Por Hernán Andrés Kruse.-

El 11 de julio se conmemoró el centésimo trigésimo séptimo aniversario del nacimiento de un eminente filósofo, teórico político y jurista alemán. Carl Schmitt nació el 11 de julio de 1888 en Plettenberg. Su tema central de análisis fue el ejercicio del poder. Fue crítico del parlamentarismo, el liberalismo y el cosmopolitismo. Su obra teórico-política atrajo la atención de reconocidos intelectuales como Giorgio Agamben, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Jacques Derrida, Jürgen Habermas, Ernesto Laclau y Friedrich Hayek entre otros. Entre 1936 y 1939 fue funcionario del nacionalsocialismo. Tal fue su lealtad que fue tildado de “Kronjurist” (jurista principal) del Tercer Reich.  Acogido por el régimen franquista, realizó diversos seminarios en la Universidad de Santiago y en el Centro de Estudios Constitucionales. En España se relacionó con un emblema del franquismo, Manuel Fraga Iribarne, y Manuel García Pelayo, el primer presidente del Tribunal Constitucional surgido de la constitución de 1978. Carl Schmitt falleció el 7 de abril de1985 (fuente: Wikipedia, La Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de José Luis López de Lizaga (Departamento de Filosofía-Facultad de Filosofía y Letras-Universidad de Zaragoza-España) titulado “Diálogo y conflicto. La crítica de Carl Schmitt al liberalismo” (Diánoia-Volumen 57-Número 68-Ciudad de México-2012). El autor analiza los aspectos medulares del pensamiento jurídico y político de Schmitt. A continuación transcribo el jugoso ensayo, aclarando que los subtítulos son de mi autoría.

EL CONCEPTO SCHMITTIANO DE LO POLÍTICO

“La crítica de Schmitt al liberalismo se desarrolla en dos frentes: el de la teoría del derecho y el de la teoría política. Ambos están conectados estrechamente. Por lo que respecta al primero, Schmitt cuestiona la concepción de la legitimidad de los sistemas jurídicos predominante en el Estado de derecho liberal del siglo XIX (o «Estado legislativo» en su terminología). Schmitt apoya su análisis en las conocidas tesis de Max Weber. Como es sabido, Weber distingue tres tipos puros de legitimación de los órdenes de dominación: la legitimación tradicional, la carismática y la racional. De acuerdo con Weber, el último de estos tres tipos de legitimación caracteriza al Estado moderno, por razones relacionadas con los procesos de modernización cultural y con las exigencias funcionales de los sistemas jurídicos. La secularización y el pluralismo cultural hacen imposible la legitimación basada en las tradiciones, pues en las sociedades contemporáneas las tradiciones pierden su validez indiscutida, su carácter incuestionable. Por otra parte, los sistemas jurídicos diferenciados funcionalmente sólo perciben como perturbaciones las ideologías que los líderes carismáticos hacen valer desde fuera de los sistemas institucionales.

Por ambas razones, la legitimación de las leyes sólo puede apoyarse en los propios rasgos formales del derecho y del procedimiento de producción de normas. La legalidad misma pasa a ser la fuente de la legitimidad, por lo que respecta tanto a las leyes particulares como al sistema jurídico en su conjunto. Los ciudadanos consideran legítima una norma jurídica cuando tienen constancia de que ha sido establecida por las instancias autorizadas y de conformidad con los procedimientos previstos en la legislación; y el sistema jurídico como totalidad queda legitimado en virtud de su carácter sistemático, abstracto y previsible, es decir, en virtud de lo que Max Weber llama su «racionalidad formal», y que podemos interpretar sencillamente como racionalidad funcional, racionalidad de funcionamiento. Este tipo de legitimación basada en rasgos puramente formales o funcionales del sistema jurídico tiene la ventaja de que puede prescindir de criterios de legitimación externos al sistema jurídico, es decir, criterios éticos o religiosos siempre discutibles y discutidos, inevitablemente sujetos a antagonismos políticos.

