De monarcas y presidentes
Por Mariano Simón.-
“El Estado soy yo”. Estas palabras fueron pronunciadas por Luis XIV, también conocido como El Rey Sol, ante el parlamento de París en el siglo XVIII. En dicha ocasión el rey se presento en las sesiones con el fin de prohibir las discusiones que se desarrollaban y en las que se criticaba ciertas ordenanzas reales. Tal actitud se entiende mejor si consideramos que en aquella época se veía a los reyes como sustitutos de Dios en la Tierra, principio que aprovecharon años antes los Estuardo en Inglaterra para concentrar el poder en sus manos, y cuyas consecuencias sumieron a los ingleses en una guerra civil.
Luis XIV, imitando a los Estuardo, se designó como la imagen visible de Dios, por lo que su voluntad era incuestionable, y se valió de dicho ardid para concentrar cada vez más poder alrededor de él. Un rey para tal fin requería de ministros cuya obediencia fuese ciega; Juan Bautista Colbert fue el más efectivo de ellos. Para Colbert era intolerable hasta la menor oposición al rey, y no dudó en entorpecer el accionar de parlamentos y asambleas provinciales cuando no coincidieron con la voluntad real. Pero si por algo fue elemental Colbert durante el reinado de Luis XIV, fue por ser quien se encargara de recaudar los fondos necesarios para solventar los gastos (cada vez mayores) del Rey Sol, los cuales produjeron un déficit económico que perduraría hasta la revolución durante el reinado de Luis XVI.
Quizás uno de los símbolos más representativos del reinado de Luis XIV fue el palacio de Versalles, donde buscaba representar una vida artificial y de servilismo, pues el único objetivo de quienes tenían el privilegio de ingresar al palacio era servir al rey.
Cuatro siglos pasaron desde el reinado de Luis XIV y en Argentina la realidad no es muy distinta. Hace unos días, valiéndose de un abuso del ejercicio de sus deberes, y en medio de una fuerte campaña electoral, la presidente hizo uso por cuadragésima cuarta vez en lo que va del año de la cadena nacional, medio que junto a otros ha servido de maquinaria mediática y que en conjunto no constituyen más que un Versalles argentino.
En este nuevo palacio, al igual que en el francés, se busca crear una ficción paralela a la de la realidad nacional. Las pinturas murales, las estatuas, y todo el lujo de aquel palacio se nos aparece aquí en forma de una nación en la que la inseguridad es tan solo una sensación, en donde la desnutrición ha sido prácticamente erradicada, la inflación no es significativa, etcétera. La nobleza francesa se reemplazó en forma de actores defensores del modelo, aplaudidores de turno, periodistas afines, y una juventud militante, todos ellos “comprometidos” con el modelo encarnado por la presidente, pero por supuesto, todos financiados con fondos públicos.
En Argentina la presidencia no proviene de Dios, pero sí del “Pueblo”, término que se ha desvirtuado y mitificado en los últimos años al nivel de deidad, y al cual se ha identificado oportunamente con la presidente, censurando tácitamente de esta forma cualquier crítica a la primer mandataria, como una crítica a la totalidad de los ciudadanos argentinos.
En la Francia del siglo XVII la concentración del poder implicó debilitar el principal contrapeso de la monarquía, el parlamento, a lo cual se le sumó la cada vez más terrible situación en que se sumía a los franceses mediante nuevas cargas impositivas, todo ello para sostener los gastos de un Estado cuyo gasto público solo iba en aumento. La consecuencia no fue distinta a la de los Estuardo en Inglaterra, una sangrienta revolución seguida de años de guerra civil.
Pero a diferencia de la monarquía francesa, en Argentina tenemos la posibilidad mediante elecciones de evitar semejante desenlace, decisión fundamental que deberemos tomar en las urnas en pocos días.
¿Esto es una nota de Billiken?
Los problemas son todos estructurales: provienen de haber elegido la democracia por partidos, instrumento para expoliar, en vez de la democracia por sorteo o estococracia (misma etimología de de «estocástico») para mejorar a la vez al pueblo y a sus representantes.
Con la democracia por partidos todo político se cree la personificación del estado; más aun, el representante innnato de la nación. Sólo falta que «las urnas» reconozcan su excelencia…