Por Pascual Albanese.-
Desde la discusión sobre la tobillera impuesta a Cristina Kirchner luego de su condena a prisión domiciliaria en la causa por los sobreprecios en las licitaciones de Vialidad Nacional hasta la investigación de las causas sobre las muertes por el fentanilo contaminado, pasando por la repercusión de los audios de Diego Spagnuolo sobre las presuntas coimas en el precio de los medicamentos para discapacitados y de las grabaciones a Karina MIei en la propia Casa de Gobierno, la agenda pública argentina se ve literalmente monopolizada por controversias que concentran los titulares periodísticos y hacen que en las últimas semanas las encuestas consignen que la corrupción haya desplazado a la inflación, los salarios, el desempleo y los índices de pobreza como el mayor tema de preocupación de la opinión pública.
Pero para interpretar el sentido de esa preocupación, más que intentar develar la trama oculta de una película policial o de una serie de espionaje cuya intriga conmociona a los medios periodísticos, inmersos en una “caza de brujas” orientada a descubrir la identidad de los verdaderos culpables, conviene profundizar el análisis del contexto nacional y global en que se desarrollan los acontecimientos.
Ante todo hay que subrayar un hecho estructural que marcó un cambio de época a nivel mundial: desde 1991, fecha de la autodisolución de la Unión Soviética, un acontecimiento histórico que significó la eliminación del socialismo como una alternativa económica viable, el capitalismo en sus diversas modalidades, desde Estados Unidos hasta China, quedó erigido en el único sistema económico vigente, lo que inauguró una discusión de fondo, hoy en pleno desarrollo en la Argentina, alrededor del replanteo del rol del Estado en la economía y en la sociedad.
Esa drástica revisión del papel del Estado está en el origen del liderazgo de Donald Trump en Estados Unidos y de su estrategia de reconfiguración del poder mundial, del inminente colapso del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela y del signo de la nueva etapa que empieza a avizorarse en Bolivia tras el agotamiento del ciclo de veinte años de Evo Morales y la previsible victoria de Rodrigo Paz Pereira en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 19 octubre, una semana antes de las elecciones legislativas argentinas del 26 de octubre. La Argentina con Milei es parte de ese fenómeno.
Desde esta nueva perspectiva abierta desde la caída del muro de Berlín y fortalecida por los avances tecnológicos de la era de la información, que promueven una mayor transparencia y facilitan los medios para un mejor escrutinio de los actos de gobierno, la percepción colectiva sobre la corrupción en el Estado comenzó a trascender el plano del examen jurídico y ético de las conductas individuales para transformarse en un fenómeno íntimamente vinculado con la lucha por la distribución del ingreso. Porque detrás de cada acto de corrupción en el ámbito estatal hay un gasto público superfluo, una empresa injustamente beneficiada, un perjuicio a los contribuyentes y una sociedad damnificada.
La lucha contra la corrupción en el Estado y su usufructo por la “clase política”, que Milei rebautizó con el nombre de “casta”, se fue convirtiendo entonces en un aspecto central de la actualización del concepto de justicia social en las condiciones del siglo XXI. Esto explica también la creciente judicialización de la política, tendencia que rebasa las fronteras argentinas y en otro nivel adquiere hoy rasgos inéditos como la controversia desatada a raíz de un reciente fallo judicial en Estados Unidos que declaró nada menos que la inconstitucionalidad de los aumentos arancelarios dispuestos por Trump.
Esta vinculación entre la problemática de la corrupción y las pujas por la distribución del ingreso permite entender mejor las causas por la cuales una parte significativa de los sectores populares tradicionalmente alineados con el peronismo votó por Javier Milei en la elección presidencial de 2023. Porque los beneficios del tan proclamado “Estado presente” eran inferiores a los perjuicios ocasionados por un déficit fiscal que impulsaba una espiral inflacionaria que golpeaba sobre el ingreso de los trabajadores mientras beneficiaba a los grupos empresarios que lucraban con el presupuesto nacional, a la vez que potenciaba los mecanismos de intermediación que transformaron al modelo asistencialista en una estructura de clientelismo político. Ese mismo déficit presupuestario fue también durante muchos años el principal negocio de la “Patria Financiera”, cuyas mayores ganancias provenían de los préstamos al sector público más que del crédito al sector privado.