La legitimación racional weberiana (indisociable de la mentalidad jurídica positivista que Max Weber representa y Carl Schmitt combate infatigablemente) caracteriza a los Estados parlamentarios del siglo XIX. No obstante, esta forma de legitimación sólo es eficaz si se cumple una condición sociológica: la ausencia de antagonismos sociales profundos, o de corrientes políticas interesadas en una transformación radical del Estado y de la sociedad. De hecho, la legitimación racional-legal se vio cuestionada constantemente ya en la época en que Weber escribía sobre ella. Como señala Habermas, la propia existencia del movimiento obrero y sus exigencias de justicia social o de transformación del Estado de derecho burgués en un Estado social o socialista (para Weber, estas exigencias son paradigmáticas de la intromisión de criterios extrajurídicos en la legitimación de un sistema jurídico racionalizado) demuestra suficientemente que «los sistemas políticos que respondían de forma aproximada al modelo de una dominación racionalizada por un derecho formal en modo alguno fueron percibidos per se como legítimos, a no ser por las capas sociales que eran sus beneficiarías y por los ideólogos liberales de esas capas sociales».

La idea de que la legalidad (es decir, la racionalidad funcional del sistema jurídico) puede por sí misma ser una fuente de legitimidad sólo es verosímil en una sociedad pacificada. Y en efecto, para Schmitt la bancarrota del Estado de derecho liberal del siglo XIX, y de su forma característica de legitimación, se debió a la extensión de los derechos políticos y sociales, a la incorporación de la clase trabajadora a la vida pública y la consiguiente conversión de las democracias parlamentarias decimonónicas en modernas democracias de masas, pues la democratización del Estado y la extensión de la administración a ámbitos sociales cada vez mayores desdibuja la distinción entre Estado y sociedad, y este proceso tiene efectos decisivos sobre la estructura del sistema jurídico y político.

Cuando el Estado comienza a intervenir crecientemente en la vida social, el derecho abandona sus rasgos formales de generalidad y previsibilidad para adoptar crecientemente la forma de medidas administrativas adaptadas a casos y colectivos concretos: las medidas excepcionales ganan terreno a las leyes generales. Ahora bien, la forma jurídica de las medidas adaptadas a situaciones particulares ya no es propia del Estado de derecho liberal, sino que caracteriza, según Schmitt, a las dictaduras burocráticas del «Estado administrativo», por ejemplo las dictaduras comunistas o fascistas.

Más allá de esta transformación estructural del derecho, la extensión creciente de los derechos políticos transforma también, y no menos profundamente, la vida política del Estado liberal, pues para Schmitt, la soberanía popular, que en el Estado consecuentemente democrático es la única fuente de legitimidad del derecho y del poder político, no necesita expresarse a través de las instituciones de la vieja democracia liberal parlamentaria. Si se toma en serio el principio de legitimidad democrática, entonces «toda expresión de la voluntad del pueblo debe considerarse como ley»; pero esta «voluntad del pueblo» no necesita recurrir al voto secreto, la representación parlamentaria, etc., sino que puede expresarse en una asamblea que aclama directamente a un líder.

Incluso puede quedar confiada al juicio personal del líder mismo, a menudo más apto que el «pueblo» para interpretar los intereses objetivos de éste, la verdadera voluntad general: “El pueblo existe sólo en la esfera de lo público. La opinión unánime de cien millones de particulares no es ni la voluntad del pueblo ni la opinión pública. Cabe expresar la voluntad del pueblo mediante la aclamación —mediante acclamatio— mediante su existencia obvia e incontestada, igual de bien y de forma aún más democrática que mediante un aparato estadístico, elaborado desde hace sólo medio siglo con esmerada minuciosidad […]. El parlamento, generado a partir de un encadenamiento de ideas liberales, parece como una maquinaria artificial, mientras que los métodos dictatoriales y cesaristas no sólo pueden ser mantenidos por la acclamatio del pueblo, sino que, asimismo, pueden ser la expresión directa de la sustancia y la fuerza democrática”.

