cierto modo la “esclavitud” posmoderna es una forma cómoda de vivir; nuestras decisiones las toman otros por medio de las tecnologías modernas.

Un ejemplo, sustituimos el “pensar” por el “cortar y pegar”. La educación familiar la sustituyen los celulares y los “jueguitos” adaptados para criaturas de un año.

Los “chat GPT no sé cuánto” piensan por uno. ¿Se dan cuenta del disparate…?

Decía Eduardo Fidanza en “Perfil” el domingo pasado: “Partimos de una convicción realista: el capitalismo democrático, con sus errores e injusticias es, no obstante, y bajo ciertas condiciones, la única alternativa viable para Occidente. La que resulta compatible con su cultura y su historia. Reflexionar sobre esas condiciones es clave. Se plantean algunas cuestiones apremiantes, que discuten los politólogos: cuál es el fundamento de este sistema y cuáles son las fronteras que, si se traspasan, lo desnaturalizan sin remedio…”

La “cuestión” es cultural; no sólo la Argentina funciona mal, el mundo está funcionando mal. Los Trump, los Bessent, los Milei, los Meloni, los Bukele, los Orban, los Netanyahu, los Putin, son los efectos de la desculturización.

El día que haya un solo extremo, la vida dejará de ser y la libertad morirá, habrá un pensamiento único.

Un triste modo de morir.

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