Por Hernán Andrés Kruse.-

“Sin embargo, el líder peronista volvió convencido de que su tarea fundamental era “poner de acuerdo a los argentinos”. Se trataba de un esquema de poder en el que sólo tendrían cabida todas las “fuerzas sociales que se colocaran dentro de la ley y accionaran dentro de ésta”. El peronismo radicalizado y la guerrilla urbana quedaban excluidos. Si alguna vez había elogiado a las organizaciones armadas revolucionarias peronistas, eso era cosa del pasado, ahora se iniciaba una nueva etapa cuyo propósito era la armonía, la paz y la tranquilidad del país. El 2 de agosto, en una reunión con los gobernadores provinciales, Perón adelantó su futura estrategia política: “Estoy empeñado en una tarea política: llamar a todos los políticos, cualquiera sea su ideología, cualquiera sea su orientación, para que se pongan en esta obra, que será la tarea común. Pero dentro de la ley. Cuidado con “sacar los pies del plato”, porque entonces tendremos el derecho de darle con todo. No admitimos la guerrilla, porque yo conozco perfectamente el origen de esa guerrilla” (Rossini, 1988).

Mientras estas premisas eran recibidas por los adversarios como promesas de un orden político estable, los seguidores desconfiaban de su proclividad a la conciliación. Por cierto, fue esta lógica de acción la que fundamentó el Pacto Social, pilar de la nueva política económica y social de “concertación”, que procuraba reorganizar las relaciones entre Estado y sociedad civil. Esta reorganización se basaba también en la propuesta de la “democracia integrada”, un sistema que pretendía combinar la representación política-partidaria con la participación corporativa. En rigor, el proyecto de liderar una política de pacificación y ordenamiento institucional se vio obstaculizado por la profundización de la lucha entre los grupos antagónicos que convivían dentro del movimiento peronista, la izquierda revolucionaria y la derecha política-sindical”.

Perón procuró disciplinar a sus filas, armando un arco de ofensiva que abarcó desde la reestructuración partidaria, la reorganización de los cuadros de gobierno y la alianza con los sectores ortodoxos del movimiento obrero. Los objetivos finales procuraban la depuración ideológica, la desmovilización política y el disciplinamiento de los actores sociales. En esta línea de acción el Consejo Superior del Movimiento Nacional Justicialista (CSMNJ) emitió un documento interno por el cual se impartieron directivas para enfrentar «la guerra desencadenada contra nuestras organizaciones y nuestros dirigentes por los grupos marxistas, terroristas y subversivos”. El decálogo de instrucciones fue acompañado, en el mismo mes, con el anuncio de la reestructuración del Movimiento Justicialista, cuyo objetivo expreso era desmantelar y depurar aquellos espacios ocupados por los sectores radicalizados aplicando la más rígida disciplina en su interior. Se determinó que ninguna entidad peronista, o agrupación que se denominase peronista, podría actuar sin la expresa autorización y reconocimiento del CSMNJ, al mismo tiempo que prohibió la constitución de unidades básicas mixtas, como así la clausura de todas las unidades y organismos de la rama femenina. La reestructuración partidaria se completó con la reforma de la Carta Orgánica, por la cual se prorrogó el mandato a los congresales por dos años hasta tanto lo determinara un nuevo Congreso partidario.

Paralelamente, se fue estructurando el terrorismo para estatal conocida como la Alianza Argentina Anticomunista (Triple A), organización parapolicial que contaba con los fondos y armamentos que le proporcionaba el Ministerio de Bienestar Social, a cargo de José López Rega. Lo integraban oficiales de las Fuerzas Armadas y policías en actividad, ex policías dados de baja por antecedentes delictivos, delincuentes de frondoso pasado, matones sindicales, miembros de la Juventud Sindical Peronista y de la Juventud Peronista de la República Argentina. Si bien eran reclutados bajo un imperativo ideológico, cada asesinato o atentado era suculentamente pagado con fondos reservados del Estado. (Biffano, 2005) En enero de 1974 la Triple A difundió una lista negra de personalidades que debían “ser ejecutadas inmediatamente donde se las encuentre”. Este “terror Blanco”, pese a su clara dependencia estatal, poseía como característica diferenciadora de la etapa posterior, en que no hubo una participación global activa en él de los aparatos represivos del Estado en forma institucional. (Duhalde, 1999)

De todos modos, y en cualquiera de sus denominaciones, estas organizaciones realizaron en todo el país más de 400 asesinatos y secuestros de personalidades políticas, culturales, abogados de presos políticos, periodistas, dirigentes juveniles, reconocidos sindicalistas y activistas obreros, y militantes de organizaciones revolucionarias, cifra que para algunos autores ascendía a 900. Entre julio y agosto de 1974, se contabilizó un asesinato de la AAA cada 19 horas. Se había iniciado la práctica de la desaparición de personas. La represión a la guerrilla fue razón para reprimir igualmente la protesta sindical de grupos opuestos a la conducción central del sindicalismo. La violencia creció de manera inusitada. La derecha y la izquierda del peronismo peleaban a muerte sus espacios en el movimiento. Mientras la guerrilla multiplicaba su accionar armado, los grupos parapoliciales incrementaban los atentados y secuestros de militantes, cuyos cuerpos torturados y sin vida aparecían días después. La revista El Caudillo, financiada por el gobierno, ostentaba como lema: “El mejor enemigo, es el enemigo muerto”.