Así pues, Schmitt parece suponer que la universalización de los derechos políticos y la consiguiente aparición de democracias de masas desbordan imparablemente las instituciones de la democracia parlamentaria. El carácter masivo de la población que ha accedido a la política, así como el antagonismo irreconciliable entre la ideología de las elites y la de las masas, conducen a formas de democracia extraparlamentaria, plebiscitaria y caudillista. La democracia de masas puede desembocar por sí misma en la dictadura: «la dictadura no es el decisivo opuesto de la democracia, del mismo modo que tampoco la democracia lo es de la dictadura». El resultado lógico de la democratización del Estado y de su extensión como Estado social es, por lo tanto, su transformación en un «Estado total» o totalitario.

Desde el punto de vista jurídico, la generalización de las «medidas» en detrimento de las «leyes» (es decir, la extensión de las regulaciones adaptadas a situaciones y colectivos particulares, en detrimento de las normas jurídicas generales) transforma progresivamente el Estado de derecho liberal en un sistema de dominación burocrática típicamente totalitario, extendido a la totalidad de la sociedad civil. Y desde el punto de vista político, el principio de soberanía popular también se lleva por delante la estructura jurídica del Estado liberal y su concepción de la legitimidad: «Si se pretende llevar la identidad democrática adelante, ninguna institución constitucional puede oponerse, en caso de emergencia, a la incuestionable voluntad del pueblo, expresada de cualquier forma”.

Pues bien, en este contexto de transformación del Estado liberal en un Estado totalitario aparece el fenómeno de lo político como conflicto. Schmitt no cree que la democracia sea compatible, en última instancia al menos, con el parlamentarismo y la discusión racional de las diferencias políticas, ni con el respeto de los derechos individuales del adversario político, ni con una alternancia pacífica en el poder. Al contrario, la democratización del Estado desencadena una lucha atroz entre facciones enfrentadas: una lucha que se extiende a todos los ámbitos, y que se radicaliza por sí misma hasta conducir al exterminio político del adversario, y en última instancia a su exterminio físico. La generalización y radicalización del conflicto son, pues, los rasgos esenciales de la política en el Estado social democrático, que Schmitt considera tendencialmente totalitario.

La primera sección de El concepto de lo políticose ocupa de esta generalización del conflicto: “La ecuación estatal = político se vuelve incorrecta e induce a error en la precisa medida en que Estado y sociedad se interpenetran recíprocamente; en la medida en que todas las instancias que antes eran estatales se vuelven sociales y, a la inversa, todas las instancias que antes eran «meramente» sociales se vuelven estatales, cosa que se produce con carácter de necesidad en una comunidad organizada democráticamente. Entonces los ámbitos antes «neutrales» —religión, cultura, educación, economía— dejan de ser neutrales en el sentido de no estatales y no políticos. Como concepto opuesto a esas neutralizaciones y despolitizaciones de importantes dominios de la realidad surge un Estado total basado en la identidad de Estado y sociedad, que no se desinteresa de ningún dominio de lo real y está dispuesto en potencia a abarcarlos todos. De acuerdo con esto, en esta modalidad de Estado todo es al menos potencialmente político”.

A medida que avanza la burocratización, ningún ámbito queda fuera de la confrontación, y todo, desde el arte a la ciencia, la economía o el derecho, las creencias religiosas o las preferencias éticas, puede enjuiciarse desde la lógica de la confrontación. Habrá un arte adecuado o contrario a los intereses nacionales o a los intereses de clase, habrá opciones religiosas o formas de vida puras o contaminadas, habrá una ciencia racialmente adecuada o inadecuada, etc. Pero para la concepción de lo político en sentido schmittiano, no menos esencial que esta extensión del conflicto es su radicalización, que alcanza su punto culminante en la violencia política, en la lucha a muerte entre facciones, en la posibilidad de la guerra civil: “Cuando dentro de un Estado las diferencias entre partidos políticos se convierten en «las diferencias políticas a secas», es que se ha alcanzado el grado extremo de la escala de la «política interior», esto es: lo que decide en materia de confrontación armada ya no son las agrupaciones de amigos y enemigos propias de la política exterior sino las internas del Estado. Esa posibilidad efectiva de lucha, que tiene que estar siempre dada para que quepa hablar de política […] se refiere […] a la guerra civil”.

