Por Hernán Andrés Kruse.-

El 19 de junio se cumplió el cuadringentésimo segundo aniversario del nacimiento de un eminente matemático, físico, inventor, filósofo y escritor francés. Blaise Pascal nació el 19 de junio de 1623 en Clermont. Fue un niño prodigio. Con tan sólo 16 años de edad escribió un importante tratado sobre las secciones cónicas. Más adelante, mantuvo una relación epistolar con Pierre de Fermat sobre la teoría de la probabilidad. En 1642 comenzó trabajos (en aquel momento pioneros) sobre máquinas de calcular (las “calculadoras de Pascal”). Al igual que su contemporáneo René Descartes, fue pionero en las ciencias naturales y aplicadas. Defendió el método científico y realizó relevantes contribuciones al estudio de los fluidos. Analizó los conceptos de presión y vacío, haciendo posible la generalización del trabajo de Evangelista Torricelli. Apoyándose en Torricelli y Galileo Galilei,  en 1647 refutó nada más y nada menos que a Aristóteles y Descartes, quienes consideraban que la naturaleza aborrecía el vacío. En 1642, se identificó con un movimiento religioso dentro del catolicismo denominado Jansenismo. Más adelante comenzó a escribir sobre filosofía y teología. Sus obras más influyentes datan de esta etapa de su vida: Las “Lettres provinciales” y las “Pensées”. Luego de estar enfermo durante algunos años murió en París el 19 de agosto de 1662 (Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Ramón Alcoberro titulado “Una introducción a las “Pensées” de Blaise Pascal”. Su objetivo es analizar la filosofía de este prodigio intelectual.

PASCAL Y LA “FILOSOFÍA DEL DESCENTRAMIENTO”

“Si hay una tradición compleja y difícil de perseguir en la historia de la filosofía de Occidente es la que se inicia en Blaise Pascal (1623-1662) para continuar en Kierkegaard y seguir tal vez hasta Kafka y Wittgenstein. Son los filósofos del descentramiento; los que rechazan con furia el antropocentrismo y a la vez desearían entender al hombre para poder salvarlo. Hay una tradición de filosofía “descentrada”, escrita desde la convicción de que, por decirlo en frase de Pascal, vivimos en un círculo extraño cuyo centro se halla en todas partes y cuya circunferencia no está en ningún sitio (¿o sería al revés?). Para todos ellos lo sagrado, lo indecible, la religión y el temor reverente, se convirtieron en una obsesión fundamental; casi en una monomanía.

Con Pascal se inicia una especial manera de “pensar la religión”: el estilo de los hombres que se toman en serio el dolor del mundo; tipos duros –casi siempre en un cuerpo débil– que desconfían hasta de sí mismos y que consideran la calma y la belleza tranquila como algo sospechoso, casi indigno del Dios poderoso que aspiran a encontrar y cuya ausencia les conmueve. Tanto Pascal como sus herederos consideran que si el hombre tiene que medirse con alguien sólo puede hacerlo -sólo merece hacerlo- con el mismo Dios; cualquier otra disputa les resulta demasiado insignificante. Por ello sienten una “impotencia existencial” paradójica, que en vez de llevarlos al silencio les conduce a la escritura, y viven con un pánico cerval a la muerte o, más en concreto, al juicio divino. Además están convencidos de que los humanos son incapaces de alcanzar la verdad por sí mismos y de que inevitablemente la humanidad siempre ha sido y será infeliz porque es dependiente –y jamás puede dejar de serlo.

Otro rasgo que une a esa extraña cofradía filosófica es el uso descarnado de la ironía: Pascal y los filósofos que hemos llamado “del descentramiento” nunca jamás se permitirían el chiste explícito, finalmente vulgar; pero para ellos el mundo tiene un sentido trágico que sólo puede acabar de resolverse en un sarcasmo a veces innecesariamente cruel, y -eso también es significativo- ejercido siempre con perfecta indiferencia tanto contra uno mismo (contra el “amor propio”) como sobre los demás. Los filósofos de esa extraña cofradía dan por hecho, además, que formar parte de “los que han entendido” obliga a pagar un precio casi imposible; sólo se salda la deuda con lo Absoluto dejando jirones de la propia vida en el empeño. Y finalmente, “last but not least” para agobio de psicólogos, todos los filósofos de esa estirpe pasan la vida notando la sombra de un padre –casi freudiano– que se encarga de amargarles la vida, en el más estricto sentido de la palabra, haciéndose omnipresente y odioso hasta cuando se empeña en hacer desaparecer.

