Por Hernán Andrés Kruse.-

¿Qué significa ser liberal? La pregunta es por demás relevante ya que, por primera vez en nuestra dramática historia, el pueblo eligió en elecciones libres y cristalinas un presidente que basó su campaña enarbolando la libertad como valor fundamental. Y la libertad es, en efecto, el valor fundamental del liberalismo. Es por ello que, en “La rebelión de las masas”, Ortega y Gasset expresó que el liberalismo “es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta”.

En poco tiempo su cumplirá el primer aniversario de la llegada de Javier Milei a la Casa Rosada. Tiempo suficiente que nos permite responder a esta crucial pregunta: ¿es Milei un liberal? Lamentablemente, la respuesta es negativa. Lo es porque el presidente de la nación profesa una intolerancia y un dogmatismo lesivos de la esencia del liberalismo. Ser liberal implica ser respetuoso de los demás, aunque su pensamiento no concuerde con el mío. Ser liberal implica respetar la libertad de pensamiento de las personas. Milei no soporta dicha libertad, no tolera a quien piensa de otra forma y, fundamentalmente, a quien se atreve a cuestionarlo. Milei es antiliberal, porque su ejercicio del poder es autocrático. Es un típico exponente del orden conservador, autoritario y elitista. Es un antiliberal porque es un megalómano, es alguien que se elegido por “las fuerzas del cielo” para iniciar una nueva etapa histórica en la Argentina. Es un antiliberal porque considera a los argentinos integrantes de un rebaño.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Carlos A. Sabino titulado “Liberalismo y Utopía” (Cedice Libertad). Explica con meridiana claridad lo que significa ser liberal.

QUÉ SIGNIFICA SER LIBERAL

“Cada una de las grandes corrientes del pensamiento político que se han desarrollado a lo largo de la historia es algo más que una pura posición racional ante los dilemas fundamentales de la vida en sociedad. Es, de algún modo, un compromiso, una toma de posición que la persona asume no sólo como un discurso intelectual sino también -y a veces ante todo- como una forma de relacionarse con el mundo en que vive. Ser liberal o autoritario, conservador o socialista, no es solamente postular como correcto un conjunto de ideas determinado, como quien está a favor de específica teoría filosófica o científica. Es también adoptar una posición frente a las muy diversas circunstancias del acontecer humano, comprometerse en debates más o menos apasionados o participar, muchas veces, en la propia lucha por el poder político. Adoptar una posición política, por eso, es siempre proponer implícitamente un modelo de ordenamiento colectivo, proyectar nuestros valores, postular lo que se considera como bueno o malo para la sociedad en que se vive.

No es frecuente, sin embargo, que se asuman con plena consciencia todas las implicaciones de la corriente que se sigue. El ciudadano común no suele reflexionar más que muy superficialmente sobre estos temas, dejándose arrastrar por las alternativas inmediatas que los demás le presentan. El político profesional, que se desempeña siempre en medio de un entorno apremiante, difícilmente puede recapacitar con serenidad frente al problema y, es más, se ve obligado muchas veces a limar las aristas más definidas de lo que piensa o siente, pues la política es tanto delimitación de posiciones y propuestas como arte de negociación donde son especialmente valiosos los compromisos, los acuerdos y la búsqueda de puntos comunes con el adversario o con la opinión pública.

Quien se encuentra más distante del fragor cotidiano de la lucha tampoco posee, por lo general, verdaderos estímulos para analizar su posición: el debate intelectual lleva con frecuencia a contestar lo que proponen los rivales, a defender o atacar acciones específicas, a comentar los hechos desde el punto de vista personal, pero, en mucha menor medida, a analizar a fondo ese propio punto de vista. De ningún modo es ocioso, sin embargo, tratar de reflexionar acerca del significado más general de lo que se asume como cierto. Explorar lo que se postula ante los otros es buscar, más allá de las propuestas específicas, los valores que se defienden y las razones últimas que pueden justificar lo que pensamos y proponemos. Este es el objetivo del presente ensayo: realizar un ejercicio subjetivo de reflexión que, más allá de sus resultados directos, pueda quizás servir como punto de partida para fomentar una discusión que considero importante. No se trata de una disertación erudita, sistemática, donde se analice la considerable bibliografía acumulada al respecto, sino de una exploración más introspectiva y personal, de un ensayo que intenta, antes que nada, poner en orden las propias ideas”.