La radicalización del antagonismo político en una lucha a muerte es, según esto, consustancial a la política democrática, pues para Schmitt, como para Rousseau, la condición de una democracia verdadera es la unanimidad de todas las voluntades, una homogeneidad social sin fisuras. Mientras ésta no exista, la política sólo puede consistir en una lucha a muerte contra el adversario político, encaminada precisamente a su eliminación y a la consiguiente imposición de la unanimidad, que se alcanza, claro está, cuando ya no queda ningún adversario ni ningún disidente. La democracia liberal y parlamentaria no sería, según esto, otra cosa que una fase intermedia, situada entre una sociedad homogénea que ha dejado de existir y otra que aún no existe. La que ha dejado de existir es la sociedad de propietarios que tenían en mente los teóricos clásicos del liberalismo, por ejemplo John Locke en su Segundo tratado sobre el gobierno civil. La armonía natural de intereses entre propietarios, su homogeneidad como clase social, justificaba las instituciones deliberativas liberales y garantizaba su funcionamiento.

Pero la irrupción de las masas en la política echa por tierra esta armonía de intereses, y hace que las instituciones del liberalismo se tambaleen: si no se presupone una armonía natural de intereses, la formación de la mayoría parlamentaria acarrea forzosamente el sometimiento y la represión de las voluntades que han quedado en minoría. Desde este punto de vista, la idea típicamente parlamentarista de que, por principio, las oportunidades para alcanzar la mayoría son iguales para todos los grupos sólo puede ser una ficción: quien ocupa de facto el poder tiene siempre una ventaja sobre la minoría, y sin duda utilizará esa ventaja para impedir que se invierta la relación de fuerzas. Lo decisivo para las facciones políticas que participan en el juego parlamentario de las democracias de masas es tener el poder en el momento propicio para liquidar al adversario y, junto con él, al propio sistema parlamentario: «Finalmente, lo único que realmente importa es quién tiene el poder legal en sus manos y quién constituye su poder sobre nuevas bases cuando llega el momento de dejar a un lado todo el sistema de la legalidad.»Sólo entonces, tras la eliminación del adversario, podrá restablecerse una homogeneidad social que permita fundar una democracia verdadera, es decir: unánime, compacta, rousseauniana.

La indiscutible consecuencia lógica con la que Carl Schmitt extrae su concepción de lo político a partir del proceso de transformación del Estado liberal en un Estado totalitario no puede ocultar una importante paradoja. Y es que, en efecto, el momento en que se consuma la politización de la sociedad en el sentido schmittiano coincide con la anulación de toda vida política real. El totalitarismo encarna exactamente esa paradoja. Para Schmitt la extensión del conflicto político a todos los ámbitos de la cultura y la sociedad es inherente a la formación de grandes partidos de masas con visiones antagónicas de la sociedad y del Estado, y tiene su consumación en la intervención estatal, burocrática, en el arte, la ciencia, la religión o la ética privada de los particulares. Ahora bien, una politización burocrática es, por definición, una politización reglamentada, obligatoria, forzosa. Por eso la consumación de la política como conflicto no tiene lugar en el enfrentamiento entre partidos, sino más bien en la movilización y la militarización de las masas en los regímenes totalitarios. Pero aquí pierde lo político toda relación con la política: la politización total de la sociedad civil sólo puede consistir en una pseudopolitización.

Pero en la consumación totalitaria de lo político no sólo desaparece la política, sino que el conflicto ya ni siquiera es real. Schmitt afirma, como hemos visto, que la posibilidad de la lucha, de la guerra civil, es condición necesaria para que «quepa hablar de política». Sin embargo, en el Estado totalitario no existen verdaderos antagonistas, auténticos enemigos, sólo queda, a lo sumo, esa categoría difusa del enemigo «interior» que incluye a los disidentes y las minorías indefensas. Y contra el enemigo interior no se combate: simplemente se lo persigue y extermina. Por eso el conflicto al que apela Schmitt constantemente sólo es retórico, es la situación de permanente y ficticia excepcionalidad de la que se sirve el Estado totalitario para mantener a la población bajo control.