Blaise Pascal (1623-1662) forma parte del pequeño grupo de filósofos que escriben para conocerse a sí mismos, porque les va su vida en ello –y no para resolver problemas conceptuales. Sería abusivo reducirlo a «pensador religioso», etiqueta hoy desprestigiada, porque en él lo religioso es condición necesaria pero no suficiente de su obra, por decirlo en vocabulario escolástico. Los pensadores de la estirpe que se inicia en Pascal se tienen a sí mismos como el único problema conceptual verdaderamente significativo y buscan a Dios entre tinieblas. De hecho su obra es su vida y la escritura viene a ser como el latido de su corazón: viven porque escriben de la misma manera que los demás mortales vivimos porque el corazón no sabe ni puede pararse. Ese es el tipo humano que escribe las «PENSÉES» para defender la religión incluso contra ella misma (Pascal es un jansenista que ve en los jesuitas casi al demonio), que escribe para no perderse y para mostrar un camino de salvación, conseguido al precio de la propia negación; un camino que en su caso no es otro que el de la paradoja.

Sin embargo, y a diferencia de Kierkegaard, especialmente, pero también de Kafka o Wittgenstein, Pascal no llega nunca de forma explícita a las “cimas de la desesperación”, por usar un tópico, ni a las de la brutalidad, ni a las del cinismo. Jean Mesnard dijo que lo esencial de Pascal se resume en la idea de «miseria del hombre sin Dios» y esa convicción existencial conduce a la piedad, más que al cinismo. Ciertamente está convencido de que a Dios no se conseguirá llegar jamás mediante el razonamiento; pero el hombre según Pascal es un ser doble: lleno a la vez de miseria y de grandeza; y ello le salva. Mientras que sus herederos espirituales olvidarán la grandeza de lo humano para centrarse en su miseria, Pascal, que inicia un existencialismo no pesimista, será siempre un católico, y en consecuencia no puede creer en un Dios de predestinación (protestante) o de destino (judío) aunque coincida con Kierkegaard, Kafka o Wittgenstein en conceptuar la miseria humana como impotencia, es decir, como imposiblidad absoluta y total para lograr la plenitud a la que se aspira.

Como enseñó Jean Mesnard: «La miseria del hombre [en Pascal] es esencialmente “impotencia”. Es un efecto de su grandeza. El hombre es semejante a los animales, que no son miserables, pero se ha encontrado en una situación mucho más elevada y el vago recuerdo que conservó de este primer estado le torna insoportable su condición actual. La miseria del hombre proviene de la contradicción entre la realidad de lo que es y el ideal al que aspira. Aspira a la verdad y sólo encuentra error; aspira a la felicidad y sólo encuentra aburrimiento; aspira a la verdadera justicia y no encuentra más que falsa justicia; aspira al infinito y sólo encuentra finitud. El hombre se halla, pues, escindido; su vida es un perpetuo drama». Convertir ese drama en discurso es lo que hace a Pascal un pensador imprescindible para la antropología filosófica, incluso desde una óptica no creyente.

