Por Hernán Andrés Kruse.-

“Ahora bien, la forma institucional de la docencia concebida de este modo, supone para Derrida un determinado esquema filosófico. Este esquema de transparencia, borramiento, ausencia de mediación, no es sino el que se encuentra en aquella estructura semiótica criticada desde la noción de escritura. Si se retoman los términos utilizados por el estructuralismo saussureano, se trata de un significado idéntico a sí que tiene una relación de exterioridad con el significante. Dicho de otro modo, un significado trascendental en cuanto se puede sustraer de la cadena de diferencias y no es afectado por su relación con uno u otro significante.

En este esquema un significado, un concepto, no es afectado por su materialización en un significante fónico o escrito, y así atraviesa las mediaciones que son idealmente transparentes para reencontrarse consigo mismo. Para comprender esto es necesario atender a que existe una noción de inmediatez (las ideas o el pensamiento como algo inmediatamente presente a sí mismo) que requiere para su funcionamiento una mediación evanescente, una salida fuera de sí que desaparezca. Por ello, Derrida insiste en que la preeminencia del logos entendido como presencia a sí requiere de la voz: la voz es una dimensión material, una mediación, que desaparece, que no permanece, y por ello restituye la ilusión de un pensamiento que es inmediato. En este sentido, se puede entender cómo una cierta filosofía constituye un modo institucional, aquella figura del docente señalada, formada sobre el presupuesto según el cual la institución ideal es aquella que desaparece, que se borra a sí misma, haciendo presente el pensamiento, las ideas, etc.

En segundo lugar, Derrida señala que esta forma institucional general adquiere un sentido específico en la modernidad tardía. Pues será con Kant que la filosofía al ejercerse bajo la forma de la docencia universitaria (como funcionario), deviene institución estatal. De hecho, la copertenencia en este caso se entiende desde la mutua determinación entre principio de razón e idea de Universidad. Derrida señalará que la constitución filosófica de esa institución política llamada Universidad se asienta en el principio de razón y que la constitución política de esa institución filosófica llamada principio de razón se asienta en la universidad. Por ello, se abandona un esquema que piensa en una relación dentro-fuera el vínculo entre universidad y filosofía, como si la filosofía permaneciera idéntica a sí al desarrollarse en diversos “marcos” institucionales.

Ahora bien, Derrida no dejará de señalar que si existe un lugar privilegiado, “el” lugar, para pensar esto en la modernidad es la filosofía de Kant. Como una especie de punto de condensación al que es necesario volver una y otra vez porque surgirá allí una determinada configuración que todavía sigue constituyendo la práctica filosófica. Este lugar de privilegio se debe al nexo específico trazado entre filosofía y Estado, pues Kant representa esa época, entre finales del XVIII y principios del XIX, donde cambia el espacio filosófico: la filosofía se sitúa en la Universidad estatal y aparece el filósofo funcionario.

Este cambio no es exterior al discurso filosófico mismo. La Universidad es una forma de instituir filosofía, una institución pedagógica, y también una forma del discurso filosófico: “La Universidad occidental es un constructum o un artefacto muy reciente, y nosotros ya lo sentimos terminado: marcado de finitud en la misma instauración de su modelo actual, entre El conflicto de las facultades (1798) y la fundación de la Universidad de Berlín (el 10 de octubre de 1810, al término de la misión confiada a Humboldt), se la creía regulada por una idea de razón, dicho de otro modo por una cierta relación con el infinito. Sobre este modelo, al menos en sus trazos esenciales, todas las grandes universidades occidentales se re-instituyen, en cierta medida, entre 1800 y 1850 aproximadamente” (Derrida).

El privilegio de Kant se debe al trazado de una función pedagógica inmanente a la filosofía, a la definición del filósofo como funcionario y a su función como índice y factor de la época. De la lectura de Derrida quisiera destacar, primero, que en Kant se encuentra una definición de la tarea de la filosofía como quid juris, es decir, fijación de límites. Es el derecho en tanto filosofía, una filosofía que en el conocimiento de la razón por sí misma se instituye como tribunal capaz de juzgar la legitimidad. En este movimiento, segundo, se instituye una clara delimitación entre poder y verdad, una autonomía absoluta del tribunal de la razón que debe auto-constituir sus propios límites. En este sentido, el problema kantiano es la delimitación no sólo del alcance de la razón sino de la construcción de una institución donde verdad y poder permanezcan como dimensiones incontaminadas.