En su recensión de El concepto de lo político, Leo Strauss veía en la obra de Schmitt una rehabilitación del estado de naturaleza de Hobbes, contra las pretensiones pacificadoras del Leviatán y, tras él, de todo el pensamiento político liberal. Pero lo que de verdad rehabilita la concepción schmittiana de lo político no es la guerra entre individuos ni (como cree Strauss) entre «pueblos», sino más bien la retórica de la guerra y el conflicto en una sociedad pacificada por el terror burocrático totalitario. Con todo, es verdad que hay diferencias entre Schmitt y su admirado Hobbes: el Leviatán pacifica la sociedad, pero a cambio exige su absoluta despolitización; el «Estado total» de Schmitt, por el contrario, despolitiza la sociedad de manera exactamente igual que el Leviatán hobbesiano, pero recubre esa despolitización con la retórica de una hiperpolitización reglamentaria, orientada al acoso, la persecución y el exterminio del «enemigo interior», es decir, de toda disidencia y de toda diferencia política real. Quizá por eso la paz que funda el «Estado total» del siglo xx nos parece hoy aún más aterradora que la del Leviatán del siglo XVII”.

PREMISAS FILOSÓFICAS FUNDAMENTALES DEL CONCEPTO SCHMITTIANO DE LO POLÍTICO

“Desde una perspectiva histórica o sociológica, la concepción schmittiana de lo político parece indisociable de la transformación de la democracia de masas en la política ficticia y el conflicto retórico de las sociedades pacificadas por el terror burocrático. Si se acepta este punto de vista, parece difícil que las ideas de Schmitt puedan resultar fructíferas para la democracia, aunque naturalmente esta dificultad preocupará más a los actuales valedores de Schmitt que a él mismo, quien se acomodó muy bien al régimen totalitario que le tocó en suerte. Pero el problema, insistimos en ello, no son las posiciones políticas de Schmitt, sino su concepción de la política. En mi opinión, el aspecto filosóficamente más interesante, y también más discutible, de la oposición schmittiana al liberalismo atañe a la presunción de racionalidad de los procesos deliberativos.

Pues Schmitt no funda su crítica al liberalismo únicamente en las dificultades del régimen constitucional de la República de Weimar, ni siquiera en la constatación sociológica general de que el recrudecimiento de los antagonismos sociales amenaza de factom el funcionamiento de las instituciones de la democracia parlamentaria. Más allá de esto, Schmitt pone en cuestión una y otra vez la premisa filosófica racionalista de la democracia liberal o, en sus propias palabras, la «confianza en la relación que mantiene con la justicia y la razón el legislador mismo y todas las instancias que participan en el procedimiento legislativo». Es decir, Schmitt cuestiona el supuesto liberal de que una determinada configuración de los procedimientos legislativos o de los procedimientos de formación de la voluntad política garantiza la aceptabilidad racional de sus resultados por todas las partes implicadas.

Las críticas de Schmitt a los supuestos racionalistas de la democracia parlamentaria se encuentran un tanto dispersas en sus escritos. No hay en ellos un tratamiento sistemático de este tema desligado de otras consideraciones de orden sociológico o jurídico. Quizá esto se debe a que en el ambiente cultural de la Alemania de entreguerras estas críticas estaban tan extendidas que no era necesario hacerlas explícitas. Con todo, podemos intentar reconstruir los argumentos de Schmitt a partir de algunos pasajes especialmente relevantes. En las últimas páginas de El concepto de lo político, Schmitt sostiene que el individualismo es la razón de fondo del carácter apolítico o antipolítico del liberalismo. Desde Locke, o incluso desde Hobbes, el liberalismo supone que la función del Estado consiste, por encima de todo, en proteger la vida y las libertades individuales. Desde esta perspectiva, la violencia que se ejerce sobre el individuo (bien a manos de otros individuos, bien a manos del propio Estado) tiene que rechazarse: «Todo el pathos liberal se dirige contra la violencia y la falta de libertad. Toda constricción o amenaza a la libertad individual, por principio ilimitada, o a la propiedad privada o a la libre competencia, es ‘violencia’ y por lo tanto eo ipso algo malo”.