El 1° de julio de 1974 falleció el Presidente Perón. Le sucedió la vicepresidenta, María Estela Martínez, viuda de Perón. Desde entonces, se acentuó el proceso de derechización del gobierno y su progresivo aislamiento, lo que profundizó la crisis política. El grupo de López Rega y los sectores más conservadores avanzaron sobre las principales áreas del Estado. Las acciones de la Triple A agravaron el clima de persecución y violencia. Un año después, la violencia había cobrado 503 víctimas fatales, de ellas 54 eran policías, 22 militares y las restantes 427 militantes. En marzo de 1976, la casi totalidad de los grandes empresarios y los militares estaban convencidos de la necesidad de tomar el poder. El reclamo de orden se extendió a vastos sectores de las clases medias urbanas, quienes brindaron un implícito consenso a la intervención militar. El 24 de marzo las Fuerzas Armadas interrumpieron el ciclo constitucional e instauraron una dictadura militar”.

A MODO DE CIERRE

“El 17 de marzo de 2008 la Cámara Federal ratificó el carácter de crímenes de lesa humanidad a los cometidos por la Triple A entre 1973-1976. El expediente, actualmente a cargo del juez federal Norberto Oyarbide, se había iniciado en 1975, pero cobró impulso cuando, a instancias del fiscal federal Eduardo Taiano, el magistrado declaró que los asesinatos, privaciones de la libertad y persecuciones de la organización paraestatal eran causas imprescriptibles. La fundamentación del fiscal estimó que a partir de 1973 “se consolidó un brutal y sistemático aparato represivo que, con el accionar de la Triple A, buscó aplastar los conflictos sociales” y “desactivar las redes de solidaridad”. La organización difundía “amenazas, lo cual instalaba el terror y provocaba el aislamiento de sus víctimas”. La “marca registrada” consistía en “exhibir los cuerpos torturados y destrozados”, luego de matar.

Esta inaudita resolución del poder judicial abrió un nuevo escenario para pensar los hechos de violencia de los años setenta. Recuperada la institucionalidad democrática en 1983, los diferentes gobiernos que se sucedieron llevaron adelante decisiones contradictorias y ambiguas con respecto a la cuestión de la violación de los derechos humanos. Pero los esfuerzos estuvieron centrados en revisar, política y judicialmente, los crímenes ocurridos durante los años de la última dictadura militar (1976-1983) soslayando, desde el Estado, una política de investigación del período previo, en el que, casualmente, el partido gobernante de ese entonces, es el mismo que gobierna la Argentina desde 1989, con un breve interregno entre 1999 y 2001. En ese tiempo, el mismo Estado aseguró la impunidad del accionar de los grupos parapoliciales. Igualmente, los distintos actores involucrados fueron definiendo posiciones plurales y polisémicas con respecto al pasado inmediato. Se trató de un campo de conflictos entre quienes procuraban mantener el recuerdo de los crímenes del Estado y quienes proponían pasar a otra etapa.

La disputa por la revisión de la violación a los derechos humanos estuvo centrada, primero, en el “reclamo por la verdad, es decir por el destino de las víctimas y la información sobre los crímenes; segundo, pero no inmediatamente, la demanda de justicia que apuntaba a que esta vez, a diferencia de otras dictaduras, los delitos cometidos desde el Estado no quedaran impunes; finalmente, el imperativo de memoria, es decir, la lucha contra formas históricas o institucionales de olvido o de falsificación de los sucedido” (Vezzetti, 2002). Estas demandas constituyeron la base para la construcción de una –o varias– memoria colectiva. Por cierto, como toda construcción social, no estuvo exenta de tensión por los significados del pasado que implicaba –e implica aún actualmente– necesariamente debatir sobre las “memorias de la política”, es decir, los sentidos y los sinsentidos que tuvo la acción para los actores del pasado y del presente.

En palabras de Nora Rabotnikof, las memorias de la política refiere a “las formas y las narraciones a través de las cuales los que fueron contemporáneos de un período construyen el recuerdo de ese pasado político, narran sus experiencias y articulan, de manera polémica, pasado, presente y futuro”. Desde esta perspectiva, es posible afirmar que no existe una interpretación única del pasado para la sociedad. Se trata de memorias en pugna, donde se entrecruzan la memoria oficial, la de los organismos de derechos humanos, la de los militantes, la de los actores principales y secundarios, la de las generaciones siguientes (Jelin, 2002). En este hacer, existe actualmente una importante producción de voces testimoniales, fundamentalmente de los militantes que recuerdan e instalan una polifonía narrativa sobre los significados y representaciones de los acontecimientos sucedidos. La pluralidad de memorias militantes son distintas formas de intervenir sobre ese pasado sin otro respaldo de veracidad más que su propia narración. En tanto sujetos y narradores pretenden comunicar algo que merece ser preservado y transmitido: su propia verdad.

Como víctimas del terrorismo de Estado y como militantes políticos, construyen, en un permanente presente, una memoria política desde su experiencia personal. En consecuencia, la decisión del Poder Judicial de revisar la actuación de la organización parapolicial y paraestatal Triple A permite transformar los datos históricos y los relatos testimoniales en pruebas y evidencias que no sólo conllevan interrogantes sobre el horror antes del horror sino que, además, contribuye a tejer una relación de continuidad en la estructuración de un plan sistemático para el exterminio y desaparición de personas. De allí la importancia de los testimonios, una importancia que favorece al sentido cualitativo del conocimiento histórico –lo que nos sumerge al universo de las representaciones y los significados de los actores de la época– y también un valor político que nos recuerdan lo que oficialmente se trata de olvidar, esto es, la trama de un proceso histórico de violencia estatal que debe ser investigado en sus formas, etapas, responsables y condiciones de producción que terminó convirtiéndose en “terrorismo de Estado” mucho antes de que se produjera el golpe militar en marzo de 1976. Como historiadores, ese es nuestro máximo desafío: sacar a la luz lo que se pretende ocultar”.

(*) Alicia Servetto titulado “Memorias de intolerancia política: las víctimas de la Triple A (Alianza Argentina Anticomunista)”.

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