Por Alberto Medina Méndez.-

El socialismo viene ganando, desde hace tiempo, la batalla cultural. No existen demasiadas dudas al respecto. Han logrado que su vocabulario sea universalmente utilizado en el discurso político contemporáneo. Hasta los que afirman oponerse a sus miradas, las repiten inconscientemente sin tomar nota de que las mismas forman parte de su histórico arsenal.

Es evidente que los defensores de la izquierda más tradicional han hecho muy bien su trabajo. Lograron impregnar la cultura, modificar el lenguaje cotidiano, instalar perspectivas que no ofrecen resistencia naturalizando aquello que, a todas luces, no tiene a su favor nada que lo justifique.

Pese a los innumerables disparates de los gobiernos, la sociedad global sigue progresando a paso decidido gracias a las invenciones de muchos individuos y a la potencia creadora de la actividad privada, verdadera locomotora del desarrollo, y no precisamente por mérito de las intervenciones estatales o de las «genialidades» de los políticos.

Queda cierta sensación de que el mundo podría estar mucho mejor, y la prosperidad podría multiplicarse si no se hubieran entrometido los pseudo intelectuales que contaminaron al planeta con sus mentiras seriales.

Que los socialistas sigan transitando su camino no llama la atención. Después de todo, no les ha ido tan mal con esa impronta. No existen motivos suficientes para que hagan grandes cambios en lo estratégico.

Lo inexplicable es que quienes promueven las ideas de la libertad sigan cayendo, a diario, en la ingenua trampa de sus adversarios, esos que triunfan casi siempre. Son los que han demostrado una gran destreza en estas lides. Justamente por eso, los que están profundamente convencidos, no deberían ceder un centímetro frente a esos retorcidos planteos.

La inmensa mayoría de los ciudadanos se comporta como observadora de esos intercambios. Se sabe que de un lado están los que apoyan unas ideas, y en el extremo opuesto, los que comulgan con visiones que están en las antípodas. Es esperable que cada uno impulse su propia percepción.

Los socialistas son disciplinados y se ajustan a rajatablas a su manual. Saben que su tarea es repetirlo todo. Para eso utilizan «lugares comunes», frases demasiado trilladas, expresiones repletas de intencionadas simplificaciones, plagadas de falacias minuciosamente elaboradas, con consignas que parecen lógicas pero que no resisten ningún análisis.

Quienes proponen vivir en una sociedad abierta, deberían apelar a los abundantes argumentos disponibles, que encuentran sustento en evidencias demasiado visibles, esas que pueden ser exhibidas fácilmente porque son cotidianas. La mayoría de los seres humanos gozan de los beneficios del capitalismo y la globalización, aun viviendo en países cerrados, bajo regímenes populistas y con elevados niveles de intervencionismo estatal.

Resulta vital entonces «no seguirle el juego» a la izquierda. Ellos han cooptado el sistema educativo en todos sus estamentos. Han diseminado sus ideas a mansalva en los textos de los libros de historia, economía y política. Apostaron a construir un esquema de adoctrinamiento y por eso avalan un sistema estatal centralizado, con planes de estudio que controlan y diseñan. Fueron más allá al asegurarse que los docentes que dictan esos contenidos sean los fieles guardianes de esa conquista ideológica.

Es imperioso que quienes entienden esta dinámica perversa a la que recurre este sector político, no se someta tan mansamente a ese proyecto hecho absolutamente a su medida. Ellos quieren que sus contrincantes desistan y no se animen siquiera a decir lo que creen. Y hay que decirlo, han logrado con todo éxito que los que piensan diferente se sientan tan culpables que abandonen su prédica por considerarla políticamente incorrecta.

Saben que si en el mundo de las ideas no se da este debate, los políticos seguirán diciendo lo mismo, es decir solo aquello que se traduce en votos, ignorando todo lo que pueda perjudicarlos en sus aspiraciones. Si los que pueden dar una honesta discusión no lo hacen por temor y se comportan como dirigentes, la contienda tendrá idénticos desenlaces.

No se debe mezclar el mundo de las ideas con el terreno de lo electoral. Los políticos se mueven para conseguir apoyos electorales, pero en el debate no se puede ser timorato. Confundir roles resulta tremendamente perjudicial y muy peligroso, sin embargo es un hecho que sigue siendo frecuente.

Hay que perder el miedo a decir lo necesario. Se puede ser sutil, delinear propuestas alternativas y hasta buscar determinados consensos, siempre con el objetivo de lograr mayor libertad, pero la actitud nunca puede ser claudicante, porque de ese modo la derrota seguirá siendo sistemática y estará asegurada eternamente, casi como una profecía autocumplida.

Las omisiones, en este caso, terminan siendo una inadecuada elección. Se pueden obtener logros intermedios, trabajar solo con lo posible y hasta apelar al pragmatismo, pero ser condescendiente no parece ser el mejor sendero. No decir lo correcto en el momento preciso puede entenderse como un modo de admitir que ciertas ideas impropias tienen algún asidero.

No es necesario ser tan insensato. Se puede ser inteligente a la hora del planteo, pero tampoco es imprescindible faltar a la verdad sólo para no incomodar a los interlocutores del socialismo de turno, y mucho menos por una cobardía manifiesta. El desafío es realmente complejo, pero claro que vale la pena intentarlo. Se debe ser firmes cuando de convicciones se trata sin caer en estos habituales descuidos inconvenientes.

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