Por Hernán Andrés Kruse.-

“Un ejemplo histórico puede servirnos aquí. Para ilustrar la diferencia entre ambos tipos de debate, K.-O. Apel recurre al diálogo de los atenienses con los melios, como lo refiere Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso. El contexto de este debate es conocido: como la isla de Melos, aliada de Esparta, se resistía a someterse al poder ateniense, Atenas envió embajadores para vencer definitivamente esa resistencia. En el contexto de nuestra argumentación, lo interesante de este debate entre los atenienses y los melios es el hecho de que cada una de las partes representa no sólo posiciones enfrentadas, sino tipos de debate diferentes. Los melios apelaban a una idea de justicia para disuadir a los atenienses de sus pretensiones de dominio. Los argumentos que aducían los melios tenían, por lo tanto, la pretensión de convencer a sus oponentes sobre la base de una concepción compartida de lo que deben ser las relaciones entre comunidades políticas. Si hubiesen logrado convencer a los atenienses, el proceso deliberativo entre ambas partes habría conducido a un verdadero acuerdo fundado en las mejores razones, que para los melios eran razones de justicia.

En cambio, en el texto de Tucídides los atenienses representan ejemplarmente la posición de quienes negocian una solución a un conflicto sobre la base de simples amenazas, y sabiéndose en una posición de ventaja por lo que respecta a la correlación de fuerzas. La crudeza de las expresiones de los atenienses es interesante porque revela la renuncia a movilizar razones que los interlocutores melios pudieran compartir. En caso de que los melios se hubiesen avenido a aceptar las exigencias de los atenienses, podría decirse que el diálogo habría definido también una praxis común, pero es evidente que ésta no habría estado basada en las mismas razones por ambas partes: los atenienses habrían fijado los términos de la relación con los melios siguiendo únicamente sus propios intereses; y los melios, por su parte, se habrían plegado a la voluntad de los atenienses simplemente para evitar las sanciones de éstos. El arreglo así alcanzado expresaría meramente un compromiso, probablemente muy inestable, entre intereses contrapuestos.

Esta caracterización de las diferencias entre acuerdos y compromisos muestra que estos últimos se aproximan sin duda al modelo schmittiano de la política como conflicto. La historia que refiere Tucídides finalizó con la conquista de la isla de Melos, en la que los atenienses «mataron a todos los melios adultos que apresaron y redujeron a la esclavitud a niños y mujeres». Con todo, si modificásemos las condiciones en que tuvo lugar aquel diálogo, podríamos mostrar que los compromisos de intereses pueden ser soluciones aceptables y pacíficas de los conflictos políticos. Por ejemplo, si los atenienses hubieran actuado por motivos distintos del puro imperialismo, y hubiesen estado dispuestos a aceptar razones de justicia, o si los melios hubiesen tenido a su vez una capacidad real de amenaza, habrían podido alcanzar un compromiso, una paz en condiciones menos desventajosas para ellos, y con esto habrían evitado la masacre.

Los compromisos de intereses no son verdaderos acuerdos, pero son la opción preferible allí donde los acuerdos son imposibles porque las posiciones de las distintas partes son enteramente irreconciliables. Y son, sin duda, frecuentes en política. Cuando surge un antagonismo verdaderamente irreconciliable en el que ninguna de las partes puede convencer a la otra de la superioridad racional de sus puntos de vista, recurrir a la violencia y a la eliminación del rival político puede evitarse si cada una de las partes traduce al prosaico lenguaje de los intereses negociables esas posiciones que en principio se presentaban con una pretensión de verdad o de justicia supuestamente capaz de convencer al contrario. Los conflictos entre lo que Rawls llama «doctrinas comprehensivas» diferentes pueden (y suelen) resolverse mediante compromisos de este tipo. Entre visiones del mundo antagónicas no es posible, quizá, el acuerdo, pero sí pueden alcanzarse compromisos.

Así pues, y contra lo que Schmitt supone, la política no se encuentra ante la alternativa de una ingenua confianza en la capacidad de alcanzar acuerdos y un antagonismo a muerte. Queda aún, entre ambos extremos, esa tercera opción que consiste en la negociación y el logro de compromisos. A decir verdad, los compromisos son seguramente la clave de la política liberal, que no es tan moralizante como Schmitt pretende. Y cuando ni siquiera es posible alcanzar compromisos, queda aún el recurso de la regla de la mayoría. Contra lo que Schmitt sostiene, este último recurso no es un instrumento para aplastar al adversario político, sino una imposición provisional de posiciones políticas no consensuadas, pero sobre la base de un acuerdo de fondo: precisamente el consenso en torno a la regla de la mayoría y a las condiciones de la alternancia pacífica en el poder.