Ahora bien, este carácter fundamentalmente individualista y antiviolento del liberalismo, esta proscripción de la violencia en nombre del respeto a la vida y los derechos y libertades individuales, no impide que surjan conflictos de intereses. El liberalismo no niega que existan esos conflictos, pero recurre a vías de solución que, según Schmitt, no son sino una degradación de la política. Esas vías pacíficas de solución de conflictos son «la ética y la economía», o como también dice Schmitt, el «espíritu» y el «negocio». Quizá podamos interpretar estas expresiones, un tanto crípticas, del siguiente modo: para el liberalismo sólo existen los conflictos entre intereses privados, y estos conflictos entre particulares se resuelven o bien por la vía de una deliberación en la que cada parte intenta convencer al oponente de la corrección de sus puntos de vista, o bien por la vía de una negociación en la que se alcanza un compromiso entre los intereses enfrentados. Así como el positivismo jurídico parte del supuesto de que una determinada configuración de los procedimientos legislativos garantiza la legitimidad de las leyes, así también la concepción liberal de la política presupone que los procedimientos deliberativos pueden conducir a soluciones razonables, que resulten aceptables para todas las partes en conflicto.

Pues bien, esto es justamente lo que Schmitt niega. Pero nunca explica realmente esta negativa; nunca explica por qué no es posible alcanzar soluciones dialogadas para las diferencias políticas y por qué, por consiguiente, lo político debe desembocar en el enfrentamiento irreconciliable, en la guerra civil o en el exterminio de toda disidencia. Schmitt se contenta en este punto con argumentos sociológicos, y se limita a indicar que en las modernas democracias de masas se revela completamente ingenua la vieja pretensión liberal de que los debates parlamentarios consisten en un intercambio de argumentos en el que acaba imponiéndose el mejor de ellos, esto es, el que cuenta con mejores razones a su favor.

Es obvio que no le falta razón a Schmitt desde un punto de vista descriptivo, empírico. La vida política en las democracias de masas consiste principalmente en una cruda lucha entre partidos por ocupar el poder, y esto no puede ignorarse tras los clásicos análisis sociológicos de liberales como Weber o Schumpeter, por ejemplo. Pero de estos análisis sociológicos no puede extraerse la conclusión de que es imposible por principio llevar a término un debate (parlamentario o no) en el que acaben imponiéndose los mejores argumentos. Contra lo que Schmitt sostiene, no es falsa ni pertenece sólo a un contexto histórico determinado la conexión de la deliberación con «la justicia y la razón», por utilizar sus propios términos. El resultado de un debate en el que se argumenta en serio (es decir, un debate en el que las partes no intentan engañarse, ni tampoco persuadirse mutuamente mediante recursos retóricos) tiene de su parte una presunción de racionalidad, en el sentido trivial de que la opinión que supera un mayor número de objeciones puede considerarse más correcta, más racional, que todas aquellas opiniones alternativas que no han superado esa misma prueba. Y cuando el objeto de la deliberación tiene implicaciones prácticas, un mayor grado de racionalidad puede interpretarse también como un mayor grado de justicia: por ejemplo, una propuesta política que se somete a deliberación y que obtiene el consentimiento de los interesados puede considerarse más justa que aquella que conviene sólo a una de las partes o que se impone simplemente por la fuerza. Éste es el sentido, trivial pero importante, en que puede afirmarse una conexión esencial entre el diálogo y «la justicia y la razón».