Todo el problema se plantea así en cómo es posible conjugar la autonomía absoluta de la razón con la función legitimante de la Universidad, es decir, la facultad de otorgar títulos desde la autorización de un Estado. Derrida una y otra vez mostrará una tensión constitutiva del discurso kantiano producida por esa necesidad de delimitación, de establecer un adentro y un afuera de la Universidad, un adentro y un afuera de la filosofía, con un constante socavamiento de esos límites. La filosofía debería decir la verdad pero no hacer la ley, por eso mismo reaparece una especie de fantasma que habita el pensamiento kantiano que puede ser pensado como parasitaje de ambas dimensiones.

A partir de estos dos aspectos, el general y el específicamente moderno, pueden indicarse algunas cuestiones generales del modo en que la deconstrucción plantea el vínculo entre filosofía e institución. Pues para Derrida se trata ante todo de cuestionar aquellas perspectivas que sostienen este carácter denegativo de lo institucional, asumiendo entonces que resulta necesario pensar las formas de las mediaciones. Dicho de otro modo, cuestionando el esquema de la transparencia o inmediatez, analizar la forma-filosófica constituida por la institucionalidad moderna. Por ello, la deconstrucción no puede sino entenderse como una intervención. Una intervención que, primero, muestra el modo en que la “denegación institucional” es un proceso de naturalización de un esquema que produce efectos de neutralización. Este efecto de neutralización es una disimulación de la intervención de fuerzas activas y de un determinado aparato, de una institución.

El punto de partida es la problematización de los efectos de neutralización que se encuentran en cierta figura de la docencia, en cierta división entre saber y verdad. Por ello, segundo, la deconstrucción siempre se produce como una intervención situada, esto es, como una intervención estratégica. Pero si la misma no se produce sino desde la copertenencia de filosofía y política, no se trata de una intervención práctica como mera aplicación de una determinada filosofía, sino mostrar cómo el entrelazamiento de ambas dimensiones socava la distinción entre teoría y práctica: “La deconstrucción, por definición, no se limitaba a un contenido teórico, incluso cultural o ideológico. No procedía según las normas establecidas de una actividad teórica. Por más de un rasgo y en momentos estratégicamente definidos, debía recurrir a un «estilo» inadmisible para un cuerpo de lectura universitario (las reacciones “alérgicas” no tardaron en producirse), inaceptable aun en lugares en que uno se piensa ajeno a la universidad” (Derrida).

La apuesta pasa por dar cuenta de las implicancias políticas de toda institución de saber así como de las implicancias filosóficas de toda institución política. Tematizar del modo más claro posible, en el seno de la comunidad académica, cómo las prácticas asociadas a la filosofía suponen siempre un concepto institucional, una imagen de seminario ideal, un contrato firmado y que cierto socius se encuentra allí implicado. Por ello, lo “que se llama «deconstrucción», es también la exposición de esta identidad institucional de la disciplina filosófica: lo que tiene de irreductible debe ser expuesto como tal, es decir mostrado, guardado, reivindicado pero en eso mismo que la abre y la expropia en el momento en que lo propio de su propiedad se aleja de sí mismo para relacionarse consigo mismo. La filosofía, la identidad filosófica, es también el nombre de una experiencia que, en la identificación en general, comienza por exponerse: dicho de otro modo a expatriarse. Tener lugar allí donde no tiene lugar, allí donde el lugar no es ni natural ni originario ni dado”. O, en otro términos: “La deconstrucción es una práctica institucional por la cual el concepto de institución es un problema, pero como no es más una «crítica», por la razón que estamos exponiendo, no destruye más que desacredita la crítica o las instituciones, su gesto transformador es otro, otra responsabilidad, que consiste en seguir con la mayor consecuencia posible lo que llamamos más arriba un gráfico de la iterabilidad” (Derrida).

Por último, quisiera destacar que los aspectos señalados previenen contra lo que sería el mayor de los peligros para Derrida: ubicar a la deconstrucción como un lugar pre o post institucional que apuesta por una filosofía pura. Sería en este caso, caer en aquello que ha sido criticado como una posición naturalista que presume de la posibilidad de una filosofía ainstitucional. Frente a ello, Derrida no deja de repetir que se trata de pensar una estrategia doble, cruzada, tanto en relación a la Universidad como en relación al Estado. La cuestión es componer, a la vez, una crítica radical a las implicancias de la forma institucional Universidad y a la forma filosófica del principio de razón, pero también apostar por una dimensión inventiva, que abra nuevas modalidades de la copertenencia.