EL VALOR DE LA LIBERTAD

“No todas las ideologías, es bien sabido, reconocen la importancia o dan un valor central a la libertad humana. El liberalismo se singulariza, frente a las demás corrientes, por colocar a esa libertad en un sitial de privilegio dentro del conjunto de valores que defiende. Esta, desde luego, es una decisión que tiene significados y consecuencias de no poca trascendencia. Quiero examinar entonces, junto con el lector, lo que para mí implica una consecuente propuesta liberal, no la de ninguna persona u organización real y concreta, sino la que podríamos tomar como un modelo ideal o abstracto de liberalismo. La revisión, que no tiene la intención de ser excluyente ni construir -de ningún modo- lo que pudiera llamarse una ortodoxia, debiera centrarse a mi juicio en los siguientes puntos”.

LIBERTAD DE PENSAMIENTO

“No es difícil aceptar que cualquier variante de liberalismo es inseparable de la libertad de pensamiento. Esta, por lo general, es concebida primeramente como una libertad política, implícita en otras libertades como la de expresión, reunión, asociación, religiosa, etc. Pero es obvio que si el auténtico liberal defiende la libertad de los demás, con mucha más razón, desde luego, tratará de mantener la propia. Porque la pasiva sumisión a lo que otros dicen o han dicho es incompatible con la búsqueda de la verdad, con la propia afirmación personal o con un espíritu auténticamente libre. Asumir el valor de la libertad implica recusar de partida la necesidad de tener un líder o una organización que nos diga lo que es correcto o incorrecto, que tome decisiones por nosotros, que se arrogue el derecho de definir lo que es bueno o lo que necesita la sociedad. Este espíritu de independencia intelectual, esa necesidad de pensar por uno mismo, distingue al liberalismo de otras ideologías que se basan ya sea en liderazgos carismáticos o en la aceptación ciega de la tradición. Se acerca, en el fondo, a la actitud del verdadero científico, que no acepta afirmaciones dogmáticas y que, dentro de ciertos límites, trata de reconstruir de algún modo el cuerpo de ideas con el que trabaja y con el que procura interpretar la realidad.

Por ello son contrarios al espíritu liberal los argumentos de autoridad y la aceptación pasiva «de los errores y prejuicios» de cada época que incluyen la carga de creencias irracionales sobre el hombre y el universo que con tanta fuerza se mantienen entre la gente. De particular interés, al respecto, es la posición liberal frente a quienes en un momento dado detentan el poder político. Tal vez por un atávico resabio de actitudes tribales, tal vez por un escondido temor o por la sacralización de que suele beneficiarse la institución estatal, lo cierto es que muchas personas tienden a otorgar una especie de infalibilidad a la palabra de los gobernantes o, más ampliamente, de todos aquellos que en un momento dado gozan de cierto poder. La aceptación irreflexiva de la autoridad política resulta particularmente peligrosa porque, cuando se aceptan sin mayor discusión las opiniones del dirigente político, se refuerza sin duda la capacidad de éste por ejercer un dominio sobre el resto de la sociedad e, implícitamente, se favorece la extensión de su poder.

Por todo esto el liberalismo genuino se rebela siempre contra la sacralización de la palabra del líder, contra la euforia de los seguidores del conductor o del caudillo, contra el dogma impuesto por el partido o la organización. El liberal, así, se caracteriza por una irrenunciable autonomía a la hora de pensar: discrepa o está de acuerdo con la opinión de los demás según sus propias convicciones, recusa la imposición de las ideas de los que tienen más poder, desconfía sanamente de las opiniones irreflexivas de la mayoría, se impone a sí mismo la tarea de analizar los hechos e interpretar la realidad. Esto último, por cierto, no siempre puede hacerse: estudiar personalmente cada tema para conocerlo a fondo tiene sin duda un costo -a veces significativo. En este caso, pensamos, es mejor suspender de algún modo el juicio, decir «no sé» francamente y no sumarse sin reflexión a las opiniones de la mayoría”.

LA LIBERTAD DE LOS OTROS

“Asumir una posición liberal, como decíamos, no es sólo defender un compromiso intelectual. Es reconocer la libertad de los otros tanto como la propia y aceptar, en definitiva, las inmensas consecuencias prácticas que tal reconocimiento puede tener. Esto, como enseguida se verá, representa un complejo desafío que supone una reflexión tanto ética como pragmática. Si la libertad es un valor sobre el cual puede construirse una armónica y civilizada convivencia humana es porque, dentro de ciertos límites, reclamamos nuestra libertad personal pero aceptamos la libertad de los demás. Es difícil sin embargo, en los hechos, equilibrar ambos postulados: todos creemos que nuestras ideas son las correctas, todos tenemos una cierta convicción con respecto a lo que pensamos debe ser la forma adecuada de hacer las cosas, todos juzgamos que nuestra opinión es la acertada y que debiera tomarse en cuenta para el bien de los demás. Si permitimos que esta tendencia, perfectamente natural, domine nuestras acciones y nuestros pensamientos, estaremos constantemente en riesgo de caer en el autoritarismo.