Pero Schmitt no está dispuesto a conceder al liberalismo que son posibles estas formas pacíficas de solución de conflictos. Por una parte, Schmitt distingue claramente, y en términos parecidos a los que hemos empleado aquí, los compromisos de intereses y los acuerdos en los que se impone racionalmente el mejor argumento: “La discusión significa un intercambio de opiniones; está determinada por el objetivo de convencer al adversario, con argumentos racionales, de lo verdadero y lo correcto, o bien dejarse convencer por lo verdadero y lo correcto […]. Por otra parte, las negociaciones, cuyo objetivo no es encontrar lo racionalmente verdadero, sino el cálculo de intereses y las oportunidades de obtener una ganancia haciendo valer en lo posible los propios intereses, también van acompañadas, por supuesto, de discursos y discusiones, pero no se trata de una discusión en sentido propio.

Sin embargo, y a pesar de esta distinción, Schmitt no es menos escéptico hacia la negociación como forma de solución pacífica de los conflictos políticos. Pero las razones que desacreditan las negociaciones son distintas de las que desautorizan los acuerdos, y tienen un carácter más bien estético. En efecto, Schmitt no cree que las soluciones negociadas de los conflictos políticos sean imposibles, pero las juzga soluciones inferiores. Las negociaciones, que constituyen el verdadero procedimiento de decisión en las democracias parlamentarias, tienen para Schmitt el carácter un tanto despreciable de acuerdos privados, de arreglos adoptados casi en secreto. Son típicas del «neutralismo espiritual” de un liberalismo que, al extender el modelo de las transacciones económicas a los asuntos políticos, priva de su grandeza a lo político, aunque cuente con la ventaja (que para Schmitt no es tal) de evitar la violencia y la guerra.

Este escepticismo de Schmitt hacia la posibilidad de hallar soluciones pacíficas y racionales para los conflictos políticos explica una sorprendente incoherencia de su crítica del liberalismo. Por un lado, Schmitt insiste una y otra vez en que el liberalismo «neutraliza» el conflicto propiamente político al sustituirlo por la argumentación y la negociación. Con esto el liberalismo demuestra su incurable insuficiencia política, su incapacidad para «llegar a obtener una idea específicamente política». Sin embargo, al mismo tiempo Schmitt sostiene que es hipócrita toda esta «neutralización» que el liberalismo opera sobre los conflictos políticos, todo su pacifismo y su rechazo de la violencia, pues el liberalismo, lo quiera o no, participa también de lo político, es decir, del antagonismo y la formación de grupos enfrentados de amigos y enemigos.

Esto se muestra con especial claridad en el ámbito de las relaciones internacionales, en las que el liberalismo ha logrado sustituir lo que Schmitt llama el Ius publicum europaeum (el derecho internacional clásico de los estados soberanos, surgido de la Paz de Westfalia) por un orden mundial dominado por instituciones como la Sociedad de Naciones o la ONU. Lo esencial en el nuevo orden internacional liberal consiste en que los estados han perdido parte de su soberanía al desaparecer el ius ad bellum, el derecho de declarar la guerra. La guerra se sustrae a la soberanía política y queda juridificada, sometida al derecho, declarada ilegal salvo en muy contados casos: la única guerra justificada es precisamente la que se emprende contra los estados que violan la prohibición de la guerra, y que ahora se consideran estados criminales. Las intervenciones militares ya no se interpretan como guerras entre estados soberanos en el sentido del derecho internacional clásico, sino más bien como acciones policiales de mantenimiento del orden internacional.

Es obvio que este cambio estructural del derecho internacional obedece a la misma orientación pacifista y legalista que el liberalismo quiere imponer en el interior de los estados, pero Schmitt sólo ve en él un pretexto de las potencias liberales para criminalizar (o en su terminología, «discriminar» moralmente) a los estados rivales e imponer su hegemonía sobre ellos. Por eso el resultado de esta transformación del derecho internacional no será el pretendido pacifismo que invocan los estados liberales hegemónicos, sino una multiplicación de los conflictos, y también un recrudecimiento de la violencia desplegada en esos conflictos, favorecida por la «discriminación» o criminalización del adversario, pues los contendientes en las guerras libradas dentro del marco del derecho internacional clásico se reconocían mutuamente como iusti hostes, como enemigos que representaban pretensiones antagónicas, pero igualmente legítimas; mientras que el adversario del orden internacional juridificado y pacificado por el liberalismo sólo se percibe como un criminal al que hay que eliminar porque perturba la paz internacional.