Dicho de otro modo, la apuesta debe ser doble: defender irrestrictamente el lugar de la filosofía en la Universidad (así como en los colegios secundarios) propiciando cambios desde el análisis de sus implicancias, pero también inventar nuevas instituciones, dar lugar a dimensiones afirmativas: “[…] luchando como siempre en dos frentes, en dos escenarios y según dos alcances, una desconstrucción rigurosa y eficiente debería simultáneamente desarrollar la crítica (práctica) de la institución filosófica actual y emprender una transformación positiva, afirmativa más bien, audaz, extensiva e intensiva, de una enseñanza llamada «filosófica»” (Derrida).

Esto permite pensar dos estrategias institucionales: dislocar esa lógica de apropiación de límites en las formas institucionales hegemónicas (una apuesta incondicional por la Universidad pero que excede sus formas) y la invención de nuevas instituciones como transformación afirmativa de la enseñanza de la filosofía. En este segundo caso resulta ejemplar el caso del College International de Philosophie. Los textos dedicados al mismo, “Titres” y “Coups d’envoi” muestra hasta qué punto se trata de inventar nuevas formas de hacer filosofía: “Libertad, movilidad, inventividad, diversidad, incluso dispersión, tales serían los caracteres de estas nuevas «formaciones» filosóficas” (Derrida). Por ello se trata de un lugar de provocación, de incitación a la investigación, de experimentación y exploración. Lo que lleva a Derrida a pensar en términos de interciencia y limitrofía.

Más allá de la interdisciplinariedad pensar una intersección transversal de saberes, científicos y artísticos, que liberen problemas y lenguajes que las disciplinas constituidas marginalizan o inhiben. Como se indicaba al comienzo, la deconstrucción se juega en los límites de la filosofía. O mejor, se trata de una política de la filosofía que plantea una relación oblicua con sus límites: “Lo que se busca ahora, es quizá otro estilo filosófico y otra relación del lenguaje filosófico con otros discursos (mas horizontal, sin jerarquía, sin recentramiento radical o fundamental, sin arquitectónica y sin totalización imperativa)” (Derrida)”.

“4 Luego del recorrido en torno a la posición de Derrida sobre el vínculo entre instituciones y filosofía, un último aspecto de la copertenencia señalada: la deconstrucción como trabajo de lectura. Pues, cuando se trata de pensar en instituciones, la referencia no se dirige sólo a una determinada estructura académica sino que comprende un esquema de interpretación: “La institución no es solamente los muros y las estructuras exteriores que la rodean, protegen, garantizan o coaccionan la libertad de nuestro trabajo, es también y siempre la estructura de nuestra interpretación” (Derrida).

La cuestión a pensar es cómo existe una filosofía en el modo en que se interpreta y cómo la institución de un modo de lectura constituye una filosofía. Indudablemente es este el aspecto que más discusiones ha despertado, donde la recepción de Derrida ha sido más extensa. Incluso muchas veces se termina reduciendo su pensamiento al esbozo de una metodología de interpretación destinada al campo de la crítica literaria (lo que produce cierta despolitización). Si bien existe un extenso debate al respecto, aquí sólo quisiera destacar aquellos elementos que permiten afirmar que Derrida produce una politización de la lectura, allí cuando política deja de significar un elemento exterior para convertirse en algo inmanente a los procesos de lectura y escritura.

Para decirlo de otro modo, toda lectura y toda escritura conllevan apuestas políticas. Una lectura está atravesada por la inscripción de una topografía, por unas reglas, por un tipo de institución, por una jerarquía. Para poder realizar una interpretación se debe asumir una u otra forma institucional. La noción de lectura, que quisiera distinguir claramente de algunas nociones próximas como análisis o interpretación, condensa un punto significativo de la copertenencia de filosofía y política. La cuestión será en qué sentido la lectura es en sí misma política, y no en la evaluación de sus efectos o de su contexto. Ante todo, como he señalado en el apartado anterior, es posible indicar que una lectura es siempre una intervención estratégica y así tiene ante todo un estatuto performativo: “Las interpretaciones no serán lecturas hermenéuticas o exegéticas sino intervenciones performativas en la rescritura política del texto y su destinación. Desde siempre sucede así. Y de modo siempre singular” (Derrida).

Se trata de cuestionar una posición que produce un borramiento del lector, lo vuelve pasivo, al enfrentarlo a un sentido o una verdad a ser revelada. La cuestión es volver problemática la misma práctica de lectura, pensar qué se juega allí y en última instancia cuál es la apuesta política de las diversas prácticas posibles. Pues, el supuesto fuerte que habita una y otra vez la noción de lectura surge de la estructura semiótica que se ha referido más arriba, pues se trata de un borramiento de la mediación del significante para acceder al significado que no es afectado por esa mediación. Se trata de una lectura trascendente que justamente busca acceder a un sentido previo o posterior.