Pascal es también un escritor paradójico por lo que hace a la transmisión de su obra: sin que sea posible repetir el tópico según el cual su libro principal está constituido por “los papeles de un difunto”, como quiso cierta crítica romántica, hay que decir que no escribió las «PENSÉES» tal como actualmente las leemos, es decir, como textos discontinuos, fragmentarios, incompletos… de hecho lo que nos ha llegado son las notas previas a la redacción de una inacabada «Apología de la religión cristiana» que, aunque prevista por el autor, que incluso había elaborado un índice de la obra, nunca llegó a ver la luz. Fueron sus editores de 1670-1671, y los posteriores, quienes interpretando, no siempre con buen criterio, aproximadamente un millar de fragmentos “construyeron” el texto. Incluso el título del libro se debe a una discutible y un tanto arbitraria decisión de sus editores que lo publicaron como «PENSÉES DE M. PASCAL SUR LA RELIGION ET SUR QUELQUES AUTRES SUJETS; QUI ONT ÉTÉ TROVÉES APRÈS SA MORT PARMI SES PAPIERS».

Las «PENSÉES» no son “ensayos” digresivos, tipo Montaigne, sino conjeturas, apuntes o fogonazos cuyo valor formal proviene posiblemente de su carácter fragmentario, que le da una fuerza expresiva imposible de lograr, por una pura razón formal, en un texto piadoso más convencional. Pero leer a Pascal –que exige un lector adulto y un tanto “de vuelta” de muchas ilusiones vanas– sigue siendo una experiencia que va mucho más allá del ámbito religioso”.

¿UN CRISTIANISMO ANTIHUMANISTA?

“Por estrictas razones de cronología Pascal no pudo leer ni a La Rochefoucauld ni a La Bruyère y, aunque conocía las «Meditaciones Metafísicas» de Descartes (1641) a quien tenía por “inútil e incierto”, tampoco alcanzó a conocer las obras mayores de Malebranche, Spinoza o Leibniz, sus contemporáneos; por ello su texto implica no sólo una novedad en el campo del cristianismo, sino una peculiar e incisiva comprensión antihumanística del racionalismo y de la problemática que implicaba con relación a la fe. Pascal, desde luego no es un puro “moralista” barroco, sino un cristiano que descubre su crisis de fe y busca caminos para superarla y eso mismo le hace plenamente moderno. Es además un hombre que ha vivido crisis y “conversiones” (por lo menos dos documentadas en 1646 y en 1654) y que, por ello mismo, conoce la complejidad y los silencios de la fe.

La finalidad de la «Apología de la religión cristiana» era una defensa de la fe contra los “libertinos”, es decir contra el tipo humano que se veía reflejado en Montaigne; pero afortunadamente las «PENSÉES» aunque discontinuas abordan un campo de intereses mucho más amplio, que incluye la filosofía, la antropología moral, la retórica e incluso la política. Todo ello visto por un laico que no deja de ironizar sobre cualquier argumentación elaborada desde la tradición y que, además, por su formación como matemático está en excelentes condiciones para comprender el trascendental cambio cultural que implica el cogito cartesiano –y las inevitables consecuencias para la fe de la duda escéptica (o “pirroniana”, en su vocabulario) implícita en el racionalismo.

Pascal, que escribe de una forma perfectamente clara y estrictamente moderna, resulta –sin embargo– de lectura enrevesada hoy, precisamente porque vivimos en una época cada vez más “postcristiana”, que ha perdido muchas de las claves culturales tradicionales. Por ello la mejor estrategia consiste en abordarlo desde el prisma de la paradoja. En sus «PENSÉES» se encuentran los fundamentos del debate entre razón y fe en la modernidad y, en cierta manera, con él aparece también el complejo tema – luego central en el existencialismo del siglo 20– de la relación entre la fe y el absurdo existencial. Con Kierkegaard, Pascal es, entre los clásicos, quien mejor asume el reto que significa para el cristianismo una modernidad racionalista, pero a la vez instrumental. A la razón geométrica, Pascal opondrá el conocimiento profundo del corazón humano que le lleva a encontrar un hombre desorientado y, por ello mismo, sediento de Absoluto. A la concepción mecánica del mundo, Pascal le enfrentará una radical afirmación de la insuficiencia y de la provisionalidad de la razón que sólo un Dios puede colmar. Hay un «temor bueno», que viene de Dios y de la fe, y un «temor malo» que viene de la duda. Hay un temor a perder a Dios y otro a encontrarle (L 908). El corazón conoce ambos temores y es en el corazón –y no en la razón– donde se juega la partida”.