Schmitt concluye El concepto de lo político con un párrafo en el que desenmascara el falso pacifismo y el carácter soterradamente político del liberalismo: “Finalmente el imperialismo económico dispone de medios técnicos para infligir la muerte física por la violencia, armas modernas de gran perfección técnica puestas a punto mediante una inédita inversión de capital y conocimientos científicos […]. Eso sí, para la aplicación de tales medios se crea un nuevo vocabulario esencialmente pacifista, que no conoce ya la guerra sino únicamente ejecuciones, sanciones, expediciones de castigo, pacificaciones, protección de los pactos, policía internacional, medidas para garantizar la paz. El adversario ya no se llama enemigo, pero en su condición de estorbo y ruptura de la paz se lo declara hors-la-loi yhors lhumanité; cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posición de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de convertirla en «cruzada» y en «última guerra de la Humanidad» […]. También este sistema, presuntamente apolítico y en apariencia incluso antipolítico, está al servicio de agrupaciones de amigos y enemigos, bien ya existentes, bien nuevas, y no podrá tampoco escapar a la consecuencia interna de lo político”.

En este pasaje (que, sin duda, no es ajeno a nuestra propia época) Schmitt critica con razón los abusos del lenguaje pacifista y humanitario del liberalismo, abusos que lo convierten en mera retórica y en la ideología de cierto imperialismo liberal. También en nombre de la paz pueden librarse guerras sangrientas; también en nombre de la «humanidad» pueden justificarse las peores atrocidades políticas. Probablemente Schmitt también acierta al advertir del grado infinito de violencia que pueden alcanzar los conflictos cuando se moralizan en este sentido, es decir, cuando se convierten en conflictos que enfrentan a partidarios de valores irreconciliables y que no admiten acuerdos ni compromisos. Pero lo que no se comprende en la argumentación de Schmitt es por qué esta moralización de la política (que, por lo demás, no hace sino llevar el antagonismo político al nivel de conflicto en el que Schmitt querría situarlo) habría de ser una peculiaridad del liberalismo.

Más bien habría que argumentar lo contrario: la moralización de los conflictos políticos, la discriminación moral del adversario, es contraria a ese espíritu de negociación que Schmitt desprecia, pero que caracteriza al liberalismo según su propio análisis. Los que discriminan (y después exterminan) al adversario político son más bien quienes no están dispuestos a negociar nada, quienes sólo admiten el diálogo mientras quede claro de antemano que al final deben imponerse sus propias tesis, es decir, quienes están dispuestos a recurrir a la palabra sólo para informar a sus adversarios de cuál es la posición correcta o de cuáles son las posiciones que no están dispuestos a ceder en ningún caso. Es verdad que también los estados liberales «discriminan» a menudo a sus adversarios, en el sentido schmittiano del término. Pero desde una perspectiva liberal, esto sólo puede hacerse justificadamente contra quienes se niegan a recurrir a las vías pacíficas de solución de los conflictos políticos, es decir, sólo contra quienes rechazan el recurso al diálogo para convencer a los otros de la corrección de sus puntos de vista, o al menos para negociar algún compromiso con sus adversarios. En el mismo sentido en que la tolerancia cesa con el intolerante, así el diálogo cesa con quien se niega a dialogar. Y entonces se abre el conflicto y comienza el antagonismo irreconciliable. Pero para quienes defienden una concepción liberal de la política, éste es el punto en el que termina la política, y no, como para Schmitt, el punto en el que comienza”.

EL SIGNIFICADO POLÍTICO DE LA IZQUIERDA SCHMITTIANA CONTEMPORÁNEA

“El concepto schmittiano de lo político como conflicto entre facciones irreconciliables puede acomodarse perfectamente a las categorías del pensamiento revolucionario, incluido el marxista. De hecho, los antagonismos de clase, tal como los concibieron Marx o Lenin, son probablemente el paradigma del conflicto político schmittiano que no admite ninguna forma de solución pacífica. El entramado conceptual del pensamiento político liberal poco puede hacer ante tales antagonismos: para el comunismo revolucionario, entre burgueses y proletarios no es posible ninguna forma de entendimiento, en el sentido de que una de las partes pudiera convencer a la otra de la superioridad racional de sus pretensiones; tampoco es posible ninguna forma de compromiso, como el que defendía el reformismo socialdemócrata de Bernstein frente a Luxemburgo o Lenin en la época en que la discusión de estas alternativas dominó el debate entre los autores marxistas.