La estructura de la denominada “Patria Contratista” o del “capitalismo de amigos”, forjada durante años con gobiernos de distinto signo, solidificada durante el último régimen militar con la asociación establecida entre el Estado y los entonces bautizados “capitanes de la industria”, sostenida durante el gobierno de Raúl Alfonsín y golpeada fuertemente en la década del 90 por la política de apertura internacional impulsada por Carlos Menem, pero revitalizada después y llevada hasta el paroxismo por el “kirchnerismo” e identificada hoy con la figura emblemática de Lázaro Báez, es habitualmente vinculada con el presupuesto para obras públicas y con la industria de la construcción.
En ese sentido, podría decirse que, después del juicio a las juntas militares impulsado por Alfonsín, es posible que la denominada “Causa Cuadernos”, iniciada por el juez federal Claudio Bonadio, un calificado cuadro político del peronismo ortodoxo de la década del 70, artífice de un proceso penal que antes del fin de este año sentará nuevamente en el banquillo de los acusados a Cristina Kirchner, acusada de jefa de una asociación ilícita, y a otros altos funcionarios de su gobierno, pero que incluye como novedad a una extensa nómina de directivos de muchas de las mayores empresas argentinas, constituya el acontecimiento judicial más trascendente de la historia argentina. Porque lo que estará presente en este juicio será un sistema de poder político y económico que llevó al vaciamiento del Estado argentino.
Por su gigantesco volumen económico resulta lógico que en el imaginario colectivo este sistema prebendario haya quedado asociado, en primer término, con el sistema de contratación de las obras públicas en todos sus niveles. Por ese motivo, cuando con el peculiar estilo controversial que siempre lo caracteriza. Javier Milei rebautizó a la Cámara Argentina de la Construcción como “Cámara Argentina de la Corrupción” golpeó con fuerza en un lugar extraordinariamente sensible.
No se trataba de algo novedoso. Hace veinte años, en noviembre de 2005, Roberto Lavagna fue separado del Ministerio de Economía por Néstor Kirchner apenas días después de haber denunciado la “cartelización” de la obra pública en una jornada de la Cámara Argentina de la Construcción, en una acusación que mereció una declaración pública de rechazo de la entidad, en aquel momento presidida por Carlos Wagner, quien actuaba en sintonía con el Ministro de Infraestructura, Julio De Vido. Bonadío incluyó esa exposición de Lavagna en el expediente que llevó al procesamiento, entre otros, de De Vido y de Wagner, quien luego declaró como arrepentido en esa causa que está hoy en vísperas del juicio oral.
Pero en un nada desdeñable posicionamiento dentro de ese ranking encabezado por los beneficiarios de la “Patria Contratista” y la “Patria Financiera” se encuentra el negocio de los medicamentos, un sector todavía muchísimo más concentrado que mueve alrededor de 10.000 millones de dólares anuales, de los cuales 4.000 millones son comprados por el PAMI y varios miles de millones más se distribuyen entre diferentes organismos del sector público, en especial el Ministerio de Salud de la Nación, la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), las provincias y algunos municipios, a lo que correspondería sumar también los subsidios al sistema de obras sociales y el control estatal sobre su administración.
Corresponde agregar que esta actividad es asimismo un territorio en permanente disputa entre los laboratorios nacionales y los extranjeros, que reclaman una mayor apertura, en un conflicto de intereses que lleva más de treinta años y origina recurrentes controversias políticas. En la actualidad existe una ardua discusión puntual porque los laboratorios extranjeros afirman que la ANMAT, que es el organismo de control de la actividad, dificulta la aprobación de sus patentes y pretenden avanzar en la desregulación del sector, una solicitud que cuenta naturalmente con el respaldo del Ministro de Desregulación y Transformación del Estado, Federico Sturzenegger.