No es fácil sin embargo aceptar las libres decisiones de los otros y valorar desapasionadamente los juicios que las sustentan o las acciones que ejecutan. Para respetar en la práctica la libertad de los otros es preciso, en primer lugar, aceptar que son personas distintas, autónomas, con intereses y necesidades que sólo ellos mismos son capaces de conocer en profundidad. De allí se desprende la conclusión de que no tenemos derecho a imponerles opiniones y cursos de acción que pueden no tomar en cuenta su realidad subjetiva, que pueden estar equivocadas o que, sencillamente, no son aplicables o no desean ser escuchadas en un momento dado. En síntesis, que no poseemos las suficientes luces como para dirigir sus destinos ni el derecho a exigir que sigan nuestros puntos de vista, pues estos también pueden estar plagados de errores, evolucionan con el avance constante de los conocimientos o están sujetos a las indetectables influencias del ambiente circunstancial en que nos movemos.

Hay aquí, subyacente, una posición ética que yo considero sin la menor duda como la clave del sentir liberal: un escepticismo -aunque sea moderado- con respecto a las propias creencias, que nos impone el deber de cierta humildad intelectual. De esta prudente desconfianza hacia nosotros mismos deriva también una especial actitud con respecto a los demás, una relativa suspensión del juicio que se corresponde con el respeto hacia sus opiniones y proyectos. Quien examina su vida sin prejuicios y detecta, como siempre sucede, los innumerables errores cometidos, quien revisa lo que piensa y lo compara con lo que sostenía meses o años atrás, descubre enseguida sus limitaciones y sus debilidades y se siente obligado a reconocer, por lo tanto, que no tiene ni la capacidad ni el derecho para gobernar a los otros.

Hay muchas situaciones que se presentan a todo ser humano en las que mantener esta actitud, sin embargo, requiere de un esfuerzo especial de reflexión. Piénsese en la relación entre padres e hijos, profesores y estudiantes, jefes y subordinados. En todas ellas, podrá afirmarse, tenemos cierta obligación de decidir por los demás. No es un buen padre quien deja a sus hijos libertad absoluta, ni un verdadero maestro quien todo lo aprueba, ni un gerente eficiente el que permite a sus empleados hacer lo que quieran. La propia responsabilidad ante la tarea fija restricciones, entonces, al tipo de relación que podamos tener con los otros. Pero la autoridad sobre ellos debe tener también un límite, especialmente si se quiere estimular una voluntad independiente y un pensamiento autónomo, y esto sólo puede lograrse respetando, en lo posible, la libertad de elección de las personas que transitoriamente están a cargo nuestro. Porque hay muchas formas de proteger a los demás, de corregir sus errores, de estimularlos para que cumplan con determinadas metas. No es lo mismo asumir estas tareas -indispensables en la vida social- informando, dando razones, explicando y aclarando, haciendo que los otros asuman sus propias responsabilidades, que tomarlas como si tuviésemos el derecho divino a pasar sobre la voluntad de otros seres. Algo similar puede ocurrir también en situaciones extremas —cuando existe un peligro inminente, por ejemplo-pero se trata obviamente de casos poco frecuentes, que en nada pueden afectar el principio general que nos interesa destacar.

El aceptar que no podemos decidir por los demás implica, como decíamos, un ejercicio de humildad ante lo limitado de nuestras facultades y conocimientos. Pero requiere también mucho más: confianza ante la capacidad de nuestros semejantes para adoptar el curso de conducta que más les convenga, para desplegar las potencialidades que poseen, para asumir sus responsabilidades, para aportar lo nuevo que tengan que ofrecer al mundo y que nosotros no estamos en condiciones de crear. Significa apostar por su buen sentido, por sus inclinaciones positivas, por su inteligencia y su dignidad fundamental; significa por otra parte creer que, aun cuando se equivoquen, es mejor que yerren por sí mismos y no que acierten sin ser ellos mismos, confiscada su voluntad por la nuestra o por la de cualquier grupo u organización que los gobierne. Quien piense que el liberalismo tiene una imagen del ser humano como la de una máquina económica egoísta y competitiva no comprende sino una pequeña fracción de nuestro pensamiento, no percibe las bases últimas sobre la que es posible crear un sistema económico regido por la libertad”.

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