Para romper con este tipo de lectura, Derrida apuesta por un trabajo sobre la misma estructura significante. Esto supone evitar, de un lado, una lectura que encuentre en el texto un sentido saturado, agotado y, de otro lado, una lectura que reduzca su sentido a un elemento exterior, sean causas psicobiográficas o un contexto histórico. De hecho se trata de pensar cómo estos dos gestos son homólogos entre sí: “La seguridad con que el comentario considera la identidad consigo del texto, la confianza con que recorta su contorno, corre pareja con la tranquila certeza que salta por sobre el texto hacia su presunto contenido, del lado del puro significado” (Derrida).

Por esto mismo, se vuelve necesario trazar una distancia con un comentario duplicante, o mejor, si bien reconoce como paso necesario de la lectura un comentario que repite lo que dice un texto, busca develar o clarificar su sentido sino agotarlo, no basta con este trabajo. Frente a ello, en primer lugar, resulta necesario volver a resaltar que la lectura es en su inmanencia política cuando se da como intervención. Una intervención que debe producir algo entre el sistema de la lengua y lo que impone el escritor: “La lectura siempre debe apuntar a una cierta relación, no percibida por el escritor, entre lo que él impone y lo que no impone de los esquemas de la lengua de que hace uso. Esta relación no es una cierta repartición cuantitativa de sombra y de luz, de debilidad o de fuerza, sino una estructura significante que la lectura crítica debe producir” (Derrida).

Producir aquí no significa relatar el modo en que el escritor de modo consciente establece sus intercambios con una lengua dada, sino mostrar justamente cómo se da allí una relación que no puede ser ni comprendida ni dominada completamente por el escritor. En segundo lugar, una lectura deconstructiva apuesta por la apertura de los textos. Sea el comentario duplicante, sea el referente externo, sea la comprensión cabal, buscan agotar el sentido, clausurarlo, estableciéndolo de modo definitivo. De este modo, se protege un texto, o su sentido, o el gran nombre de su autor. Por el contrario, la tarea para Derrida es ejercer la lectura como apertura de un texto. Al abandonar los esquemas que garantizan la corrección, la precisión, en tanto apuesta es una especie de aventura hacia algo que no puede estar fijado de antemano: “La apertura de esta última, la salida fuera de la clausura de una evidencia, la conmoción de un sistema de oposiciones, todos esos movimientos, necesariamente, tienen la forma del empirismo y del errar. En todo caso no pueden ser descriptos, en cuanto a las normas pasadas, sino bajo esta forma. Ninguna otra huella está disponible, y como esas cuestiones errantes no son de ningún modo comienzos absolutos, se dejan alcanzar efectivamente, sobre toda una superficie de sí mismas, por esa descripción que es también una crítica. Hay que comenzar en cualquier lugar donde estemos” (Derrida).

Esta aventura que busca abrir es, en tercer lugar, una apuesta estratégica. El término estrategia se repite una y otra vez a lo largo de los primeros escritos de Derrida y no deja de señalar que si la tarea de lectura no se piensa desde una serie de principios universales aplicables en todo tiempo y lugar, a cualquier texto en fin, el modo en que se produzca una lectura tendrá que ver con la estrategia que se defina ante él. Leer es definir una estrategia de lectura. De hecho, en “Los fines del hombre” se indica que existen dos apuestas estratégicas posibles ante una tradición que se comprende como clausura metafísica, o bien intentar salir de esta clausura habitando el mismo terreno y develando lo implícito de sus conceptos, o bien cambiar de terreno abruptamente y situarse en una diferencia absoluta.

Sin embargo, la deconstrucción no es ni una ni la otra: “Es evidente también que entre estas dos formas de deconstrucción la elección no puede ser simple y única. Una nueva escritura debe tejer y entrelazar los dos motivos. Lo que viene a decir de nuevo que es necesario hablar varias lenguas y producir varios textos a la vez” (Derrida). Por este mismo motivo no tiene demasiado sentido enumerar las estrategias empleadas por el mismo Derrida, como si esto pudiera dar cuenta de cómo llevar a cabo la deconstrucción de un texto. En tal caso, por cierto, se la terminaría por convertir en una metodología. Por el contrario, los aspectos que he señalado, la intervención performativa, la apertura como aventura, el trazado de una estrategia singular, buscan circunscribir un modo de lectura que es política desde que vuelve constitutivamente inestable el sentido de un texto, o mejor, en tanto en un trabajo minucioso da cuenta de cómo está habitado por fuerzas en disputa, por significados que colisionan.