Los antagonismos de clase introducen en la sociedad una nítida confrontación schmittiana de amigos y enemigos, e históricamente esta confrontación condujo, en la época de El concepto de lo político,a una lucha a muerte entre clases sociales, es decir, a las revoluciones comunistas o a la transformación de los estados liberales en estados fascistas que suprimieron el peligro de la revolución por medio de la represión y la violencia estatal. La agudización de los antagonismos de clase en una lucha a muerte confirma, además, las tesis de Schmitt acerca del recrudecimiento de la violencia política debido a su moralización. No hay compromiso posible entre las dos grandes clases sociales porque ambas violan, a ojos de su antagonista, alguna ley moral: quizá la ley sagrada de la propiedad en un caso; y en el otro, las leyes de la justicia, que el burgués pisotea al basar su enriquecimiento en la explotación.

Todo esto explica el hecho de que la izquierda revolucionaria (recordemos nuevamente la figura de Kirchheimer) prestase atención a la obra de Carl Schmitt durante el periodo de entreguerras, y nuevamente durante los años sesenta o setenta. En cambio, más difícil encaje tiene el pensamiento de Carl Schmitt en una izquierda no revolucionaria, sino más o menos satisfecha con la democracia liberal, al menos por lo que respecta a sus principios básicos. Cabe preguntarse, en efecto, qué puede aprovechar de Carl Schmitt una izquierda de este tipo, que ha abandonado la concepción de la política como lucha de clases, y que tampoco profesa ninguna simpatía hacia la posibilidad, que el propio Schmitt tanto apreciaba, de transformar las heterogéneas y plurales sociedades liberales en sociedades homogéneas, rousseaunianas, que han suprimido totalitariamente los antagonismos y las diferencias políticas. Cabe preguntarse, en suma, qué espera aprender de Carl Schmitt una izquierda que ya no es revolucionaria ni totalitaria.

Por eso resulta difícil discernir en qué consiste exactamente el discurso político de los neoschmittianos de izquierda. Pese a las diferencias de enfoque entre ellos, estos autores comparten la imagen de la vida política contemporánea propuesta por Schmitt, que los neoschmittianos completan con la perspectiva de autores ideológicamente muy diferentes, como Arendt o Foucault. De acuerdo con este diagnóstico, el mundo contemporáneo es un mundo tendencialmente despolitizado por la técnica, un mundo en el que la auténtica vida política es reemplazada por la hegemonía indiscutida de los poderes económicos y por la gestión tecnocrática de las poblaciones. Ante esta despolitización estructural, poco tiempo después del hundimiento del comunismo soviético J. Derrida actualizaba las reflexiones de Schmitt en torno al ambiguo significado de la desaparición de los bloques antagónicos de la guerra fría: como indicaba Schmitt en su Teoría del partisano, podría suceder que la desaparición del enemigo identificable de la democracia liberal occidental no condujese a la abolición definitiva de todo antagonismo político, sino más bien a la multiplicación y el recrudecimiento de los conflictos a escala mundial. La despolitización de la civilización liberal coincidirá de modo paradójico con una hiperpolitización de consecuencias dramáticas.

También G. Agamben completa su diagnóstico político de nuestra época rescatando categorías schmittianas. En concreto, Agamben retoma el concepto de soberanía como la capacidad de decidir acerca del estado de excepción, una capacidad que se sitúa más allá del imperio de la ley, en un espacio de indiferencia entre la violencia y el derecho. Frente a la ingenua confianza liberal en el imperio de la ley, la decisión autoritaria sobre la que descansa el derecho es el paradigma de la soberanía también en nuestra época; y lo es cada vez más, en una época en que el poder ejecutivo se impone sobre el legislativo, los decretos ganan terreno frente a las leyes y el «estado de excepción» suplanta inadvertidamente al Estado de derecho. En consecuencia, Agamben difumina las diferencias entre la democracia liberal y el totalitarismo: el tipo de regulación jurídica excepcional, extralegal, que caracteriza a lo que Schmitt llama «Estados administrativos», caracteriza también a los estados democráticos de nuestros días, especialmente en el tratamiento de determinados colectivos (inmigrantes irregulares, refugiados, prisioneros de guerra, etc.). Agamben sostiene incluso la provocadora tesis de que el campo de concentración y no el Estado de derecho es el paradigma político del mundo moderno.