Esto explica la proliferación de denuncias sobre las contrataciones y la administración de los fondos públicos en este sector y las características muchas veces cruzadas de las imputaciones recíprocas que rodean a la investigación de las responsabilidades sobre las muertes por el fentanilo contaminado, que afectan directamente al sistema de negocios del “kirchnerismo”, y a las actuales derivaciones de los audios de Spagnuolo, que tocan al actual gobierno.
El enrarecimiento del clima político generado por esta atmósfera de sospecha en una cuestión tan particularmente sensible como es el tema de la discapacidad se vio acompañado por la verificación de un hecho estructural, que está en el ADN del actual gobierno: como difícilmente hubiera podido ser de otra manera, la vertiginosidad del espectacular y meteórico ascenso de Milei, un fenómeno provocado por el hastío mayoritario ante el agotamiento del sistema político tradicional, estuvo signado por un carácter eminentemente aluvional que le imprimió una marcada heterogeneidad de orígenes, exhibida en las violentas discusiones públicas surgidas desde un principio en el bloque de diputados nacionales de la Libertad Avanza y que alcanzaron su punto culminante en los últimos días con las denuncias lanzadas por legisladores de la bancada oficialista que ahora conformaron un bloque disidente.
La necesidad ineludible de transformar ese fenómeno aluvional en una fuerza política organizada en condiciones de competir electoralmente obligó a un inédito ejercicio de ordenamiento interno que implicó la instauración de un férreo mecanismo de verticalidad implantado desde la cúpula de la estructura del Estado, cuya responsabilidad quedó a cargo de Karna Milei y su equipo, encabezado por Eduardo “Lule” Menem”, erigidos en el blanco inevitable y natural de la multitud de críticas derivadas de esa función disciplinaria, que tuvo su expresión más reciente en la fijación de de la estrategia de alianzas y en la integración de las listas de candidatos de La Libertad Alianza.
Para adquirir cierta dimensión territorial esa nueva construcción política estableció como piezas fundamentales la designación de los responsables de las delegaciones locales de la ANSES y del PAMI en todo el país, por lo que entró en conflicto con numerosos gobernadores que hasta entonces habían sido aliados tácticos del oficialismo en el Congreso e incluso con muchos de quienes habían acompañado a Milei a principios de su campaña.
El avance de este proceso de disciplinamiento interno disparó una crisis por implosión que actualizó la vigencia de aquel antiguo refrán de que “con amigos así nadie necesita enemigos”. En este nuevo contexto corresponde inscribir los ruidosos episodios de las últimas semanas, con su secuela en las encuestas de imagen pública del gobierno, su impacto en la elevación de la tasa riesgo país y la cuota adicional de incertidumbre que, con las características propias de cada caso, influyó en el resultado de la elección de gobernador de Corrientes del domingo pasado, antecedente de la elección del próximo domingo 7 de septiembre en la provincia de Buenos Aires y en su posible repercusión en las elecciones del 26 de octubre.
Esta implosión comenzó a insinuarse circunstancialmente a comienzos de año con la aparición de las denuncias sobre el “caso Libra” y tuvo una paulatina repercusión institucional en la máxima instancia del Poder Ejecutivo con el progresivo distanciamiento, que luego derivó en una abierto conflicto, entre Milei y su vicepresidente, Victoria Villarruel, y más tarde en el Poder Legislativo, graficado en el hecho de que en este período parlamentario el oficialismo lleve perdidos 55 de las últimas 56 votaciones registradas en ambas cámaras del Congreso Nacional.
En este récord negativo cumplió un papel determinante la ruptura de los acuerdos establecidos con algunos gobernadores que el año pasado habían posibilitado la aprobación de las iniciativas del Poder Ejecutivo pero que ahora compiten en sus respectivos distritos contra una nueva estructura política construida desde el poder y con la que comparten una franja de sus respectivos electorados.