CREER TRAS EL DESAFÍO RACIONALISTA

“Como creyente “moderno”, y por primera vez desde el mismo interior del cristianismo, Pascal se da cuenta de que la mejor defensa posible de la fe tras del “cogito” cartesiano ya no puede vincularse a la defensa de ninguna tradición, sino que se halla en la reivindicación de la paradoja como fuente y límite de razón, pues, finalmente la razón es un criterio de conocimiento a la vez útil e incompleto, porque «[..] Todo lo que es incomprensible no deja de ser» (L 521). En palabras de Bérengère Parmentier: «La verdad, para Pascal, escapa a la razón; por ello no pretende persuadir racionalmente». Mientras Descartes y el racionalismo ponían el énfasis en el orden (y en el principio de evidencia, que es el fundamento de la racionalidad misma), Pascal se precia de todo lo contrario, repudia cualquier principio metódico y, mucho más aún, denuncia la insuficiencia de la razón como criterio: «Escribiré mis pensamientos sin orden y no tal vez en una confusión sin designio. Es el verdadero orden y él marcará siempre mi objetivo por el desorden mismo» (L 532).

El orden pascaliano proviene del “corazón”, que considera más adecuado al conocimiento que de verdad le importa, es decir, al de la transcendencia. Tal como dice en un texto bien conocido: «El orden. Contra la objeción de que la Escritura no tiene orden. El corazón tiene su orden, la inteligencia [esprit] tiene el suyo que es por principio y demostración. El corazón tiene otro. No se prueba que se deba ser amado exponiendo las causas del amor. Ello sería ridículo» (L 298). Mientras los matemáticos pretenden racionalizar el mundo, el creyente Pascal reivindica un «orden de la caridad, no de la inteligencia [esprit]» cuyo núcleo «consiste principalmente en la digresión» (L 298) y que a su parecer es el de Cristo, el de San Pablo y el de San Agustín. Pascal es el iniciador de un cristianismo tan absolutamente exigente que llega a ser antihumanista -porque creer en el hombre sería pecar contra Dios; que se reivindica como paradójico y que considera a la vez: «Incomprensible que Dios sea e incomprensible que no sea» (L 809).

Su más profunda convicción es, para decirlo con Antony McKenna que: «La única certeza de la que el hombre es capaz es la del sentimiento: ésta es la certeza que la “naturaleza” ofrece a la razón “impotente” y “lamentable en todos los sentidos”: “la naturaleza confunde a los Pirronianos” (L 131)». Sólo la “conversión de corazón” nos permite acceder a lo que está más allá de lo razonable. La estrategia pascaliana en el debate entre razón y fe propone una novedad radical: ya no se trata de “defender” la fe ante el incrédulo (algo que el racionalismo ha vuelto azaroso, o tal vez imposible), sino de mostrar que “la razón” aunque poderosa como herramienta resulta, a la vez, insuficiente como finalidad en sí misma, para animarnos de esta manera a dar el salto a la dimensión trascendente y sobrehumana. La razón deja insatisfecha a la propia razón y, en ese mismo acto, abre la puerta a la necesidad de la fe.

Por ello Pascal asume de entrada que «el cristianismo es extraño». (L 351), pero lo es precisamente porque toda la realidad está entertejida de paradoja y contradicción. O en su propio vocabulario de «contrárietés» ante las cuales la razón se halla impotente. Pascal ha sido el filósofo que quiso hacer del escepticismo una demostración de la existencia de Dios en un mundo que considera irremisiblemente irracional, pues, finalmente: «Éste no es para nada el país de la verdad, ella va errante desconocida entre los hombres…» (L 840). Debería quedar claro que Pascal no se opone a la razón de ninguna de las maneras. Si chocase con los principios de la razón «nuestra religión sería absurda y ridícula» y es en el pensamiento donde se manifiesta la grandeza humana. Pero claramente considera que existe una instancia superior y más decisiva que la razón calculadora: se trata de la razón que nace del “coeur”, hecha de “instinct” y “sentiment”, (el ámbito del sentimiento, el corazón, la intuición emocional…) [L 110] y es allí donde se pone en juego lo realmente valioso, que ya no es racional y que nos permite situarnos ante lo trascendente, es decir, ante lo decisivo.