Y a un propósito no meramente analítico, sino más explícitamente normativo, obedece la recuperación de Schmitt a manos de autores como R. Esposito o Ch. Mouffe. Esposito reacciona schmittianamente contra el vaciamiento de lo político que caracteriza al liberalismo, y reivindica una concepción de la política que no encubra ni renuncie al Facttum del antagonismo, el conflicto y la violencia. Pero Esposito también se opone al intento (al cual se suma todavía el primer Schmitt en Catolicismo y forma política) de contraponer a dicho vaciamiento la autoridad carismática de la Iglesia católica, último reducto institucional de una política inspirada teológicamente en la época de la secularización y el Estado racional moderno. La categoría de lo «impolítico» (representada, por ejemplo, en esa primera fase de la revolución americana ensalzada por Hannah Arendt), corresponde a una acción política no congelada aún en el marco jurídico del Estado de derecho liberal.

Sin embargo, quizá son los escritos de Ch. Mouffe los que mejor aclaran en qué podría consistir una nueva política democrática inspirada en Schmitt (una nueva política que, según Agamben, «en gran parte está por inventar»). Mouffe rechaza el afán armonizador y homogeneizador típicamente liberal a favor de la reivindicación de las diferencias y antagonismos en las formas de vida y las alternativas políticas. Según esta autora, la base de la integración de las sociedades democráticas no pueden seguir siendo las tradiciones y valores culturales compartidos, como pretendería (según ella) el liberalismo, sino que se necesita un fundamento más abstracto, que ella sitúa en los propios procedimientos democráticos: «La adhesión a los principios del régimen democrático liberal debe ser la base de la homogeneidad que la igualdad democrática requiere”.

Ahora bien, es difícil creer que esta idea tenga realmente una filiación schmittiana, puesto que no hace otra cosa que expresar, precisamente, la convicción básica del liberalismo político, esto es, la idea de que las diferentes opciones políticas pueden armonizarse o al menos coexistir pacíficamente a través de los procedimientos deliberativos y democráticos de formación de la voluntad política. De manera que esta curiosa síntesis de Carl Schmitt y el pensamiento posmoderno, estas apelaciones a la diferencia en la vida social y a la irreductibilidad del antagonismo en una esfera política que, sin embargo, sigue manteniéndose dentro del marco de la democracia liberal, no parecen hacer otra cosa que revestir de un aura agonística la descripción de la vida política normal de las democracias liberales.

Cabría pensar, por lo tanto, que este rodeo por el universo conceptual schmittiano es superfluo, y que más valdría asumir consecuentemente que la concepción posmoderna de lo político se integra bastante mejor en la mucho más prosaica teoría política de la democracia liberal. Pero con esto perderíamos de vista una importantísima (y quizá inconsciente) función que cumple este neoschmittianismo de izquierdas. Dicha función no es otra que rescatar las categorías marxistas de la política como conflicto, pero vaciándolas de su contenido propiamente marxista, es decir, eliminando la lucha de clases. Ya en la época en que su publicó El concepto de lo político, algunos intérpretes reprocharon a Schmitt la vacuidad y el carácter totalmente abstracto de su dialéctica de amigos y enemigos, que cabe interpretar incluso como la réplica burguesa a la lucha de clases.

Podría decirse algo parecido del pensamiento político neoschmittiano: torna presentable en la sociedad liberal cierta retórica, en el fondo totalmente inocua, del conflicto, la lucha y el antagonismo. Por supuesto, esta apropiación meramente retórica del pensamiento revolucionario es muy oportuna en un mundo casi plenamente neoliberal, en el que (por fortuna o por desgracia) el marxismo prácticamente se ha esfumado de la discusión política. Por eso es muy probable que la función del neoschmittianismo sea, ante todo, una función ideológica que consiste en escenificar el discurso del antagonismo en una sociedad que el teórico neoschmittiano sabe y quiere pacificada en los términos que establece precisamente el liberalismo”.

(*) José Luis López de Lizaga (Departamento de Filosofía-Facultad de Filosofía y Letras-Universidad de Zaragoza-España): “Diálogo y conflicto. La crítica de Carl Schmitt al liberalismo” (Diánoia-Volumen 57-Número 68-Ciudad de México-2012).

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