Las elecciones del 7 de septiembre en la provincia de Buenos Aires serán un indicio, pero tampoco proporcionarán ninguna certeza sobre lo que ocurrirá en octubre. La inédita especificidad de esta contienda, que por primera vez y más allá de su simultaneidad a nivel provincial es una competencia que se libra por separado en cada una de las ocho secciones electorales, y la relativa paridad que revelan la mayoría de las encuestas transformarán a la discusión sobre los distintos criterios de interpretación de sus resultados en un terreno más de la batalla política.
No cabe empero sobrestimar las múltiples especulaciones en danza sobre las consecuencias de los resultados electorales. Descartada la variante de una derrota del oficialismo a nivel nacional, una hipótesis que no surge de ninguno de los estudios de opinión, no es difícil predecir que las cifras de octubre no modificarán radicalmente el actual escenario legislativo. El gobierno no tendrá mayoría propia en el Congreso Nacional. Obtendrá, sí, el tercio que le permitirá impedir el fracaso de los vetos presidenciales a las iniciativas parlamentarias que juzgue inconvenientes para la ejecución de su programa y evitar el fantasma del juicio político.
Pero más allá de un previsible suspiro de alivio del denominado “círculo rojo” en las semanas posteriores a la elección cabe prever que, salvo una muy improbable derrota del oficialismo, el nuevo escenario legislativo no modificará sensiblemente el comportamiento de los actores económicos ni las expectativas de los mercados.
Lo cierto es que con la futura integración del Poder Legislativo, el gobierno tampoco conseguirá la aprobación de leyes sin previas negociaciones con sectores de la oposición parlamentaria. Por su parte, el Congreso podrá sancionar normas que afecten el equilibrio fiscal pero no podrá revertir los vetos impuesto por el Poder Ejecutivo. A su vez, el Poder Ejecutivo podrá dictar decretos de necesidad y urgencia para sortear sus dificultades para la sanción de leyes, pero el Congreso por mayoría simple podrá derogar esos decretos, como sucedió varias veces en las últimas semanas.
La respuesta a este desafío no puede ser otra de una intensificación del hiperpresidencialismo característico del liderazgo de Milei y de su esfuerzo concentrado en el sostenimiento a toda costa del equilibrio fiscal como base del respaldo de la opinión pública y sustento de la gobernabilidad de la Argentina. Pero la prolongación de una situación semejante llevaría a una virtual parálisis legislativa que, tarde o temprano, exigirá un replanteo en el actual sistema de poder, signado por la coexistencia inédita entre un presidente apoyado por una amplia franja de la opinión pública y favorecido por la inexistencia de una alternativa política viable y un conjunto de poderes territoriales carentes de un punto de referencia política a nivel nacional.
Por primera vez en la historia institucional argentina convergen dos hechos igualmente inéditos. El primero es que el Presidente de la República no controla políticamente ninguna de las 23 provincias ni la ciudad de Buenos Aires. El segundo es que ningún de los gobernadores reconoce a una jefatura política nacional.
Ninguno de estos dos polos está de por sí en condiciones de recrear un clima de confianza necesario para convertir a la estabilidad económica en una fuente de atracción de las inversiones necesarias para avanzar en un camino de desarrollo sostenible de mediano y largo plazo. en el tránsito desde estabilidad económica hacia el desarrollo productivo.
La irrupción de Provincias Unidas, una coalición nacional impulsada por cinco gobernadores de distinta procedencia partidaria, constituyó un hito en este proceso de recomposición de fuerzas iniciado precisamente con el triunfo de Milei en las elecciones presidenciales de 2023. Pero esta iniciativa dista de ser el único síntoma. El agotamiento del liderazgo de Cristina Kirchner abrió una etapa de horizontalización política en el Partido Justicialista que otorga también a los jefes territoriales, en especial a los gobernadores y los intendentes municipales, un espacio de poder que habrá de jugar un papel decisivo en esta reconfiguración en marcha.
Como diría Antonio Gramsci estamos ante una de esas fases históricas de transición “entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer”. Más allá de los porcentajes, las elecciones de octubre serán el punto de partida de una recomposición del sistema de poder. El tiempo dirá si esa reconfiguración será el resultado de la lucidez de los actores o de la fuerza irresistible de los acontecimientos.
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