Incluso más, este trabajo acentúa aquellos puntos donde un texto se vuelve radicalmente inestable, esto es, allí donde una categoría, un concepto, un término se vuelve indecidible. Esto no supone, como muchas veces se insiste, apostar por una especie de deriva infinita, sino justamente mostrar a partir de esos lugares indecidibles como se van estableciendo decisiones en un texto que configuran su significación desde determinadas jerarquías. Dado que un texto en última instancia es indecidible, que no posee un sentido último a develar, puede ser leído. Si se pudiera develar o clarificar el sentido verdadero o cabal de un texto, de un autor, de un pensamiento, la lectura pierde su sentido, es algo finalizado. En tanto no existe sentido último, la lectura es inagotable y puede realizarse al infinito. Un texto, entonces, no es algo idéntico a sí, no puede presentarse como tal, es una especie de ausencia que permite mostrar cómo ciertas formas institucionales diseñan una lectura específica (se trata del carácter imperceptible que es indicado en La diseminación).

Es en este sentido que la lectura resulta inseparable de la escritura. Leer no es sino escribir, en tanto producción de esa diferencia interna a todo texto: “Sería necesario a la vez, por análisis conceptuales rigurosos, filosóficamente inflexibles, y por la inscripción de marcas que ya no pertenecen al espacio filosófico, ni siquiera a la vecindad de su otro, desplazar el encuadre, por la filosofía, de sus propios tipos. Escribir de otra manera…Determinar, completamente en contra del filosofema, lo inflexible que le impide calcular su margen, por una violencia limítrofe impresa según nuevos tipos” (Derrida).

De cierto modo la deconstrucción puede ser definida por ese sintagma: escribir de otra manera. Donde escritura no deja ser un trabajo riguroso de lectura, pero que al asumirse como parcial da cuenta de su carácter infinito. Un texto no se agota no por una cuestión empirista en la que todavía falten lecturas posibles o una gran lectura total, sino porque un texto es divisible a priori, porque está habitado por un vacío estructural que no puede ser colmado. Es esta misma divisibilidad que hace de la lectura un trabajo de herencia. Tal como Derrida destaca en Espectros de Marx porque bajo un nombre propio habitan una multiplicidad de discursos, muchas veces contradictorios entre sí, es que la herencia se transforma en una tarea, en un trabajo que exige una reescritura de aquello que se lee.

En respuesta a ciertas críticas recibidas por esta lectura de Marx, Derrida va a indicar que un trabajo de herencia se juega siempre en la relación entre fidelidad e infidelidad a un autor, o mejor, en la infidelidad por fidelidad. Es en esta misma lectura de Marx que Derrida señala que una de las maneras de producir un efecto de neutralización es aquella de la lectura académica. Desde la figura del scholar como aquel que no concibe la posibilidad de dirigirse a espectros puesto que organiza su saber desde oposiciones estables (lo real y lo no-real, lo vivo y lo no-vivo, etc.), se organiza un trabajo filológico que despolitiza la lectura: “[…] insistiré más en lo que exige hoy en día que, sin demora, se haga todo lo posible por evitar la anestesia neutralizante de un nuevo teoricismo y por impedir que prevalezca una vuelta filosófico-filológica a Marx. Precisemos, insistamos: hacer todo lo posible para que no prevalezca pero no evitar que tenga lugar, ya que también sigue siendo necesaria” (Derrida).

Esto no deja de despertar sospechas, pues nuestra cultura académica, diría ante todo filosófica, se construye desde una práctica típicamente moderna. Con ello me refiero a que se funda en la necesidad de su “legitimación”, pues una lectura será válida si puede dar cuenta mediante el mecanismo de la cita de su adecuación al pensamiento de un autor. Por ello mismo debe ser juzgada, de allí la necesidad de establecer buenas o malas lecturas, a partir de su atención exegética o filológica. Los guardianes de la tradición sólo consideran legítima una lectura que repite estérilmente, no en aquella conversación con los antiguos, propia de la tradición clásica, sino en la inserción en un mecanismo de reproducción. Escribir de otra manera, esto es, intervenir estratégicamente para abrir un texto, es arrojarse a un riesgo, a la misma posibilidad de decir. Esto supone no sólo cuestionar el sometimiento de la lectura a la forma del juicio, incluso abordando cómo las prácticas académicas son estructuradas por la necesidad de juzgar, sino entender la lectura como un lugar donde la apuesta está en lo que sea capaz de abrir, en su potencia”.

(*) Emmanuel Biset (Universidad Nacional de Córdoba-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas): “Política de la filosofía en Jacques Derrida” (AGORA-Papeles de Filosofía-2016).

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