Un filósofo político schmittiano podría replicar a esta crítica argumentando que poco importa la conexión abstracta entre deliberación y racionalidad, cuando la realidad de los sistemas políticos (y no sólo en la Europa de entreguerras) defrauda constantemente la expectativa de encontrar verdaderas deliberaciones, cuyos resultados tengan de su parte una presunción de racionalidad. Pero el sobrio realismo sociológico sobre el que descansa este argumento no es tan realista como se pretende. Sin duda es verdad, como subraya Schmitt siguiendo a Max Weber, que los debates parlamentarios son a menudo «inútiles y banales» y casi siempre tienen mucho más de escenificación deliberativa que de deliberaciones en sentido propio. Pero no menos cierto es que en una democracia parlamentaria ningún partido, por amplia que sea su mayoría, puede eximirse enteramente de la obligación de fundamentar su política en razones que tengan al menos la apariencia de ser públicamente aceptables, es decir, de ser capaces de suscitar un acuerdo generalizado entre los restantes partidos y en la opinión pública. Incluso el poder ejecutivo respaldado en una mayoría absoluta está sometido a la exigencia de fundamentar convincentemente sus decisiones.

La mejor prueba de ello es el hecho de que, cuando los gobiernos se proponen actuar de un modo completamente injustificable ante la opinión pública, tienen que hacerlo en secreto. Esto es un indicio inequívoco de que la política democrática nunca puede prescindir enteramente de las razones, por grande que sea la distancia entre las premisas filosóficas racionalistas del liberalismo y la realidad de las instituciones deliberativas en las democracias de masas. Por eso el pensamiento liberal, al menos desde Kant, ha subrayado siempre la importancia de la publicidad como condición de legitimidad del poder. «Son injustas —escribe Kant— todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser hechos públicos”. La esfera pública política no es simplemente un escenario en el que tiene lugar la ficticia escenificación (en un sentido casi teatral) de procesos deliberativos, sino una instancia ante la que el sistema político tiene que dar razón de sus decisiones, y a la que nunca puede controlar completamente, a no ser mediante su liquidación totalitaria.

Por otra parte, también desde una perspectiva liberal podría concederse a Schmitt que el intercambio racional de argumentos, por no hablar de la victoria del más racional de ellos, es a lo sumo una excepción en política, un acontecimiento rarísimo entre la marea de retórica y de propaganda que domina la comunicación política. Pero tampoco este hecho nos obliga a aceptar la concepción schmittiana de lo político como conflicto, pues la solución pacífica,de los conflictos políticos no se alcanza siempre mediante una deliberación en la que se impone la fuerza racional de los mejores argumentos, sino que son más frecuentes las negociaciones en las que las partes alcanzan compromisos entre intereses enfrentados. Los acuerdos y los compromisos no son lo mismo, y es importante diferenciar ambas formas de solución de conflictos, así como diferenciar los tipos de debate que conducen a una u otra.

Quienes debaten para alcanzar un verdadero acuerdo intercambian argumentos, mientras que quienes negocian un compromiso de intereses intercambian básicamente amenazas, o eventualmente promesas de recompensa. En el primer caso los participantes en la deliberación pretenden convencer a sus interlocutores de la superioridad racional de sus puntos de vista, es decir, intentan mostrar que sus puntos de vista son los que resisten mejor las objeciones, y por lo tanto los que racionalmente deberían aceptar también quienes en principio concurren al debate como oponentes. En consecuencia, cuando una deliberación concluye con éxito (es decir, cuando se imponen los mejores argumentos y se alcanza un verdadero acuerdo entre las partes), es evidente que la definición común de la situación que se afirma como resultado de la deliberación se fundamenta en las mismas razones para todas las partes.

Nada de esto sucede en las negociaciones que conducen a establecer compromisos de intereses. También en estos casos se alcanza una definición común de una situación, o se establece un curso de acción que todas las partes se comprometen a seguir. Pero cuando no se alcanza un verdadero acuerdo, cada parte acepta el resultado de la negociación por sus propias razones, no compartidas con sus interlocutores. Esto explica por qué los compromisos de intereses son soluciones mucho menos estables que los acuerdos fundados en razones compartidas: tan pronto como la correlación de fuerzas cambia, las partes pueden abandonar legítimamente los compromisos alcanzados, obligando a reiniciar un nuevo proceso de negociación o procediendo a hacer efectivas sus amenazas”.

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