Casi se podría decir, con un mínimo anacronismo, que la estrategia pascaliana ante el desafío racionalista prefigura la de algunos pensadores judíos centroeuropeos del siglo pasado frente a la herencia ilustrada: no pretendían negarla directamente, sino mostrar su supuesta insuficiencia hasta convertirla en algo, en el fondo, insignificante. De la misma manera, Pascal jamás reniega de la razón pero sí de la pretensión según la cual el hombre es un ser razonable. Por retomar una de sus más citadas frases: «No hay nada tan conforme a la razón como el desacuerdo en la razón». En consecuencia, si la razón ni siquiera es capaz de ponerse de acuerdo consigo misma, sólo se puede superar el absurdo [de la razón] a condición de admitir lo inexplicable [la fe]. Aquello que los humanos toman por “razón” permite, según Pascal, poco más que la sacralización de la costumbre y, por ello mismo, resulta insuficiente cuando se plantea seriamente la cuestión de la Verdad (es decir de Dios –con mayúsculas).

Como ha repetido el estudioso Jean Mesnard: «en el hombre [según Pascal] se revelan dos aspectos contradictorios, la miseria y la grandeza». Pero la grandeza del hombre sólo se encuentra en el nivel de la “esperanza” mientras que la miseria se descubre brutal y pesada a cada momento en la vanidad, en el amor propio y en las relaciones humanas en general. Hay como una especie de principio axiológico en Pascal según el cual «Cada cosa es en parte verdadera y en parte falsa» (L 905). Incluso la pena de muerte, la castidad o el matrimonio tienen su lado bueno y su lado malo. Por eso la razón no sería tampoco verdadera sin la fe. Al afrontar la lectura de su obra no estaría de más recordar que, a su parecer, la contradicción y la paradoja reinan en el mundo y, por ello mismo, también son una regla de estilo en la retórica. En opinión de Pascal: «La verdadera elocuencia se ríe de la elocuencia, la verdadera moral se ríe de la moral… Reírse de la filosofía es verdaderamente filosofar».

Las «PENSÉES» expresan una búsqueda de la trascendencia y, a la vez, la conciencia de la crisis existencial como único horizonte de lo humano, de ahí su éxito literario, en la medida en que modernidad y crisis han tendido a ser líneas paralelas a la largo de la historia. Pascal fue el primer creyente para una modernidad que se construye desde la duda; por primera vez un pensamiento religioso se elabora desde la consciencia de que en la modernidad el deseo se ha convertido en motor de la acción –y que en el núcleo mismo de tal deseo habita la insatisfacción. El mínimo análisis de la modernidad nos muestra como: «Nada se detiene para nosotros. Es el estado que nos resulta natural y a la vez contrario a nuestra iniciación: quemamos de deseo para encontrar un fundamento firme y una última base constante para edificar una torre que se eleva hasta el infinito, pero todo nuestro fundamento se hunde y la tierra se abre hasta los abismos».

Un profundo reconocimiento de lo contradictorio como necesario, es decir, de la necesidad de la fe y a la vez de la dificultad de su fundamentación, recorre toda la obra pascaliana y la convierte en la primera reflexión estrictamente moderna elaborada en el marco del catolicismo. Mientras los jesuitas todavía creían –y creen– posible pensar el mundo desde la perspectiva del orden, Pascal fue el primer cristiano que tuvo una profunda conciencia del desorden –característica básica de la modernidad. Mientras los cartesianos concebían el mundo como “máquina”, Pascal sabe –aunque lo lamente– que el cuerpo y las pasiones nos impiden ser puramente racionales y ve en esa exigencia pasional y desordenada una extraña muestra de la sabiduría divina que, a través de la pasión nos muestra de la necesidad de un Dios que nos lleve a escuchar el corazón humano más allá de una razón “ployable à tous sens” (L 530)”.

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